—Sí. Mi hermano, de chica, me rompía las muñecas y yo les armaba hospitales. Creo que la vocación estuvo siempre. Hice una carrera muy rápida y me recibí en 1974. Me decidí por la pediatría porque no me gustaba tanto tratar las enfermedades de los adultos. Además me gustaba mucho el laboratorio, el microscopio. Fui la última discípula del profesor Juan Pedro Picena, un hombre muy exigente pero con quien entablé una muy buena relación. El sabía muchísimo de morfología de la célula, nos enseñó tantas cosas... Fue quien me dijo que si quería hacer hematología pediátrica me tenía que ir al hospital Gutiérrez, a Buenos Aires. Y fui. Tuve la suerte de formarme con Jorge Peñalver, un precursor en esta especialidad, un gran investigador. El había estado en Filadelfia aprendiendo, y por esas vueltas de la vida, unos años después yo terminé trabajando en Filadelfia.
—¿Cómo fue ese camino?
— Yo hice mi beca en Buenos Aires, como mencioné, que fue una gran experiencia y en tiempos difíciles, de la represión. Viajaba los lunes, regresaba los viernes. Fue una etapa sacrificada. Después con mi marido, que es médico (el ginecólogo Alejandro Ridley) tuvimos la chance de ir a Inglaterra porque él contaba con la ciudadanía británica. Pero finalmente obtuvo una beca en Filadelfia y nos fuimos para allá, con dos hijos pequeños en ese momento, Martín, de 3 años, y Guillermo, de 1. Así que me tocó ir a donde Peñalver había aprendido. La verdad es que yo creía que no iba a poder trabajar teniendo dos criaturas, pero resultó que en Estados Unidos estaba todo muy organizado y logré hacerlo. Me ofrecieron un trabajo rentado pero en el área de oncología, algo que hasta ese momento no había experimentado. Estuve casi tres años. Aprendí allí el valor de las fundaciones para ayudar a personas que tienen diagnóstico de cáncer, y a sus familias. En 1982 regresamos al país. Volvimos por razones familiares. Regresé a Rosario con la especialidad de oncohematóloga. Y lo curioso es que hasta me hicieron un juicio del Colegio de Médicos por poner que era oncohematóloga, algo que acá no existía. Nunca me voy a olvidar, aunque por suerte se resolvió rápido... (sonríe).
—¿Y el Hospital Centenario?
—Bueno, yo había estado trabajando desde mis épocas de estudiante allí. Me alejé ese tiempo en el que me fui a Estados Unidos. Pero cuando volví, retomé la actividad en el hospital. Después, en el 84, ya me puse en campaña para empezar con la fundación (se refiere a la Fundación Argentina Onco Hematológica Pediátrica, Faohp, una entidad prestigiosa y reconocida en todo el país). Mi idea fue darles a los chicos con carencias socioeconómicas las mismas posibilidades que los que tenían recursos.
—¿Cuándo comenzó a atender a pacientes con cáncer infantil?
— Mirá, hay algo particular ahí. Desde mis primeros años —en el Centenario— cada vez que había un chico o chica con leucemia terminaba conmigo, cerca mío. Lamentablemente en esa época casi ninguno sobrevivía, era muy duro. Cuando voy a Estados Unidos y veo que la tasa de supervivencia que tenían allá era mucho mayor, que era otra cosa, empiezo a pensar por qué no teníamos acá esas mismas posibilidades para nuestros pacientes. No es como sucede ahora que accedemos a las mismas drogas, que tenemos los conocimientos, que conocemos los protocolos. En esos tiempos Estados Unidos y Argentina eran dos mundos diferentes.
—Siempre trabajó mucho en equipo. ¿Eso fue un deseo personal o se dio así?
— Resulta que los pediatras somos bastante meticulosos, y los médicos que conocí afuera, algunos de Europa, ya trabajaban de modo cooperativo, fueron pioneros en protocolos de tratamiento. El cáncer infantil es una enfermedad rara, en la que uno no puede trabajar solo. Tenés que unirte, trabajar en conjunto incluso con otros países. Aprendí de ellos que así se debía encarar esto. Acá estuve rodeada de muchos profesionales excelentes en estos años: médicos, enfermeros, psicólogos, gente divina que me ayudó a desarrollar el abordaje de la enfermedad. Incluso, en un momento, me convocaron desde la Sociedad de Pediatría de Argentina para difundir la especialidad en todo el país. En todos esos sitios encontré personas grandiosas. Me acompañaron muy buenos profesionales de los hospitales más importantes del país y formé a muchos residentes en el Centenario y también en la parte privada. Eso me pone muy contenta.
