Las hay a tono con los salones de trastienda del tiempo de la Ley Seca en Estados Unidos; las hay surgidas de la necesidad de artistas y públicos de un espacio común que resuelva show y gastronomía a precios populares. En cualquier caso, la adrenalina de pertenecer a un territorio pequeño pero oculto, a cierta comunidad, es uno de los ingredientes principales del circuito, a contramano del clima exhibicionista de época.
La noticia acerca de estos reductos semisecretos, que en Europa funcionan incluso dentro de lujosos hoteles y se conocen como “clandestinos”, circula de boca en boca, a través de redes sociales, por referencias de quien antes pasó por allí y lo recomienda. Lo paradójico es que en un contexto de máxima exposición y digitalización de la vida cotidiana, incluso de búsqueda de validación externa, aquí la fuerza de lo tapado, lo vivencial y lo íntimo refuerzan el encanto de la experiencia e invitan a compartirla, según cuentan a La Capital algunos de sus protagonistas.
Arte en Felipa, la casa del fondo
Años atrás, Ana Chisari heredó una antigua casa de pasillo próxima a la plaza López que había sido de su abuela Felipa. “No la podía alquilar porque estaba destruida, así que empecé a arreglarla para usarla como depósito de mis títeres de gran tamaño, el vestuario, los objetos, la escenografía”, recuerda quien además trabaja como actriz y titiritera en dos compañías teatrales. Con sus grupos realizaba allí algunos ensayos, más tarde se estrenó el monólogo de una compañera. Después unos preguntaron sí podían ensayar y actuar, otros dictar talleres. El año pasado, Chisari tiró una pared abajo y en un sector elevado generó un espacio para hacer la técnica de los espectáculos. Tiene luces, sonido y camarines.
“Se fue dando algo impensado y me sobrepasó. La gente se va contenta. Dicen que la casa tiene magia. Nadie la habita pero cobija, está viva”, resume la mujer de 54 años sobre La Felipa o “Felipa, la casa del fondo”, así llamada porque se llega a ella tras recorrer un largo pasillo hacia el centro de manzana. Cuando hay un evento programado, alguien espera en la calle con una lista de nombres, y una vez que entraron todos se encienden las luces puertas adentro.
Gastronomía, y arte "a la gorra"
“Las funciones son para 30 personas como mucho, a la gorra o con una entrada realmente popular. En el bufet se venden gaseosas, vino, cerveza, pizza y empanadas. Termina la obra y corremos las sillas, sigue la velada y a veces se arma peña. El límite es la medianoche”, agrega acerca de la dinámica en la propiedad. “Se hicieron muestras de flamenco que tomaron toda la casa (el público está un rato en cada habitación), presentaciones de libros, lecturas de poesía, sesiones de fotos, recitales. Hay talleres de comicidad, de ukelele, de canto, de yoga. Ya prácticamente no tengo horarios para dar”, admite y revela: “Me rendiría más alquilarle la casa a una familia y desentenderme porque es toda una movida la gestión, pero apuesto a la cultura, al intercambio con otras disciplinas. En Rosario hay muchos artistas y el teatro se está activando; de hecho, quiero hacer una obra y estoy en lista de espera porque todas las salas independientes están ocupadas”. Vista así, La Felipa no es sólo un secreto a voces sino que llena un vacío, más aún tras el cierre reciente de un centro cultural que se ubicaba en las cercanías, La Peruta.
Intrigas de palacio
Si la cuarentena por Covid bajó la persiana de muchos restaurantes, en la pospandemia surgieron varios a puertas cerradas, gestionados por distintos chefs en sus propias casas. Su aparición se entroncó con la moda de los speakeasy, bares camuflados a los que se accedía con contraseña para beber el alcohol prohibido por la Ley Seca, y que son una tendencia de consumo a nivel mundial. Una década atrás hubo un antecedente en pleno centro de Rosario que se extendió durante un año en el emblemático Palacio Fuentes, donde a la sazón existió entre 1927 y 1959 un lujoso restaurant y salón de fiestas: el Cifré, en el subsuelo de Sarmiento 722.
