Nunca imaginó lo que pasaría los días siguientes. Un sábado, mientras tomaba un café con algunos amigos, su cuerpo dio otra señal de que algo no iba bien. “Empezó a sangrarme la nariz. Sangró como dos horas y no había forma de pararlo”, recuerda ahora, sentado en el living de su casa. Era un sábado al mediodía y en ese momento decidió que debía ir al médico para saber qué sucedía. Sería el lunes 3 de noviembre, una fecha que no olvidará más.
A las 10 de la mañana de ese lunes estaba en el consultorio. Después de escuchar el relato de sus síntomas, el médico le ordenó unos análisis de sangre. Dos horas más tarde, con los resultados en la mano, el doctor tomó una decisión más drástica: había que hacer una punción de médula porque sus defensas estaban muy bajas. Eran las dos de la tarde cuando empezó el procedimiento. Al despertar de la anestesia, un rato después, vio a su papá, que también es médico. El hombre lloraba cuando le contó lo que habían comprobado al ver la muestra analizada:
—Tenés leucemia— le informó.
Desde aquel lunes su vida cambió. Pasó muchos días internado e hizo tres tratamientos de quimioterapia, pero también transformó lo que la mayoría de las personas asumirían como un drama en el episodio más positivo de su existencia. “No me quejo de lo que pasó, más bien lo agradezco”, confiesa y un rato después, cuando se llega al final de la historia, se entenderá por qué.
Ese lunes decidió enfrentarse a la enfermedad y hoy puede decir que le ganó. Es que justo este domingo se cumplen seis meses desde el diagnóstico y al cabo de ese lapso se termina una fase clave de laleucemia mieloide aguda, su enfermedad: pasado ese lapso, las posibilidades de que recaiga son mucho más bajas que durante los 180 días que ya dejó atrás.
Ahora podrá poner todas sus energías en lo que hacía antes de recibir el diagnóstico (estudiar, jugar al rugby, vivir), pero también en lo que puso en marcha después, cuando le dijeron que su actitud sería clave para enfrentar con posibilidades de éxito a la temible leucemia: hacer campaña a favor de la donación de sangre y de médula ósea, esenciales para tratar la leucemia y otros males, y ayudar a otros a través de una Fundación. En eso pone sus fuerzas ahora, en darle forma orgánica a esa idea. Ya sabe cómo se llamará: “No pasa nada, maestro”, la frase que lo distingue entre todos los que lo conocen.
La biografía
Lisandro tiene 25 años. Juega al rugby en el Jockey Club desde los cuatro y estudia medicina en la Universidad Abierta Interamericana (UAI). El papá es médico y la mamá, arquitecta. El hermano mayor es periodista y la más chica (“mi hermanita”, dice él a pesar de que tiene 19 años) estudia arquitectura. Como Sofía, que ya está cerca de recibirse.
Empezó a jugar al rugby antes de ir a la escuela. “Estoy en el Jockey Club desde los cuatro años y mi vida es 90 por ciento rugby: entreno los lunes, martes y jueves, y los sábados juego”, explica. Dice que, después de sus padres, ese deporte fue lo que más lo educó. “Los valores que transmite son muy importantes”, afirma. Pasó por todas las divisiones del club, jugó en los seleccionados de Rosario y hasta fue convocado a Los Pumitas. Desde hace cinco años está en la primera del Jockey.
También vivió situaciones complicadas, como las fracturas en los hombros que lo obligaron a operarse y lo sacaron de las canchas por un tiempo. Fue justo cuando integraba el plantel de Los Pumitas. Afirma que de eso también aprendió, porque antes pensaba que era irrompible y después entendió que nadie, ni siquiera él, es imprescindible. “En nada, ni en un equipo de rugby”, acota. Añade que el día que tenga hijos intentará inculcarles el amor por ese deporte.
Quiere ser médico porque admira lo que hace el papá. “Siempre me pareció que la profesión de mi viejo sirve para ayudar a la gente. Recuerdo que a la noche llegaba a casa y nos decía «no saben lo que pasó hoy», y atrás venía una historia hermosa sobre lo que había pasado con algún paciente”. Lisandro está en el sexto año de la carrera y, tras la interrupción obligada de seis meses, se apresta a retomar la facultad. Dice que piensa recibirse en diciembre y que no ve la hora de ejercer. “Para ayudar”, agrega.
