En realidad, los disturbios habían comenzado varios días antes pero las autoridades provinciales y la Intendencia eran renuentes a admitir la dimensión de la protesta alegando que se trataban de delitos comunes.
En esas horas, los editores del diario discutían el uso, o no, de la palabra saqueo para hablar sobre los hechos. Pero luego, los desmanes y enfrentamientos del 24 disiparon las dudas.
El jueves 25 Alfonsín renovó su Gabinete y puso al frente de Economía a Jesús Rodríguez. Los supermercadistas rosarinos anunciaron que no iban a recibir mercaderías que tuviesen sobreprecios abusivos.
La tensa calma que se había sido apenas alterada por intentos de saqueos en varios puntos de la ciudad durante dos días fue rota en miles de pedazos el domingo 28 con una sucesión de ataques a comercios que estaban vallados y tenían custodia policial, unos 22 según estimaciones oficiales (La Capital pudo constatar doce). Esa noche, el secretario de Seguridad Social de la provincia, Edgardo Zotto, logró que el ministro de Defensa, Horacio Jaunarena, autorizara la intervención de la Gendarmería para controlar la explosiva situación. Después se sumarían efectivos de Prefectura a las tareas de contención.
La cautela que la policía había mantenido días anteriores fue cambiando y esa jornada quedaron detenidas unas 20 personas. Centenares de hombres, mujeres y niños ingresaron a los establecimientos y salieron cargados con todo tipo de mercadería. Los policías que llegaban a cada lugar asaltado sólo intervenían cuando los saqueadores comenzaban a destruir las instalaciones porque no encontraban qué llevarse.
Uno de los casos relevantes de esa jornada fue el saqueo al supermercado La Sandro, de Mister Ross 750, el que mayor destrucción sufrió. Entre los pasillos de las góndolas se esparcían restos de mercaderías y envases rotos dando la impresión de un desastre, a tal punto que se hacía difícil caminar entre los desechos, leche, vino, gaseosas vertidos en el piso. Además de los alimentos y de todo tipo de artículos, habían desaparecido las cajas registradoras y el mobiliario. En la vereda seguía el vertido de líquidos y se mezclaban los olores del aceite y el desodorante para pisos. En medio de un maremagnum, había gente que, con bolsos, canastos y cajones, hasta partes de exhibidores, se llevaban bolsas de azúcar, atados de escobas, whisky, cajas de desodorante a bolilla, hormas de queso y paletas de jamón. Presa de un frenesí, se atropellaban y caían al piso. Dos hombres situados a cada lado del ingreso al supermercado instaban a entrar "de a dos. compañeros, hay para todos". A unos escasos 50 metros, un grupo de policías tuvieron que intervenir para que los dueños del supermercado, que llegaban tras anoticiarse del desastre, no se avalanzaran sobre los saqueadores.El hombre reclamaba a los gritos que los policías detuviesen los robos, pero no fue escuchado. Uno de los efectivos aseguró a este diario que tenían "órdenes estrictas de no intervenir". Una mujer, familiar de los dueños del local, sufrió una crisis de nervios al llegar y ver los destrozos. El reloj marcaba las 21.30; el saqueo había comenzado a las 19.30.
El secretario Zotto sostuvo que los desmanes habían sido coordinados porque comenzaron a la misma hora en distintos puntos de la ciudad.
El lunes 29 recrudeció la violencia colectiva. Dramática jornada en que en la que miles de pobladores saquearon un centenar de comercios en un brote de violencia social en la que se enfrentaron y desbordaron a las fuerzas de seguridad.
Los disturbios, entre los que se cuentan dos incendios contra una zapatería y un local del MAS y la inutilización de un helicóptero de Gendarmería que colaboraba con las tareas de control, motivaron además la declaración del estado de emergencia en el Departamento Rosario, lo que determinó que la ciudad viviera en las primeras horas de la noche con calles desiertas, fuertemente patrulladas y una tensa calma solo rota por el ataque a tiros a una comisaría. Supermercados con sus estanterías vacías y sus cajas registradoras arrancadas de cuajo y vidrios y portones destrozados, reflejaron en forma cruda la acción de los que cometieron numerosos actos de pillaje y saqueo y mantuvieron cruentos choques con la policía y los gendarmes.
La ciudad quedó desgarrada por el miedo.
El gobernador Víctor Reviglio (PJ) destacó el cuidado puesto por la policía en la represión de los saqueos para no causar muertes y el vicegobernador Antonio Vanrell denunció que grupos de izquierda habían orquestado los ataques, y los responsabilizó por una ola de rumores desestabilizadores que daban cuenta de un golpe, de columnas de vecinos que se armaban y se dirigían a distintas zonas para enfrentarse a otros vecinos y la policía.
El correr de las horas desmitificaron tales versiones, pero el Ministro de Gobierno, Alberto Didier, insistió con que “aquí actuó la necesidad de la gente, pero hubieron otros factores que desencadenaron los hechos, a los que califico de subversivos”.
