Ojalá muera aquí, en esta pieza,
en esta cama, en esta posición:
mirando el árbol que siempre miro
la tardecita del domingo;
que no me saquen vivo,
que no vaya a parar a un sanatorio
y me llenen de caños y jarras
colgándome sobre la cabeza.
Y accidente tampoco. No dan tiempo
para romper papeles comprometedores.
En contraprestación, yo con la muerte
pelearé desganado. Como en un partido
de fútbol arreglado. Sin honor,
abatido. Como corresponde.
Sólo eso pido. Si en casa no hay nadie,
por ahí mejor. Total, puedo esperar
que vengan. Puedo esperar
tranquilo, por un montón de tiempo.
Si no quieren que vuelva por la noche,
que ellos se ocupen de los ritos fúnebres:
a mí no me disgustaría
—ellos lo saben bien— volver, meterme
y opinar sobre alguna cosita.
Que me saquen, entonces, con todo
resuelto. Que me bajen por la escalera
en andas de enfermeros que no leen
jamás una poesía, bien patético,
y que atraviese horizontal, destronado,
el límite del reino de los otros.
Con los pies adelante. Juntos. En oración
pedestre, justamente. En oración
de alabanza a la gloria de la vida.