—¿Cuántos diagnósticos hay por año en Rosario? ¿Tienen esos datos?
—Existe un registro hospitalario oncológico argentino desde 2000. Por eso sabemos que en Rosario hay unos 140 nuevos diagnósticos por año entre tumores y leucemias, en niños y adolescentes. No hubo un aumento progresivo de enfermedades oncológicas, sí hay mayor conocimiento, se sabe más, afortunadamente se habla más y las posibilidades de curación son mayores, por lo tanto, la expectativa de que haya una tratamiento exitoso también es mucho más elevada. Los más comunes son los tumores del sistema nervioso central y las leucemias, más lejos le siguen los linfomas, tumores del riñón, neuroblastomas.
—¿En la ciudad contamos con los mismos tratamientos que en otras partes del país?
— Ofrecemos los mismos tratamientos que en Buenos Aires y en otros lugares del mundo. Cada vez se van menos pacientes a otras ciudades. El médico debe permitirlo, pero también informar a la familia que acá se tienen todas las posibilidades, en el sector público y en el privado.
—Pero no siempre fue así...
—No, en el Centenario, por ejemplo, teníamos sala de pediatría pero no una para los pacientes con cáncer. Fuimos mejorando pero no fue nada fácil. En un momento también empezaron a llegar los nuevos tratamientos. Accedimos a drogas novedosas y estrategias probadas para encarar la enfermedad. Ahí se empezó a ver, además, que las medidas de soporte eran tan importantes como el tratamiento mismo. Me refiero a tener una buena vivienda, buena alimentación, buen transporte, educación. Entonces, como yo ya había empezado con la fundación, que iba creciendo y creciendo, vi que necesitábamos recursos para hacer arreglos y conseguimos que nos dieran finalmente un ala del hospital donde hicimos cuatro habitaciones con baño privado para nuestros chicos. Y con un sector exclusivo de enfermería. Eso se hizo desde la fundación. Obviamente enfrentamos dificultades, no teníamos terapia intensiva, por ejemplo, y trasladábamos a los pacientes. Aunque obtuvimos logros, siempre fueron tiempos complicados.
—Emocionalmente debe ser compleja la oncología pediátrica, ¿cómo lo manejó?
— En nuestro equipo se trabajaba y se trabaja mucho con lo emocional, en cómo acompañar al paciente. En una oportunidad estuvo con nosotros una alumna de Suecia. Ella nos contaba que desde el punto de vista tecnológico podían estar más avanzados, pero que los recursos humanos que teníamos nosotros eran fabulosos, que los superábamos ampliamente. El contacto y la comunicación con el paciente era más fluido acá. La alumna quedó encantada con el modo en el que trabajábamos, el cariño que le poníamos cada día a lo que hacíamos. Yo abrazo a los pacientes, les doy besos. Todos lo hacen en el equipo. Ese el modo que tenemos de encarar esta tarea.
—Nunca existió para usted eso de tomar distancia...
—¡Jamás! ¡Todo lo contrario! Para mí siempre fueron mis chicos, eso era lo natural.
—¿Cómo se comunica el diagnóstico? ¿Se habla al mismo tiempo con la familia y con el paciente?
— En mi caso siempre hablo primero con los padres. Evalúo qué quieren hacer ellos y si es posible lo hago en presencia de un psicólogo y de un médico del dolor. Nosotros al médico del dolor lo incorporamos desde el principio, y eso aún hoy es un concepto moderno. Es muy importante que esté desde la hora cero. Yo conté siempre con la doctora Virginia Barbosa que tiene esa especialidad. Lo cierto es que después del impacto de la noticia, la familia debe pensar y decidir cómo transmitírselo al hijo, pero nosotros siempre tuvimos clara una cosa: sugerirles que fueran con la verdad.