El intendente interino Carlos Ramírez (UCR, en reemplazo de Horacio Usandizaga, quien renunció cuando aún le quedaban dos años en el cargo) pedía auxilio a la provincia y a la Nación para contener los desmanes y recobrar el control de la ciudad.
Pero la zozobra ganó a los vecinos de los barrios y hasta del macrocentro. Y tomó cuerpo una realidad pavorosa: la cantidad de armas en manos de civiles. En casi todas las terrazas había gente con escopetas, carabinas, revólveres, cuchillos, que pasaba la noche en vela custodiando su casa y la cuadra.
En los barrios se sucedieron febriles reuniones para formar comisiones que patrullaran la zona y avisaran cualquier situación peligrosa para que los demás salieran a la calle armados para repeler una supuesta agresión. Tan indefensa se sintió una parte de la ciudad. Muchísimos comercios aparecieron con rejas y todo tipo de vallas para amedrentar a posibles saqueadores.
El miércoles 31 se reanudaron los saqueos. Ese día murió un hombre atropellado por un camión cuyo conductor trató de evitar que lo asaltaran. Se mantenía el asueto en todos los niveles de enseñanza y la mayoría de los comercios permanecían cerrados. Las líneas de colectivos circulaban con las frecuencias de los feriados, pero y las 18 dejaron de prestar servicio porque varias unidades fueron apedreadas.
Los comerciantes trataban de evitar los ataques con volquetes instalados en los ingresos y personal de seguridad. En algunos casos, la psicosis llevó a tomar medidas desesperadas. Así, el hipermercado Tigre de Rondeau y Washington, estaba vallado con carritos que habían sido electrificados con 380 voltios.
Ese día se repitieron ataques en los barrios, principalmente en la zona sur. La Gendarmería ya actuaba con la policía provincial y la Federal para la prevención y represión del pillaje. Esa noche se sumaron efectivos de Prefectura.
Las fuerzas de seguridad lograron apresar en Baigorria y Circunvalación, y en Gálvez y San Nicolás, a varias personas que tenían equipos de comunicación capaces de rastrear las frecuencias policiales y de interferirlas.
Los bancos comenzaron a operar pero con restricciones.
El jueves 1 de junio, con la ciudad más controlada, los comerciantes comenzaron a abrir sus negocios. Las ventas estaban restringidas, no más de medio kilo de pan por persona, algo de carne y uno o dos sachets de leche. También floreció la venta de mercadería robada. Así, en Sarmiento y San Lorenzo tres jóvenes que viajaban en un camión ofrecían leche Sancor a precio reducido. En Fisherton, otros vendían whisky y champagne muy baratos.
Numerosas distribuidoras habilitaron la venta la menudeo, más que todo para vaciar sus galpones y evitar saqueos.
También se restableció el dictado de clases y se anunció que en pocos días se anularían los topes para retirar depósitos de los bancos. El gobierno nacional envió una cuantiosa partida de cajas PAN con alimentos básicos, que fueron repartidos en los barrios más afectados por el estallido social.
Para el sábado 3 la ciudad comenzaba a recobrar lentamente su fisonomía.
Violencia aterradora
El fenómeno de los saqueos marcó profundamente a los rosarinos, a pesar de lo cual se repetirían en 2001, aunque con menor intensidad.
Los testimonios desgarradores de los dueños de los comercios (o los encargados en caso de los supermercados) se repitieron largo tiempo. Las descripción del terror que experimentaron cuando veían llegar a decenas de personas que arrancaban cortinas metálicas, puertas, portones, que luego arrollaban con todo lo que había con furia demencial; los destrozos de los locales, las pérdidas totales de mercadería se sucedía en los barrios, en el macrocentro. Y por otro lado resultaba increíble ver a comerciantes que preparaban bombas molotov para repeler los ataques, o que esgrimían escopetas y revólveres a simple vista, como si ésa hubiera sido una actividad habitual.
En otros casos, pedían que se les devolviera mercadería para volver a abrir y mantener las fuentes de trabajo de los empleados. Sin embargo, las tristeza y el enojo se mantendría por mucho tiempo. “Tengo que ver como entran y después pasan por la caja clientes que me destrozaron el local”, dijo dos meses después de la explosión del pillaje la dueña de un supermercadito de barrio.
La mayoría de los que participaron en los saqueos trató de procurarse comida, pero hubo numerosos casos que el fin era el robo de cosas de valor. Por eso causó particular rechazo ver a personas que llegaban en autos y cargaban electrodomésticos y aparatos del hogar para luego darse a la fuga.
Para el domingo 4, Gendarmería había secuestrado casi tres toneladas de mercadería robada. Las peatonales céntricas volvieron a llenarse de gente y los bares abrieron todo el día.
El martes 6 de junio se anunciaba que no iba a haber desabastecimiento de alimentos y enseres esenciales.