La leucemia
El día que le informaron que tenía leucemia, lo primero que hizo Lisandro fue preguntar qué posibilidades tenía de curarse. El médico le dijo que dependía de dos cosas: de la
respuesta de su organismo al tratamiento con quimioterapia, y también de su actitud.
—Si te deprimís no ayudarías. Tenés que pelearla—, lo estimuló.
Lisandro no se deprimió. Cuenta que en ese mismo momento decidió que saldría adelante y afirma que eso lo salvó. Eso y el cariño que recibió de sus padres, sus hermanos, su novia, sus amigos. “Y hasta de mis rivales en el rugby”, afirma agradecido. Pero la historia recién comenzaba. O quizás sería mejor hablar de las historias: la de su tratamiento médico y la de su actitud frente a la enfermedad, que es la más bella.
El 4 de noviembre lo internaron en el Sanatorio Británico y ese mismo día comenzó el primer tratamiento de quimioterapia. Tres días después, una tarde en la que se sentía muy mal por las náuseas y los vómitos, le pidió a la hermana, que lo estaba cuidando, que lo despertara a las seis de la tarde. Ella le hizo trampa y lo despertó quince minutos antes. Lisandro, aun débil, tuvo energías para reprochárselo, pero la “hermanita” lo miró con dulzura y le pidió que se asomara a la ventana. Lo que vio quedará en su memoria por el resto de su vida. “En la calle estaban mis amigos y mis viejos. Varios se habían rapado la cabeza. Tenían un gran cartel que decía: «No pasa nada, maestro». Ahí me dije que no les podía fallar y que debía recuperarme”. Para él, esa demostración de afecto y apoyo, como otras muchas que vinieron después, y que seis meses más tarde sigue recibiendo, resultaron decisivas para su recuperación.
Mientras pasaba días en el sanatorio, comenzaba a pensar en transformar su experiencia en algo positivo. El 18 de diciembre se armó una movida en el Monumento a la Bandera con el objetivo de crear conciencia sobre la importancia de donar sangre y médula ósea. Entre los impulsores había un pequeño ejército de amigos de Lisandro, soldados de su causa, que otra vez se ocuparon de enviar un mensaje al amigo enfermo con una bandera. El trapo, claro, tenía una leyenda que a esas alturas ya comenzaba a distinguir la causa de Lisandro y sus amigos. “No pasa nada, maestro”, decía. Era el mensaje que le enviaban los suyos. “No pasa nada, maestro”, se repetía él a sí mismo.
Pasó la Navidad y el Año Nuevo internado. Sofía canceló su viaje de vacaciones con amigas para cuidarlo. Mientras estuvo en el Británico recibió decenas de muestras de cariño: de los antiguos compañeros del colegio San Patricio, del Jockey Club, de la facultad. También de jugadores de rugby de otros clubes (“de Provin, de Loga”). Muchos le escribían sus muestras de apoyo en las redes, otros hacían gestiones para regalarle pequeños momentos de alegría. Él recuerda cada uno de esos gestos. Vuelve a ser feliz, cuando lo cuenta, como el día en que Sebastián Abreu fue a visitarlo al sanatorio y se quedó hablando con él durante dos horas. O cuando habla del mensaje que le envió Angel Di María vía WhatsApp, un video que todavía guarda en su teléfono (“es increíble que Angelito se tomara un momento para mandarme eso a mí”). O de la noche en que el plantel de Rosario Central salió al Gigante de Arroyito para jugar un partido y desplegó una bandera que decía “Fuerza, Lichu”. Porque Lisandro es un canalla hecho y derecho, alguien que soñó con jugar en el equipo y que sólo cuando ya era un hombre se resignó a que eso nunca sucedería.
Cuando lo internaron por primera vez le pidió a la madre que le hiciera un calendario en cartulina. “Quiero tachar los días para ver cómo voy avanzando”, explicó cuando ella quiso saber para qué era. Allí fue contando la historia de su recuperación con palabras y dibujitos. Un día escribió “omelette-mamá” y eso le recuerda a la comida que le llevó su madre. Muchas veces dibujó un corazón: son los días en los que lo visitó Sofía. En otra ocasión puso: “Chau, Británico”. Ese día le habían dado el alta después de la segunda quimioterapia. El calendario, que está adherido a la puerta de su dormitorio, es casi un diario escrito en clave de sus internaciones y su tratamiento.
