Siendo las 5.30 del sábado 12 de abril de 2014, emprendemos con mi esposa y una pareja amiga un viaje con destino a Gualeguaychú, Entre Ríos, para ver al Indio Solari y poder cumplir mi sueño desde la adolescencia. El recorrido fue tranquilo hasta Zarate, de ahí en adelante todo fue cambiando de color, ya se sentía en el ambiente ese sabor a pasión, muy parecido al de seguir a un equipo de fútbol. Estaciones de servicios colapsadas, mucho tránsito, banderas, cánticos, accidentes, nada que no haya visto antes. Y llegamos a destino. Caos total, kilómetros y kilómetros de cola en el tránsito. Sin ningún tipo de señalización por donde había que dirigirse para poder llegar al tan ansiado recital, que tenía lugar el mismo día a las 21.30 en el hipódromo de esa ciudad. Los automovilistas hacían todo lo que no se debía hacer para poder llegar, carriles de rutas y autopista en contramano, no importaba nada, sólo llegar. Cada tanto había algún que otro uniformado que sólo decía “sigan a la manada”, y que a algún lugar llegaríamos. Sí, llegamos a las 14. Llegamos lo más cerca posible que se podía llegar con el vehículo, que era a dos kilómetros del ingreso a la ciudad de Gualeguaychú. De la única manera que se podía ingresar a la ciudad era caminando. Con mucho inconformismo acatamos las órdenes del bendito sistema. Pero bueno, ya estábamos donde queríamos, ya faltaba un poco para llegar al recital, la peregrinación era bastante extensa, dos kilómetros para ingresar a la ciudad y otros cuatro kilómetros para llegar al hipódromo. Pero como todo tiene su precio, no sólo nosotros sino la gran masa ricotera lo haría. Luego de comer algo para juntar fuerzas y coraje comenzamos a caminar y luego de tres horas llegamos a destino, con bastante antelación. Y entramos al hipódromo, sí, yo sólo quería llegar ahí, y llegamos. El terreno era de tierra, que con el paso de los minutos se convertiría en lodo. Pero eso no importaba, sólo importaba ver el show. Dentro del complejo, baños químicos hasta el hartazgo, puestos médicos, tiendas oficiales, cantinas, todo lo que se necesitaba. Recorriendo el campo, llegamos a tan sólo unos 80 metros del escenario principal. De a poco se llenaba de espectadores cubiertos de lodo. Luego de tres horas de espera, a las 22.30, se apagaron las luces y al ritmo de los tambores tipo ritual pagano comenzó el show. Era imposible sostenerse, la presión era mucha, mi corazón iba al ritmo de la música y apareció la persona que siempre quise ver, con esa rapada cabeza inconfundible, lo vi, sí, al fin lo vi. Entre saltos, empujones, tratando de mantenernos de pie. Sólo quería verlo. De pronto fue tanta la presión que al ver los ojos de mi señora, decidí retirarme del lugar a un sitio más alejado, era imposible, a instantes del desmayo de ambos logramos retirarnos a un lugar un poquito más aireado, pero no era mucho, y así hasta las puertas de ingreso. Cada paso que se daba era enterrarse hasta la rodilla. Luego del pogo más grande del mundo y un show de fuegos artificiales impresionante, nos retiramos rumbo a esa caminata eterna de 6 kilómetros hacia el auto, con un viento helado que te perforaba los huesos. La retirada de la ciudad fue más de lo mismo que lo fue al ingreso, sólo que ya era de madrugada y estábamos mucho más cansados. Por eso mi pregunta es cuál es límite para, en este caso, ver un recital. Un buen líder al menos se tendría que haber preocupado con mayor antelación para solucionar el terreno tirando aserrín o lo que sea para mejorarlo. Creo que esas 170 mil personas se merecían un poco más que un show de dos horas.