“Cifré speakeasy se llamaba”, cuenta sobre aquel ciclo pionero Luis Gindre, más conocido como Bebe o Bebelo, y dueño del departamento que ocupaban entre 50 y 80 personas una vez por semana para disfrutar un menú de cinco pasos, amenizado con música en vivo. “Era una expresión cultural, artística y gastronómica más que comercial. La gente que venía la pasó bien, pero los vecinos nos pidieron que no lo hiciéramos más”, abunda acerca de las míticas reuniones a las que asistían “personalidades invitadas que pagaban una tarjeta, y no era barata”.
“Éramos el Cifré secreto. La gente venía a investigar. La propuesta generaba curiosidad y se empezó a correr la bola. Pero no se podía tocar la puerta y entrar, era con reserva. Había una maŒtre que los recibía. A las 12 subíamos a la terraza a escuchar las campanadas y había algo de romanticismo, algo histórico. Fue una aventura, fue muy teatral”, lo evoca Gindre, publicista de 53 años.
El inicio
Todo había comenzado porque a un amigo chef lo despidieron de su trabajo y le pagaron con mobiliario de un restaurant. Bebe Gindre se asoció con él y cedió el espacio, ya de por sí con mucha historia en el rubro. “La cosa tomó vuelo e incluso despertaba celos, aunque no nos dejaba ganancia”, acota. La última cena terminó con la intervención de la policía por denuncias de los vecinos. No obstante, “quedó un buen recuerdo”.
Hoy hay emprendimientos por el estilo en casas particulares o en locales ocultos diseminados en barrios como Pichincha, Fisherton y Agote. Las direcciones, obviamente, no pueden proporcionarse. Pero el que las busca, las encuentra.
La moderna puerta de chapa pasa desapercibida para los transeúntes de esa calle del casco histórico. No hay vidriera ni carteles. “El lugar de afuera no te dice nada, pero cruzás la puerta y ves una escalera antigua. Eso es raro, la gente no sabe adónde entra, no se imagina lo que va a haber. Me emociona ver la cara que ponen cuando lo descubren”. Quien habla es Pacho, músico y residente de la casa donde funciona La Lengua del Juglar, “un espacio para el arte y la cultura en el centro de Rosario”, según se presenta en redes.
“Nuestro circuito está relacionado con artistas, es más para conciertos. La construcción es muy grande y está en venta hace 30 años”, agrega. Como quedó de alguna manera aislada, “por suerte no molestamos a ningún vecino. Ya no quedan lugares así en Rosario, antes había pero se fueron perdiendo. Y eso resulta atractivo para la gente”.
Espacio para expresarse
“Esto no es un negocio ni un bar clandestino, le queremos dar un espacio a los artistas para expresarse”, explica Pacho, de 43 años. “Desde que empezamos, abrieron propuestas similares en casas o espacios privados. Se ve que fue un incentivo para que otra gente hiciera lo mismo, lo cual revitaliza la cultura de la ciudad. Por lo menos, los artistas y el público nos dijeron que hacía falta”.
El quid de la cuestión, menciona, es que no fue reglamentada la ordenanza de espacios culturales aprobada en 2024, tras un reclamo del sector autogestivo e independiente en medio del debate por la nueva nocturnidad.
Lecturas, performances y shows
Devenida en centro cultural, La Lengua del Juglar albergó en el último año y medio exposiciones de pintura y fotografía, presentaciones de libros y lecturas de poesía, performances, proyección de películas y shows musicales de distintos géneros.
Cuenta con barra de comida y bebidas. Pacho explica el espíritu del emprendimiento: “El juglar es una figura típica del medioevo que llevaba mensajes en sus canciones y por eso, para castigarlo, le cortaban la lengua. Nosotros nos sentimos como un espacio de resistencia, y quisimos dar ese enfoque. Acá puede venir la gente a decir lo que no puede en otros lugares, públicamente. Acá no hay censura, a nadie se le corta la lengua”.