Si en el fútbol puede hablarse de merecimientos, cuestión opinable a partir de la magnífica definición de "dinámica de lo impensado" que patentó la pluma del genial Dante Panzeri, a este primer título de campeón que llegó en esta noche otoñal al Mundo Colón, aquel calificativo le calza a medida.
Porque vaya si merecen la conquista de la Copa de la Liga esos 40 mil hinchas que año y medio atrás coparon la Nueva Olla en Asunción del Paraguay y se volvieron con las pilchas empapadas, las manos vacías y el alma hecha trizas. Pero aún así, siguieron jurando fidelidad eterna por el escudo sangre y luto.
Lo merece Eduardo Dominguez, que desde el banco mentalizó y moldeó tácticamente en la cancha, fecha tras fecha, a un plantel que estaba a la deriva y en zona de descenso, hasta convertirlo en este equipo con identidad definida aunque sin gran lucimiento, pero con espíritu ganador. Todo con perfil bajo, sin las estridencias tan típicas de este insulso fútbol pandémico, sin público en las tribunas y exacerbado hasta el paroxismo para la reina y señora televisión.
Lo merece un plantel sin figuras rutilantes, con excepción de Luis Miguel Rodríguez, que supo sobreponerse a la frustración de la Copa Sudamericana e interpretó fielmente el lavado de cara que propuso Dominguez, acoplando jugadores de la cantera con los de mayor experiencia.
Lo merece por partida doble ese enorme dirigente que es José Néstor Vignatti, a quien en los 90 le tocó revivir al 'elefante' caído en la desgracia de 14 años en la B, y en 2020 convenció al 'Barba' para que regresara al club cuando las papas ardían. Y porque además el Gringo, como lo llaman los íntimos, tuvo el gran mérito de persuadir al Pulga Rodríguez para que se quedara en Santa Fe y se convirtiera en leyenda logrando la consagratoria y, extrañamente también para el primera vuelta olímpica. Justo cuando el propio crack rogaba volverse a su amado Atlético Tucumán, porque sentía que "ya lo había dado todo" en Santa Fe después de la chance sudamericana desperdiciada - penal malogrado incluido- en aquel tempestuoso atardecer guaraní.
Lo merecen aquellos notables jugadores de pura gambeta y potencia goleadora que alumbró décadas pasadas el populoso club del barrio Centenario, como La Chiva Di Meola y Poroto Saldaño, por citar sólo un par de glorias que deben estar festejando desde el cielo. También campeones del mundo con sello sabalero como Héctor Rodolfo Baley en la selección del Matador y Menotti o Pedro Pablo Pasculli en la de Diego y Bilardo
Lo merecen mis entrañables amigos -permítase la disgresión- Tano y Many, compinches de mil anécdotas sabaleras y canayas intercambiadas en largas sobremesas en Recreo y charlas de oficina.
Lo merecen, al fin y al cabo de 116 años de sequía futbolera que ya parecían eternos. Desde el changarín de El Abasto que todos los días monta su bicicleta para hacer la diaria, hasta el abogado de barrio Sur con apellido patricio que estaciona su 4x4 frente a Tribunales.
A todos ellos los une la pasión por esa casaca rojinegra que ahora sí podrá lucir la ansiada estrella en el escudo. Y el fin de esa pesadilla padecida hasta hoy con miles de hinchas sabaleros que parecían resignados a nunca poder darse ese gustazo que es ver a su querido ´Negro coronarse en la máxima categoría del futbol argentino. Esa pesadilla que la noche de viernes mutó en sueño eterno y en un grito de campeón que no dejará dormir a la Ciudad de Garay.