Dicen que detrás de un gran hombre hay una gran mujer. Y se podría decir que detrás de un gran hospital hay grandes almas voluntariosas que trabajan en silencio para que todo funcione lo mejor posible. Así son las costureras del Vilela. No reciben aplausos ni reconocimiento económico, ni siquiera ven la cara de alegría cuando los chicos reciben la ropita nueva o los envuelven en toallas inmaculadas que ellas mismas confeccionaron. Pero siguen trabajando con mucho amor y sin esperar nada a cambio.
Hace muchos años, en la década del 30, cuando comenzó a funcionar el Hospital de Niños Víctor J. Vilela en la ciudad, se armaron grupos de voluntarias para cubrir las diversas necesidades. Algunas se arremangaron para cocinar, otras para cuidar a los chicos, acompañar a los padres y otras para coser, arreglar y hasta fabricar ropa para los niños internados.
El equipo de voluntarias fue creciendo año tras año y nunca se cerró. Hoy siguen trabajando a una cuadra del Vilela. Allí un grupo de mujeres realiza las prendas más hermosas para los chicos que llegan a internarse "con lo puesto".
Todos los martes y jueves, llueva o truene, en Italia y Amenábar las costureras se reúnen de 14 a 18 para hacer de retazos prendas primorosas. Las mujeres llegan y se visten con el delantal verde, que las identifica como voluntarias del Vilela. Y mientras conversan de las cosas que pasaron en la semana, buscan la tarea que les espera esa tarde.
Cada una sabe lo que debe hacer. Hay quien despliega los retazos y mide con el centímetro, otra que carga una parva de prendas y se sienta frente a la máquina de coser Singer a pedal para empezar a unir las piezas. Otra es experta en remallar y a ella le pertenece el rincón donde se encuentra el aparato con el que cumple su labor.
Así, entre puntada y puntada van confeccionando baberos, calzoncillos, bombachas, ranitas, enteritos, buzos, pantalones, mantas, pijamas...
La realidad es que muchas mamás llegan al hospital por una urgencia, o van a una consulta y los niños deben quedar internados. Para muchas de ellas es imposible volver a buscar ropa a su casa o
porque viven muy lejos, incluso en otras ciudades, o porque no tienen con quién dejar al bebé, entonces necesitan sí o sí algo para poder cambiar a sus hijos. Ahí acuden las voluntarias a auxiliarlas.
Lo increíble es que ellas están para todo. Porque no se limitan sólo a coser. También tejen y en una oportunidad hasta confeccionaron un vestido de bautismo para una nena que estaba muy grave. Tampoco les faltó energía para coser el vestido de 15 de una joven paciente del servicio de oncología. Son felices haciéndolo y sabiendo que con su trabajo pueden ayudar.
"Hacemos las toallas para el hospital", cuenta Herminia Cereseto de Dou, una de las costureras más antiguas. A poco de cumplir 90 años despliega una prenda para mostrar el perfecto remallado final. Ella es la que más conoce el oficio y ya va a cumplir 30 años de voluntaria.
Recuerda que cuando se jubiló de docente decidió hacer algo para ayudar a los más desprotegidos. "No me podía quedar en mi casa sin hacer nada", reconoce y cuenta que una amiga la invitó a participar. Desde entonces se quedó.
Pero no siempre todo funcionó bien. Herminia recuerda cuando más de una vez se quedaron sin lugar donde coser con las máquinas bajo la lluvia. Y los distintos lugares adonde debieron mudarse. "Al principio las costureras trabajábamos en el mismo hospital pero después el trabajo se fue agrandando y no quedó lugar. No faltaron voluntarias que ofrecieron sus casas y así muchas veces nos reuníamos a coser para el hospital en el domicilio de alguna de ellas", rememora.
Hoy el costurero tiene sede propia en Amenábar e Italia. Se trata de un local lo suficientemente amplio para albergar tres máquinas de coser a pedal, dos eléctricas y tres remalladoras, además de roperos a donde se van guardando las prendas listas y las donaciones de tela que van llegando.
No falta una gran mesa. Allí se despliegan los rollos de tela, se cortan y se diseñan los moldes, pero también es el lugar de reunión porque las costureras no se van de allí si no merendaron antes.
Pasadas las 17 se tiende un mantel y se colocan prolijamente en la mesa los alimentos que cada uno llevó: facturas, sándwiches, masitas, té, mate y café. "Esto no falta nunca", dice Angélica Tazzioli, que va a cumplir 20 años de costurera.
"Nunca quise coser, nunca me gustó pero aquí estoy", confiesa con simpatía. Ella reconoce que es la que se ocupa de "hacer reír" a sus compañeras de costura mientras trabajan y dice que lo que más le gusta en la vida son los niños. Cuando sus hijos crecieron tuvo hogar de tránsito en su casa y después se presentó en el hospital para ser voluntaria. Pero no la aceptaron porque ya había cumplido los 60 años. Entonces le contaron del costurero, y aunque siempre había sido enemiga de las agujas, decidió ir. Y no se fue más...
"Lo que más me gusta es que encontré un grupo de gente excelente con quienes comparto lo que me pasa, y nos ayudamos entre nosotras. Además vamos al cine y yo invito a mi casa y les cocino. ¡La pasamos muy bien!", comenta. Sus compañeras comparten ampliamente los comentarios de Angélica, que muy inquieta y activa a pesar de sus 81 años, ya se ofreció para ir a leer a los chicos internados.
Alicia Acrich tiene 65 años y es la más joven del grupo. Ahora además es la coordinadora y le fascina coser. "Llegué acá por lo mismo, quería hacer algo por quien lo necesitara pero tenía miedo del hospital, de ver chicos sufriendo, por eso vine al costurero", relata. Sin embargo, además de prestar sus excelentes servicios en el hospital, también se atrevió a superarse y ahora combina días de costurera con el acompañamiento de los chicos internados.
Mientras Alicia cuenta su historia las demás le piden que muestre una de sus creaciones. Es un pantalón pequeño que "fabricó" con un pulóver que donó una casa de ropa porque estaba fallado. Ella sacó el molde, y logró una prenda nueva.
Beatriz Fucci, Perla Barr, Ana Quinteros, Catalina Masía y Clarita Kovacevich son las demás costureras que también trabajan.
Reconocen que encontraron un lugar que las hace felices, al que extrañan cuando no pueden ir y aseguran que aunque no vean la sonrisa de los chicos que ellas visten se los imaginan. Desde ese rincón de la ciudad estas mujeres piden más manos, algo más de ayuda y sobre todo gente que quiera como ellas, brindar su tiempo y su afecto a los demás.