—¿Sigue teniendo contacto con chicos y adolescentes a los que atendió?
— ¡Sí! Algunos me buscan por Facebook, por eso me hice cuentas en las redes sociales. He ido a casamientos, cumpleaños de mis pacientes. Hace poco me hicieron una fiesta sorpresa, por mi jubilación. Tengo pacientes ya adultos. Hay uno de ellos, al que le dieron tres veces la extremaunción. Y ahí está, lo más bien. Se terminó curando. Las tasas de sobrevida son realmente muy altas ahora. Casi el 80 por ciento se cura.
—La fundación está construyendo una casa en Virasoro al 800...¿cuál es la idea?
— La gente que está trabajando en este tema en la Fundación lo hace muy bien, con mucho empuje y gran honestidad. Es un sueño que ojalá se pueda cumplir pronto. Es lo que más anhelo desde que fundé Faohp. Está en obras, pero todavía falta. La idea es que allí se queden los chicos que recibieron un trasplante y no tienen vivienda adecuada o están lejos del hospital. Ellos necesitan un espacio correcto, con limpieza, con infraestructura hasta que salgan adelante.
—¿Cómo logró enfrentar las situaciones en las que los tratamientos no daban resultados?
—No es fácil, nada fácil. Pero tengo un concepto espiritual muy profundo. Y eso me ha ayudado mucho. Creo que no desaparecemos definitivamente y eso les he transmitido a los padres, abuelos, hermanos que perdieron a un ser querido. El equipo médico debe formarse de la mejor manera, tiene que ser impecable en eso y ponerle mucho amor a lo que hace, es fundamental. Pero también hay que saber que no todo depende de la medicina, hay muchos factores, tantos como personas. Siempre me enfoqué en hacer mi trabajo lo mejor posible y tengo esa tranquilidad. Y llevo en mi corazón a todos y cada uno de mis pacientes, los muchos que están y los que ya no. Fueron cuarenta años en esta tarea que amé y seguiré amando, pero ahora es otra etapa, y me voy porque es natural que se cumplan ciclos, pero lo hago sabiendo que, desde otro lugar, siempre voy a estar si me necesitan.
"Yo abrazo a los pacientes, les doy besos. Todos lo hacen en el equipo. Es el modo de encarar la tarea"
Medicina no convencional
“En cualquier caso creo que una segunda consulta médica puede ser valiosa, mucho más cuando se trata de algo complicado como el cáncer, un diagnóstico muy difícil para la familia de un chico o adolescente”, comentó la médica Mónica Matus.
“Justamente yo promovía eso desde el servicio y hasta les ofrecía una consulta en el exterior. Era una tranquilidad para ese grupo familiar y lo era para mí como profesional. Otro tema que siempre alenté fue que la gente me dijera desde el principio toda la verdad sobre las medicinas alternativas a las que recurrían. El ciento por ciento de las madres y padres de los chicos con cáncer recurren a ellas aunque los padres sean médicos. Entonces les decía: vayan donde vayan me cuentan y les tenía lista la carpeta médica para que la llevaran donde quisieran, a Estados Unidos, a Buenos Aires, a Córdoba. Yo no tenía ningún problema en que me comunicaran si iban a una curandera, si visitaban al padre Ignacio o lo que su creencia o necesidad les indicara, pero sí había un límite: que no tomaran ni comieran ni se inyectaran nada por fuera del tratamiento, porque cualquier cosa extra, desconocida, sumada a la quimioterapia, podía ser fatal para ese chico”, destacó la oncohematóloga.
Matus hizo hincapié en que para ella era “muy importante que la familia estuviese tranquila de poder hablar”. Ese modo de ejercer la medicina lo desplegaba en el Centenario, en el Sanatorio de Niños —donde también trabajó— y en el Instituto de Oncología y Hematología de Rosario.
“Hay tantas personas valiosas con las que me encontré en mi carrera. Y los papás y las mamás que fueron de tanta ayuda. Hacíamos talleres de lectura, de juegos. Pasamos de una época en la que los padres me prohibían que les dijera a los hijos que tenían cáncer a otra en la que trabajábamos codo a codo, siempre con la verdad, difundiendo, ayudándonos unos a otros”.