"La risa es la distancia más corta entre dos personas" (George Bernard Shaw).
Cuando se nos ilumina el rostro con una sonrisa teñida de emoción al ver a los Payamédicos
cambiando el gesto adusto de los niños internados en las salas de oncología pediátrica, por una
tímida carcajada, pensamos en todo el beneficio que la risa puede traer al agobio de la enfermedad.
Pero la tarea de ese magnífico grupo de gente que apuesta a la alegría para enfrentar el
dolor, se percibe como la Unidad de Terapia Intensiva en la internación. Algo así como un recurso
especial en circunstancias excepcionales. No nos olvidemos que la enorme mayoría de los internados
en salas de pediatría son pequeños que también sufren la incertidumbre de no entender lo que les
pasa y observan con aprensión cuando un guardapolvo blanco se acerca a examinarlos o a extraerles
sangre. Y nosotros, los adultos, cuando nos toca estar internados o debemos asistir a un
consultorio médico (hecho cien veces más frecuente que lo anterior), ¿cómo percibimos la situación?
Como el lector ya estará sospechando, nuestra reflexión apunta al hecho de que la sonrisa y
su expresión más explosiva, la risa, debieran estar presentes en todas las circunstancias posibles
de la tarea médica. Y para ello debiera ser preciso formular e instrumentar una metodología para
que su desarrollo integre parte de la formación de grado del profesional de la salud.
En momentos del cambio curricular tuvimos la inquietud de diseñar una materia electiva en la
que los interesados pudiesen acceder a la adquisición de contenidos vinculados a la comprensión de
los mecanismos que conectan el humor a la acción terapéutica, tanto los estrictamente biológicos,
como son la modificación en los neurotransmisores (sustancias cerebrales que regulan el
comportamiento), o los mecanismos psicológicos que promueven el desencadenamiento de la cascada del
bienestar provocado por la risa, o en su defecto la sonrisa apenas esbozada.
En nuestra niñez, en el Santiago natal, los recreos en la primaria solían nutrirse con
cuentitos o humoradas más que con los clásicos correteos de “la mancha” u otras
actividades de esparcimiento. No eran así nuestros padres que tenían la carga de la angustia de la
no tan lejana indigencia europea. Pero quizá de esa manera se inició nuestra tendencia a entender
al buen humor como una conquista cotidiana. En la actualidad, en la familia se asombran cuando
súbitamente retorna el recuerdo no invitado de esos relatos, cargados del espíritu santiagueño que
se ríe de su pobreza para vencer el infortunio. Algo así como la chacarera que siendo de probable
origen europeo el santiagueño la adquiere para alegrar el pobre encanto de
lo cotidiano.
Hace 15 años, una mañana, luego de dos experiencias quirúrgicas que no me permitían por dolor
incorporarme de la cama, recibí el periódico que aún trae un suplemento de humor, y un brillante
humorista (Rudy) había reunido una serie de relatos desopilantes que, al leerlos, me desencadenó un
aluvión de risotadas, que no sólo provocaron el asombro circundante, sino que me permitieron
incorporarme
sin calmantes.
Es probable que entregar al estudiante de medicina o al graduado los conocimientos referidos
a la importancia del humor en la práctica médica, no constituya un mecanismo suficiente. Es preciso
también que el interesado internalice, dentro de su propia estructura, la jerarquía que importa
entender al humor como un mecanismo auxiliar terapéutico. De nada sirve enseñarle las maniobras
para palpar el hígado, si el destinatario se inclinará a pedir una ecografía.
Desde las lejanas épocas de nuestro tránsito de grado en la universidad hasta la actualidad,
lo habitual en los docentes dictantes es el gesto serio, reconcentrado, en donde la sonrisa o la
broma, pareciera empalidecer la categoría y la rigurosidad de lo que se está enseñando. En los
Congresos comienza a esbozarse un atisbo de la importancia del humor cuando se alterna en la
proyección alguna imagen que inspira la sonrisa, que afloja la severidad de la entrega y favorece
el aprendizaje. Cuántas veces un paciente al ingresar al consultorio comenta que entra más
tranquilo y confiado porque escuchó la risa conjunta del paciente y del médico. Ya eso constituye
una actitud que predispone positivamente a la entrevista.
En la medicina argentina hubo grandes exponentes que ejercitaron el humor como recurso
curativo. Para recordar alguno en especial es válido referirse al excepcional pediatra y docente,
quien por vez primera entendió la importancia de la internación conjunta madre-hijo, el académico y
humanista Florencio Escardó, aquel que con su seudónimo Piolín de Macramé nos hizo aliviar el
estrés cotidiano de la actividad con una sonrisa optimista. La vigencia del buen humor en la
conservación de la salud no constituye una adquisición moderna. Ya en la Biblia hebrea está la
celebre frase “Un corazón contento es la medicina óptima”.
No es sencillo diseñar los procedimientos para que el estudiante o el médico desarrollen la
capacidad de entender la importancia del tema. Recordemos la historia de David Garrick, el
excepcional intérprete de Shakespeare, y recitador cómico del siglo XVIII, probable creador de la
risoterapia, a quien el poeta mejicano Pesa le dedica una poesía: “Spleen” (que puede
traducirse como estrés), en la que describe la depresión que el actor sufría detrás de su actuación
divertida. Nuestra propuesta de promover el humor en los estudiantes y en los médicos no es
sencilla, pero debiera intentarse. No es fácil bajar de peso o dejar de fumar, pero hay que
intentarlo.
El buen humor y la alegría son un antídoto contra la enfermedad, pero también rivales de los
dogmatismos, y enemigos acérrimos del pensamiento rígido y fundamentalista, poniéndonos en guardia
frente a los preconceptos y la dramatización de los hechos cotidianos.
(*) Médico