Fue uno de los días más conmovedores de la historia deportiva de Rosario. Una jornada que quedó grabada a fuego en la memoria colectiva de la ciudad y de yapa la noticia dio la vuelta al mundo. Ocurrió en la tarde soleada del 13 de septiembre de 1993. El Parque Independencia fue copado por una romería de gente. Desde cada barrio se desató una peregrinación espontánea con epicentro en la antigua cancha de Newell’s. La leyenda estaba golpeando la puerta y todos querían dar el presente. Diego Armando Maradona -el héroe de México 1986, el mejor jugador del mundo de todos los tiempos, el Quijote humilde que anotó ante los ingleses el gol más lindo en la historia de los mundiales- aterrizó en el patio de la casa de los rosarinos, en el gran pulmón verde de la ciudad, para ponerse por primera vez la camiseta rojinegra y entrenar con su nuevo equipo: Newell’s.
Sí, ese día el milagro se concretó, lo imposible se cumplió. Y para creerlo había que verlo con los propios ojos. Por ello la movilización conmovedora de los hinchas leprosos para observar en vivo cómo el ídolo de la selección argentina ahora empezaba a ser propio también.
En una época en la que no existían las redes sociales ni los teléfonos celulares se habían incorporado a la vida cotidiana, Diego aquella tarde logró revolucionar a la ciudad con el traspaso de la noticia en el boca a boca. Y las personas se iban sumando a la convocatoria de manera espontánea, mientras veían como las columnas de gente y autos enfilaban para el parque Independencia. “Vamos a ver a Diego”, era la respuesta más escuchada mientras algunos dejaban sus obligaciones laborales y apuraban el paso rumbo a la cancha.
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Inolvidable. El diez en la cancha de Newell’s entrena con los botines desatados.
Casi al trote, especialmente por Oroño o por Pellegrini, avanzaba la multitud. Niños de la mano de sus padres, grupos de amigos, parejas y hasta algunos de traje y corbata, porque la noticia los sorprendió en la oficina, se lanzaron a la aventura de ver los primeros pasos de Diego en su arribo a Newell’s. Cruzaron el parque repletos de felicidad, todavía incrédulos, y como el estadio tenía los portones abiertos de par de en par fueron colmando cada centímetro de las tribunas. Era lunes, el inicio de la semana laboral. Diego salió a la cancha por el túnel que estaba detrás del arco del Hipódromo y también se emocionó. Con un buzo rojinegro y la pelota siempre a su lado, Maradona levantó las manos al cielo y agradeció. El estadio explotó coreando su nombre. El hombrecito que gambeteó la pobreza profunda de Villa Fiorito y llegó a la cima del fútbol mundial comenzó a hacer jueguitos en la mitad de la cancha. La postal ya era inolvidable.
El Indio Jorge Solari armó un circuito de ejercicios con pelota para mover a sus jugadores. En ese plantel estaban nada menos que el Tata Martino, Juan Manuel Llop , Norberto Scoponi, Jorge Theiler, Fabián Basualdo, Mauricio Pochettino y Alfredo Berti, entre otros grandes referentes de la historia leprosa.
No era un partido, no se jugaba por nada, pero el recuerdo quedó grabado para siempre. Fue la tarde que Diego revolucionó a Rosario, donde está claro que el pueblo leproso le dio la más emotiva de las bienvenidas, le tendió la mano y lo abrazó de por vida. Por supuesto que ese día también fueron al estadio hinchas del fútbol en general y maradonianos genuinos, que se deleitaron con el mero hecho de verlo hacer malabares con la pelota.
En un momento el plantel se animó a lanzar a Maradona al aire, fue enfrente de la vieja popular que daba espaldas al museo. La felicidad del diez lo decía todo. Y su sonrisa era la sonrisa de toda la multitud que protagonizó esa jornada histórica, a pocos días del inicio de la primavera de 1993.
Después Diego tuvo un paso intenso pero fugaz por Newell’s. Pero esa es otra historia y tiene que ver más con las estadísticas y los números. Lo que siempre será recordado y que a medida que pase el tiempo cobrará mayor relevancia será ese primer día, ese flechazo, esa muestra espontánea de amor, ese milagro hecho realidad, de verlo a Diego en Rosario y con la camiseta leprosa. Ni la pelota ni el recuerdo, nunca se mancharán.