Bariloche, con la cercanía de una nueva temporada invernal, se prepara ya para recibir a miles de visitantes del país y del extranjero, pasado el chubasco de la erupción del volcán chileno Cabulco, que roció la zona con un fino polvo durante dos días. La época reverdece numerosas historias de los pioneros que con su labor ayudaron a cimentar la proyección de la vistosa ciudad cordillerana.
Entre esas historias está la del alemán Otto Meiling, uno de los primeros pobladores de esa ciudad que nació como una mezcla entre una colonia agrícola ganadera y una villa de montaña, y que parece una película sobre los grupos filonazis que se reunían a mediados del siglo pasado en su misteriosa casa de madera del cerro que lleva su hombre, Berghof (villa de montaña, en alemán), hoy convertida en museo, junto a un centro cultural y restaurante y casa de té con la mejor vista de la ciudad.
Don Otto, nacido en Alemania en 1930, se enamoró del cerro que hoy lleva su nombre y le compró una lonja de unas siete hectáreas del mismo al alemán Bock, la forestó con pinos y construyó cerca de la cima su casa Berghof, el primer refugio de montaña de la ciudad y primera fábrica de esquíes de Sudamérica, que luego daría origen al Club Andino Bariloche, que nuclea a los montañistas de la región.
La cautivante historia de los nazis en la Argentina es contada con precaución por los pobladores de esta ciudad. “No nos gusta mucho el nombre de Berghof porque está muy asociado con las juventudes nazis. Berghof quiere decir villa de montaña. Hitler también tenía una, pero no quiere decir «villa de montaña de Hitler»”, intenta aclarar Claudio Fidani, el montañista, alma mater del Club Andino Bariloche y concesionario del Refugio Berghof, donde funcionan el centro cultural y el restaurante, en lo alto del cerro, al que uno llega luego de subir un camino de pendientes muy pronunciadas.
En realidad, don Otto construyó en 1932 su casa de madera en lo alto de un cerro de 1.200 metros de altura sobre el nivel del mar, junto a un bosque de lengas, donde se reunían con sus amigos simpatizantes de las juventudes nazis, basados en el movimiento Tempestad e ímpetu, que data del siglo XIV.
“Construyó su casa de espaldas a la montaña, en un lugar donde no golpea el viento. Si me pedís que elija una imagen de Bariloche, me quedo con esta del bosque de lengas en la entrada de la casa de don Otto. Esto es Bariloche”, sorprende el montañista, un cordobés de 54 años que, como tantos aquí, encontró su lugar en el mundo.
“Plantamos mil plantines de lenga y prendieron muy bien porque queremos recuperar las especies nativas y sacar los pinos, que son especies exóticas”, se entusiasma Claudio, en relación a los pinos de Canadá y Estados Unidos plantados en el siglo pasado, que crecen ocho veces más rápido que los árboles nativos, pero que acidifican la tierra y no dejan crecer el verde debajo.
Una casa misteriosa. La casa de Meiling encierra rastros del paso de los nazis por la Argentina. Una pequeña casa con techo a dos aguas y hogar a leña construida totalmente en madera de ciprés, donde uno entra y lo atrapa el aroma de las paredes y de la humedad, y que transporta al pasado en una atmósfera ambientada por los muebles y los objetos de su extinto dueño.
Fidani toma el viejo acordeón marca Homer de don Otto, hace sonar unos acordes tangueros y el aire se inunda de una magia inquietante. Hay fotos de don Otto con sus amigos, papeles y fichas de montañista del Club Andino Bariloche, un antiguo tocadiscos, una radio y el baño (que fue uno de los primeros en Bariloche), donde están colgados unos calzoncillos largos de Otto. “Cuando hacemos la visita guiada de noche, venimos con unas velas que no se apagan y, a veces, mojamos unas medias y las dejamos goteando en el baño”, se ríe Fidani como un chico por la travesura de asustar a los visitantes.
“Otto estaba casado, pero su mujer vivía en el llano y él en la montaña, solo. En su juventud estuvo muy enamorado de Luisa Capraro, una vecina del cerro. Hay fotos de esa época en las que aparece Luisa con Otto y sus amigos”, revela Fidani.
“Don Otto subía todos los días el cerro caminando, y a los 79 años escaló por última vez el Tronador. Acá tenía el refugio de montaña, donde los que querían esquiar debían hacer primero gimnasia y picar leña. Cuando empezó la Segunda Guerra Mundial, los oligarcas argentinos no podían ir a esquiar a Europa, entonces algunos vinieron a esquiar aquí, pero cuando vieron todo lo que tenían que hacer antes se fueron a contratar un profesor suizo. Me parece que mucho no les gustó”, sonríe Fidani.
Una de las leyendas que circulan desde hace años da cuenta que existe un diario de viaje de don Otto, que alguien se lo robó. “Don Otto está enterrado en el cerro, en una fosa que cavó él mismo y que mostraba a los amigos. «Mirá, aquí es donde voy a estar», te decía”.