No se puede negar que Trump tiene valor, o al menos fuertes dosis de inconsciencia. Su desconfianza visceral hacia los profesionales de la diplomacia lo llevó a chocarse contra la pared en Hanoi. Todo jefe de Estado tradicional y responsable evita este tipo de tropiezos mediante un expediente sencillo: deja negociar a los especialistas de su cancillería, el Departamento de Estado en este caso. Después, si hay acuerdos de base, se sigue adelante con reuniones entre "sherpas" y cancilleres y finalmente, si todo cierra, se hace la cumbre de presidentes. Cierto, siempre puede fallar, sobre todo cuando el tema es muy complejo y de larga data, como este, y el presidente que lidera las negociaciones apuesta a la preeminencia de su figura para forzar un resultado. Algo que no es privativo del volcánico Trump. Un ejemplo de manual: las fallidas negociaciones palestino-israelíes de Camp David en el 2000, impulsadas por Bill Clinton en su último año de mandato. Duraron 14 días, y se estuvo muy cerca de un acuerdo final, que hubiese ahorrado ríos de sangre y padecimientos, pero Yasser Arafat se negó al acuerdo con Ehud Barak.