En las últimas décadas, el mar dejó de ser solo un espacio de tránsito, pesca o paisaje para convertirse en una de las principales fronteras estratégicas del siglo XXI. Bajo su superficie se concentran hoy algunas de las apuestas más fuertes de la economía global: energía fósil, minerales considerados críticos para la transición energética y rutas clave para el comercio internacional. No es casual que, a escala global, en los últimos diez años las áreas marinas hayan concentrado más de la mitad de los descubrimientos de hidrocarburos convencionales.
Pero es en ese mismo espacio donde se vuelven cada vez más visibles las tensiones entre extractivismo, protección ambiental y disputas geopolíticas. El contraste entre la reciente decisión de Noruega de frenar la minería en aguas profundas y el rechazo argentino a la explotación petrolera offshore muestra que no todos los límites al extractivismo responden a las mismas lógicas. A partir de ese contraste, se impone una pregunta central para la acción climática: ¿qué criterios terminan pesando hoy en las decisiones estatales sobre la explotación del mar?
A principios de diciembre, Noruega decidió dejar de otorgar licencias para la explotación en aguas profundas y suspender hasta 2029 los proyectos ya presentados. La medida, justificada en la necesidad de profundizar el análisis regulatorio y la investigación científica, apunta a evaluar los impactos sobre ecosistemas marinos sensibles y los tiempos de recuperación de los hábitats profundos, para evitar daños irreversibles.
El freno, surgido de un acuerdo entre el gobierno y el opositor Partido de la Izquierda Socialista, marca un giro significativo respecto de la posición adoptada menos de un año atrás, cuando el Parlamento había habilitado más de 280.000 kilómetros cuadrados para exploración.
La decisión sorprendió tanto a empresas como a analistas, ya que es contraria a la estrategia europea de reforzar la autonomía en el suministro de minerales críticos para la transición energética y las tecnologías de defensa.
Subtítulo: Soberanía y disputa en el Atlántico Sur
Por su parte, Argentina rechazó el desarrollo de un yacimiento petrolero offshore al norte de las Islas Malvinas. A diferencia del caso noruego, la negativa no estuvo vinculada a consideraciones ambientales, sino a razones de soberanía: el gobierno calificó el proyecto como una acción unilateral del Reino Unido realizada sin la aprobación de las autoridades argentinas.
En un comunicado, la Cancillería sostuvo que la Argentina no reconoce competencia ni jurisdicción a ninguna autoridad distinta de la propia para habilitar actividades vinculadas a hidrocarburos en la zona, y afirmó que el emprendimiento viola la Ley 26.659 y es incompatible con la Resolución 31/49 de la Asamblea General de las Naciones Unidas. También recordó que las empresas involucradas ya habían sido sancionadas y que en 2022 se dispuso su inhabilitación para operar en el país por un plazo de veinte años.
El verdadero desafío no es solo si se explota o no el mar, sino desde qué argumentos se toman esas decisiones. Aunque ambas decisiones implican un freno a la explotación offshore, no responden a los mismos criterios ni producen los mismos efectos en términos de acción climática. Cuando este tipo de debates quedan absorbidos por disputas históricas y geopolíticas, la dimensión ambiental tiende a quedar relegada. En ese escenario, mientras en algunos países el ambiente comienza a funcionar como un límite político y productivo, en otros sigue siendo un factor secundario, desplazado por dinámicas sociopolíticas específicas.