Le pregunté si conocía la expresión "gajes del oficio". Me dijo que sí, que la había escuchado, aunque no sabía explicármela con precisión. Lo cierto es que ella hizo su peculiar versión de la frase. El eructo era la consecuencia casi inevitable de beber, una secuela negativa de la necesidad de saciar la sed. El diccionario de la RAE define gajes del oficio como "las molestias o perjuicios que se experimentan con motivo de un empleo o una dedicación". Una precisa e ingeniosa transferencia la suya.
Los golpes de ingenio en el uso y la recreación del lenguaje que tienen los niños y las niñas son admirables. Resulta apasionante esa dinámica de asimilación de lo que leen y de lo que oyen. Tanto en la vida cotidiana como en la escuela. Podemos aprender mucho de los niños y las niñas.
Nosotros, los adultos, somos testigos superficiales de esos pequeños milagros lingüísticos. Los celebramos cuando se producen, pero no los registramos, no los contamos, no los analizamos. (Otras aportaciones de Carla al lenguaje: papá, me estás "mentirando" (mentira, debería proceder del verbo "mentirar", claro); eres el mejor "mecerista" del mundo (estaba yo impulsando su mecedora); no le eches más azúcar, que el cola-cao se pone "azucaroso"; quiero ver un "uvero", un "perero" y un "manzanero"...).
Parece que solo pueden aprender los alumnos porque ellos son los únicos protagonistas del aprendizaje. Y que nosotros los profesores solo podemos enseñar, porque somos los profesionales de la enseñanza. Pero lo cierto es que los alumnos también pueden enseñar a los docentes y éstos también pueden aprender de los alumnos.
Hace algunos años publiqué en la editorial Homo Sapiens (Rosario) un libro titulado Enseñar o el oficio de aprender. Quería decir, entre muchas otras cosas, que los profesores tenemos la obligación de aprender, precisamente porque realizamos la tarea de enseñar. Solo si estamos en una actitud de aprendizaje podemos ejercer la enseñanza.
Rico manantial
Se puede beber agua en muchas fuentes. Pero uno de los más ricos y abundantes manantiales son los alumnos y las alumnas. Sus preguntas, sus construcciones gramaticales, sus ideas, sus reacciones... son fuentes de aguas prístinas.
No se ha sistematizado ni reflexionado mucho sobre esta inversión de papeles, pero creo que sería muy interesante y muy provechoso hacerlo. Los alumnos y las alumnas como enseñantes. Y los profesores y profesoras como aprendices. Las personas inteligentes aprenden siempre, las otras, tratan de enseñar a todas horas.
Con sus preguntas nos enseñan dónde están sus intereses, cuáles son sus dificultades, qué tipo de concepciones tienen sobre la realidad, sobre las cosas, sobre las personas... Hay que educar los oídos para saber escuchar, hay que educar los ojos para saber ver.
No tienen la pretensión de enseñar, no tienen la petulancia de sentirse superiores a los demás por lo que saben. Tienen la sencillez del sabio que no quiere deslumbrar a nadie. Y dicen cosas maravillosas.
Muchas veces pasan inadvertidas porque ni prestamos atención. Cuando la prestamos suele ser de manera efímera. Y esa joya lingüística, intelectual, emocional, se pierde entre los pliegues de nuestras ocupaciones y preocupaciones de adultos.
Podemos aprender de ellos y sobre ellos. Sobre ellos y sobre nosotros. Podemos aprender de nuestras relaciones con ellos. Y lo tenemos que hacer porque es preciso conocerlos bien para poder enseñarles con eficacia. Tenemos que aprender para conocernos a nosotros mismos. Y cuál es la naturaleza de ese vínculo enriquecedor que es la enseñanza y el aprendizaje.
Conté en otro artículo de este blog (El Ardave) que una profesora de Santiago de Compostela había colocado el primer día de clase una pegatina en la espalda de cada niño con su nombre por si lo veía de espaldas poder nombrarlos. A uno de los niños se le cayó la pegatina al suelo, la recogió y se dirigió a la maestra diciendo:
—Seño, se me ha caído el precio.
¿Qué ha dicho el niño? ¿Qué nos ha enseñado? ¿Qué nos ha explicado con su frase sobre la sociedad en que vivimos, sobre la cultura neoliberal que habitamos, sobre la comercialización de la vida?
Pondré más ejemplos. Este relacionado con un tema tan peliagudo como la muerte. Fijémonos en todo lo que esconde el pensamiento de este niño de 10 años: "Desde luego, si me muero, yo no aguanto".
Pablo Motos ha publicado tres libros singulares con el mismo título "Frases célebres de niños". Me gustan los libros. No me gusta el título. Porque no se trata de frases célebres sino de frases ingeniosas. ¿Por qué célebres? Son tres libros con verdaderas lecciones impartidas por esos pequeños profesores. Con su intuición, con su ingenio, con su creatividad.
El sentimiento religioso es una fuente inagotable de enseñanzas. Pondré algunos ejemplos. Reza un pequeño:
— Señor, te doy gracias por mi hermanito, pero yo te había pedido un perro.
Me has hecho caso, Señor, pero no de forma muy precisa. Me has concedido un favor que agradezco, pero no has atendido adecuadamente mi petición, está diciendo el niño.
Al salir de misa, un niño, se dirige a su padre para manifestar su preocupación por las insuficientes explicaciones recibidas:
—Eso de que Jesús está en la galleta me lo vas a tener que explicar más despacio.
Al ver acercarse un trono en Semana Santa con una imagen de la Virgen llena de velas, un niño le dice a su mamá, entre sorprendido y curioso:
—Mamá, ¿dónde trae la tarta?
¿Cómo puede pasar inadvertida la respuesta de un niño ante la pregunta de qué fiesta se celebra el día 22 de abril?
—San Cervantes.
El canoniza a una persona que reúne rodas las cualidades deseables, las más admirables, las más honrosas. ¡San Cervantes!
Ingenio y sabiduría
Los niños nos dicen (nos enseñan) contenidos de gran riqueza. Como aquel que llevaba con gran esfuerzo sobre sus espaldas a un compañero que se había lastimado una pierna. Alguien le pregunta:
—Pesa mucho, ¿eh?
—Qué va, si es mi amigo, contesta muy ufano.
El ingenio no tiene límites. Una niña que, al nacer, había permanecido unos meses en una incubadora, decía que a ella, de pequeñita, le habían llevado durante un tiempo a una residencia.
Ahí tenemos, exprimida por Quino, la maravillosa sabiduría de su personaje Mafalda. Cuántas lecciones. Ya sé que es el libro de un adulto. Pero es un libro sobre el pensamiento de una niña. Cuántas enseñanzas.
Podemos aprender de sus palabras, de sus actitudes, de su forma de relacionarse, de su comunicación con las cosas, con las plantas, con los animales... Aprender de los hijos y de las hijas. Aprender de los alumnos y las alumnas. Deberíamos aprovechar ese enorme caudal de enseñanzas. Informales, poco estructuradas, no intencionales. Pero sumamente eficaces si tenemos inteligencia y sensibilidad.
(*) El título original del artículo es "Gases del oficio".