Lisandro piensa que lo guardará por el resto de su vida.
—Imagináte cuando tenga 60 años y lo lea— dice y estalla en una carcajada.
El 1º de marzo, cuando cumplió 25 años, su familia organizó una gran fiesta. Hubo muchos invitados (“como mil quinientos”), todos los que de alguna manera lo habían apoyado. Había gente del rugby, del colegio, de la facultad, del barrio. La familia de Lisandro se hizo cargo del costo de la fiesta y él decidió dar otro paso gigante en su intención de ayudar a otros, de convertir su enfermedad en una excusa para embarcar a su gente en una cruzada solidaria: instaló una urna e invitó a todos a depositar allí una cifra de dinero, la que quisieran o la que pudieran. Así recaudó 61 mil pesos. El dinero no era para él sino para un chico de 14 años, un rugbier del club Caranchos. Lisandro se había enterado poco tiempo antes de que ese chico, Maxi, padece un cáncer de huesos. Además del darle el dinero para costear los gastos de su tratamiento, hizo contactos en el Hospital Italiano de Buenos Aires para que Maxi fuera a tratarse allí, “uno de los mejores lugares de Latinoamérica para esa patología”. Había dado el primer paso. La idea de crear una fundación para ayudar había dado otro paso.
“Creo que todos somos solidarios, pero a veces no sabemos cómo expresarlo”, afirma Lisandro. Él quiere canalizar ese valor, que afirma encontrar en todas las personas que conoce. Para eso quiere crear la Fundación No Pasa Nada Maestro: para ayudar a gente que lo necesita, y también para darles una mano a quienes quieren ayudar y a veces no saben cómo hacerlo.
Dice que no termina de entender por qué su caso es digno de contarse y afirma que su secreto para ser positivo es más bien simple: “Tengo objetivos, proyectos y sueños, y tengo ganas de alcanzarlos”. También confiesa que no le sirve preguntarse por qué le pasó lo que le pasó, como haría cualquiera que estuviese en su lugar, con un diagnóstico de leucemia mieloide que entró como una amenaza en su vida, sino para qué. Y tiene la respuesta: para hacer todo lo que planea de ahora en adelante, sobre todo las campañas para la donación de médula ósea y sangre. “Ese es mi gran objetivo para esta vida: que el día que yo me vaya haya muchas personas más donando para salvar otras vidas”.
Su optimismo es difícil de mensurar, pero también es contagioso. Lo prueban los miles de mensajes que recibe de todas las maneras imaginables. Son personas que quieren hacerle llegar su cariño y sus buenos deseos, pero también que quieren ayudar después de haber escuchado su mensaje y de haber sido testigos de sus gestos solidarios. “Recibí tantas propuestas que tuve que agendarlas, desde chicas que querían hacer pelucas oncológicas hasta una artista que ofreció vender una de sus obras para recaudar dinero”, cuenta. Y remata: “¿Cómo voy a deprimirme ante todo eso? Ahora no paro más y por eso digo que agradezco haber pasado por la leucemia”.
En su cabeza sólo hay planes. Para estudiar, para armar campañas por la donación de médula ósea (“Es una pavada, ni te das cuenta y podés salvar una vida”), para pasar muchas horas con Sofía, para devolver algo de todo el cariño que recibió de tanta gente, para jugar al rugby. “Este año quiero salir campeón”, se entusiasma. Aunque perdió 12 kilos desde que recibió el diagnóstico, ya casi los recuperó y en estos días volverá a ponerse los cortos. “Quiero volver a los entrenamientos cuanto antes, si es posible esta misma semana”, cuenta. Lo motiva especialmente el hecho de que este año jugará con su primo, que subió al primer equipo. Sabe que en su primer partido, el del regreso, será difícil no emocionarse y presiente que ese día volverá a ver una bandera. También intuye lo que leerá allí: “No pasa nada, maestro”.