Lo inesperado hace estragos en una zona concluyente de la política provincial armando un desbande de emociones. Lo inesperado es lo que tanta gente esperaba no ocurriera. Lo inesperado, eso que todos los días produce la funesta epidemia de nuestra contemporaneidad. Murió Miguel Lifschitz. Un político con tres condiciones colosales que lo hacen singular, quizás inigualable, en el campo de los asuntos públicos. Visión estratégica, capacidad de escucha y amplitud política. Lo valorable de esos atributos es que de ellos es muy factible generar provecho colectivo.
Un dirigente también puede medirse por la capacidad de ver más allá de su tiempo. Cuando Lifschitz asumió la Secretaría General de Rosario en la intendencia de Hermes Binner era magnífico, en términos de proyecciones de políticas públicas, escucharlo desplegar el plan de descentralización municipal, que implicaba aproximar la gestión comunal a cada barrio, lo que no existía entonces en ninguna ciudad del país. Algo que se concretó, que se puede mejorar, pero que también puede verse y que es irreversible.
Después Binner fue decisivo para que fuera candidato a intendente en el 2003. Lifschitz ganó entonces la ciudad por una diferencia exigua, apenas 5 mil votos, pero al intentar revalidar fue plebiscitado en forma aplastante, con el 58% de adhesiones. Se retiró del Palacio de los Leones con otro contundente triunfo para senador. Y al cabo de cuatro años sucedió a Antonio Bonfatti en el gobierno provincial en lo que fue la tercera gestión del Frente Progresista.
De los dirigentes socialistas fue sin dudas el más pragmático. El más cercano a los factores de poder real. El favorito de la Bolsa de Comercio y de la Fundación Libertad. Pero fue alguien que creyó en la centralidad inexorable del Estado para la gestión política. Y que meditó obsesivamente sobre los destrozos de la marginalidad y la exclusión, que impulsó las iniciativas sociales del Plan Abre y que acudía no pocas veces a zonas conflictivas a dialogar con vecinos sobre sus demandas, en horarios inhabituales para recorridas y sin la compañía de la prensa. Iba a Las Flores, a Santa Lucía, a Ludueña. Sin intermediarios, ni ministros.
El día que Binner dejó la Municipalidad tras gobernarla ocho años le preguntamos junto a la colega Lisy Smiles qué consejo le daría a Lifschitz que lo sucedía como intendente. Meditó unos largos segundos. “Le diría que para gobernar no sea siempre tan ingeniero. Lo demás le sobra”. En su despacho del primer piso de la Gobernación en Rosario, dos días antes de que terminara su ciclo como mandatario en la provincia, le contamos a Lifschitz de aquella frase lejana. "Creo que tenía razón en decir eso Hermes", sonrió, "pero me parece que de alguna manera le hice caso”. Afuera en la plaza San Martín había una protesta de trabajadores y beneficiarios del plan Nueva Oportunidad, que capacitaba en oficios a jóvenes de origen social vulnerable, pidiendo la continuidad del programa. “Lo tomo como una protesta a favor”, dijo. Ese plan empezó con 2.800 beneficiarios y terminó con 18 mil. Al momento en que dejó el cargo se invertían 50 millones de pesos por mes.
Sabía que los problemas de violencia urbana y el despunte del narcomenudeo habían marcado la suerte del ciclo de doce años que cerró con su gobierno. Daba una explicación sobre eso, asumía el quebranto, señalaba al irse que estaba convencido que con cuatro años más que intentó tener sin lograr la reforma constitucional provincial su espacio iba a lograr resultados en el campo de seguridad pública lo que significaba, en sus palabras, reducir los daños.
Eso será terreno de refutación y especulaciones. Pero aún sus adversarios le reconocerán como virtudes públicas lo que le valoraban los cercanos: descomunal contracción al trabajo, capacidad de planificación, conocimiento profundo de cada rincón de la administración, firmeza en sus objetivos y ninguna vacilación en la toma de decisiones. Como político, lo dicen incontables colaboradores de sus diferentes gestiones, era un hombre de metas. Desde su primera función en 1989 como director del Servicio Público de la Vivienda en la intendencia de Héctor Cavallero hasta tres décadas después, la última estación como presidente en la Cámara de Diputados de la provincia. Era también un hombre al que le interesaba el ciudadano. El único gobernador que en funciones recorrió las 365 localidades que componen la provincia.
El Partido Socialista pierde en once meses a dos de sus más prominentes hombres públicos. O a tres considerando con justicia a Cavallero que aunque se apartó del partido estableció desde allí su protagonismo en la escena pública de la ciudad y de la provincia. De Binner, que enganchaba con la gente por un lazo más emocional, el final era esperado. De Miguel Lifschitz, el de fuerte visión estratégica, tres semanas atrás nadie podría haberlo sospechado, ni siquiera por esta enfermedad ecuánimemente maldita a la que no pocos relativizan o desdeñan. Pero que está acá, con estos efectos, despiadadamente entre nosotros.
La avalancha de ruegos sostenidos en las calles, en los foros políticos y en las redes sociales deja ver que además de un político con aptitudes se marcha un hombre querido. Como miles de otros para implorarle fuerza, cuando todo languidecía, una funcionaria importante de su último gobierno posteó hace una semana dos versos de Dylan Thomas. “No entres dócilmente en esa buena noche. Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz”. Una luz que quedará. La huella luminosa de los hombres públicos, que no declina.