Cuando mi papá me llevó al cine Palace a ver Laberinto en 1986 no imaginaba lo determinante que iba a ser ese hecho para mi vida. Ya desde esa experiencia prematura pude percibir con claridad que David Bowie no era como nadie más. No sólo como ninguna otra estrella del rock o el cine, sino como ningún otro ser humano.
Haberme convertido en fan (muy fan) de Bowie desde tan chico, en esta parte del mundo y en aquellos años, no fue necesariamente sencillo en términos sociales, pero fue una fuente de conocimiento y goce estético inagotable. No hace falta —menos en estos días tan inundados de obituarios— que enumere aquí su enorme e inigualable talento como artista, cantante, compositor y performer, su incansable lucha por correr las barreras de lo preestablecido y la cualidad casi divina que rodea a su persona, porque creo a esta altura (no fue siempre así, al menos en nuestro país) ya todos lo sabemos; pero lo que sí me parece necesario, incluso porque siento que se lo debo y se lo debemos, es destacar su generosidad intelectual.
Para un adolescente en Rosario en los años 90, tener contacto con el universo de Bowie era lo más parecido a tener internet. Músicos, pintores, diseñadores, cineastas, arquitectos, escritores, dramaturgos... no había un área del arte que Bowie no referenciara con enorme entusiasmo desde su propia obra, dando nombres y apellidos, lugares y fechas... un reservorio de información cultural inagotable.
A mis 13, 14 años, y habiendo leído varias biografías y muchos artículos y entrevistas, Bowie ya me había hecho conocer un mundo que, de otro modo, todavía estaría —con suerte— descubriendo: Tintoretto, Brecht, Schiele, Klimt, la Weimar, la Bauhaus, Brel, Eric Dolphy, Coltrane, Gil Evans, Little Richard, Barrett, la Velvet, los Stooges, Warhol y la Factory, Isherwood, Orwell, T-Rex, Chic, Eno, Kraftwerk, Chris Burden, los Pixies, Philip Johnson, Damien Hirst, Suede... por nombrar sólo algunos.
Eso era David Bowie para mí: uno de los artistas más generosos que ha existido; alguien que no sólo luego de cada pase mágico e inigualable nos decía adónde teníamos que mirar para intentar hacer lo que él, sino que además, comprendiendo su lugar como artista frente a la angustia de la postmodernidad, hizo de sí mismo (un hombre que, a pesar de lo que se cree, era bastante conservador en su moral más profunda) un faro de expansión de la identidad y el conocimiento.
Son tantos los recuerdos y las vivencias vinculadas a su obra (hoy más que nunca podemos apreciar con claridad que fue su vida misma) y su legado que me resulta muy difícil destacar algo en particular. Lo que sí tengo muy fresco, muy presente (y más en estos días), es haber sido testigo de una transformación profunda de la percepción sobre Bowie y su valor como artista en esta ciudad y este país. Por algún motivo que no podríamos analizar aquí, el período más sustancioso de la obra de Bowie, su aporte más grande, que fue el que desarrolló a lo largo de los años setenta y que proyectó una sombra ineludible sobre la cultura universal de los siglos XX y XXI (Ziggy, Low, y un largo etcétera) no formó parte del léxico musical de nuestro país hasta hace relativamente poco. Por lo tanto, para la mayoría de la gente de mi edad en aquellos difíciles años 90, David Bowie era, en el mejor de los casos, el que cantaba Modern Love y actuaba en Laberinto: básicamente, un artista de los 80, similar a Phil Collins o Robert Palmer. Y lo que recuerdo es que cuando Bowie, alrededor del '95, decidió volver al curso más o menos normal de su carrera, esto es, a la búsqueda y la experimentación utilizando la música pop como vehículo, el asombro (y también el escepticismo) de mis contemporáneos fue notable.
Pero el renacimiento de Bowie como artista de vanguardia se dio en un mundo completamente globalizado, que trajo consigo a nuestra parte del mundo una valoración enorme de su herencia que hoy puedo compartir con, básicamente, todos. El show increíblemente futurista que tuve la fortuna de ver en la cancha de Ferro en el '97 fue, a mi entender, un punto de inflexión determinante: ahí estaba este hombre de 50 años, evitando todos sus hits, presentando la música del mañana, ganándose el respeto y la admiración de las nuevas generaciones. Y yo, orgulloso.
Su muerte, a horas del lanzamiento de un disco que ya nos parecía genial e intrigante y ahora analizaremos como un testamento inspirado a conciencia por la musa más omnipresente de cuantas hay, me deja perplejo por lo imposible haciéndose posible, pero también me hizo pensar en lo extraordinario de la condición humana (algo de lo que, evidente y finalmente, Bowie también formaba parte), en la pulsión vital que le permitió terminar su trabajo antes de irse.
Una de las primeras cosas que pensé cuando me enteré de que se había ido el referente ineludible que acompañó cada paso de mi vida fue que algunos de sus héroes, mayores que él, como Scott Walker, lo habían sobrevivido. Y se me hizo tan jovencito...