Experimentar, buscar y pensar son las premisas que han movilizado siempre a Gustavo Galuppo Alives como espectador, videasta, músico y ensayista. “De chiquito siempre había algo en la tele, en los libros o en la música que me hacía pensar Ah, hay otra cosa –recuerda–, me interesaba lo que se corría del lugar y te abría otro universo”. Sus trabajos están marcados precisamente por la indagación, incluyendo las producciones audiovisuales que viene realizando desde los años 90 –recibiendo premios como el JVC Tokyo Video por El ticket que explotó (2003) o el reconocimiento al mejor corto en el Bafici por Fedra o la desesperación (2008)–, e igualmente sus textos para revistas como El Eclipse o Kilómetro 111, sus vínculos con el mundo de la música (integrando el trío de música electrónica Vera Baxter o codirigiendo con Mariano Goldgrob un documental sobre Pequeña Orquesta Reincidentes) y su desempeño como docente.
Fue el resultado de la coyuntura pandémica. Al abocarme a dar muchos cursos virtuales, escribí apuntes y esa dinámica de trabajo me motivó a pensar temas y ejes. Los reuní y reescribí pensando no tanto en posibles lectores vinculados al cine, que suelen ser reticentes a estos abordajes, sino en gente de otras disciplinas artísticas.
Lo esencial parece ser la búsqueda de otras posibilidades, problematizar lo acostumbrado, darles valor al pasaje, al instante, a la contradicción, a lo que suele resultar de la combinación, como –bien decís– se manifiesta en la memoria.
Así es. Entre esas ideas da vuelta el eje. Pero estos textos son una exploración o una interrogación, aunque a veces parezca muy afirmativo lo que se está diciendo. Son cosas que también estoy buscando. Godard es el punto de partida, sin volver sobre su obra sino, en todo caso, sobre lo que me suscitó su cine, sobre todo sus últimas películas, pensando más allá de ellas. Es una invitación a pensar en imágenes que incluso no se han hecho.
¿A qué te referís cuando sostenés que la ciencia terminó ocupando el lugar de la verdad o del poder?
No se trata de cuestionar a la ciencia, sino al monopolio de la mirada cientificista, desprestigiando otras formas de conocimiento u otras culturas. La ciencia es una forma de saber, pero en Occidente ha ocupado todo el lugar, junto a medidas de progreso que descalifican otro tipo de conocimientos por “antiguos”. Me gusta lo que propone el sociólogo portugués Boaventura de Sousa, que habla de una ecología de saberes.
Señalás también que los dispositivos portátiles eliminan el riesgo. ¿No puede ocurrir que eso no sea algo necesariamente negativo?
Hay qué ver de qué riesgos estamos hablando. Lo que yo creo que ocurre con nuestra vida cotidiana, asistida por estos dispositivos, es que se van perdiendo cosas de nuestra experiencia. Tienen una utilidad pero también predisponen a la comodidad y van haciendo que terminemos respondiendo a sus designios. La multiplicidad de experiencias se va acotando en función de la utilización de estos aparatos, de la imposición de la necesidad de una eficacia y una optimización de los tiempos. Hay formas de vivenciar que no deberían pensarse en estos términos. Se tiende a reducir, a impedir que pase algo impensado. Con las plataformas enviándote sugerencias, por ejemplo. Se va perdiendo toda una riqueza.
Hacés referencia al “gran proyecto de Occidente” y a que Hollywood y la TV “impusieron una representación totalizadora y totalitaria”. ¿Se puede conciliar esto con tu interés por algunas series y películas de determinados maestros del cine de Hollywood?
Primero que nada, hay que ver ese planteo como una generalización. Somera en cierto sentido: no creo que se pueda hablar de un “cine de Hollywood”, hay que ver qué pasa con cada película. Lo que escribí sí tiene que ver con la modernidad europea de los siglos XVII y XVIII, con la mirada cientificista de la que hablábamos antes. Eso de establecer ciertos modos de pensar o representar casi como los únicos. Toda película da cuenta de una idea del mundo: ¿cuántos relatos distintos podrían hacerse a los que vemos habitualmente? Es como un proyecto eurocéntrico del que el cine participa. ¿Esto me hace negar ese cine? Para nada. Incluso puedo encontrar el disfrute de la narración, una cosa no invalida la otra. Acepto las contradicciones. Pero hay cosas constitutivas del cine clásico, por cómo se propone funcionar, ese mundo casi sin fisuras al que llegó porque necesitaba eso, que hoy podemos ver desde una postura crítica. La idea de borrar un poco la imagen como tal, para relacionarnos con los personajes produciendo miedo o tristeza: eso me parece un problema. Al mismo tiempo reconozco que así funciona, es muy potente, y después de más de cien años seguimos entrando en ese juego. Yo puedo escribir todo esto pero me siento a ver una serie y a los cinco minutos me olvido de todo, si bien como realizador no me interesaría hacer una serie.
Leyendo tu libro uno comienza a preguntarse si lo que planteás ocurre alguna vez. Vos mencionás ejemplos: El camión (1977, Marguerite Duras), Austerlitz (2016, Sergei Loznitsa), Jean Rouch, Franco Piavoli, Herzog, Fellini…
El problema es que tengo que forzar un poco la cosa para ejemplificar, porque yo lo pienso un poco en abstracto. Los ejemplos me sirven como puntos de partida para llegar a algo que no sé exactamente qué es. Estoy escribiendo, no haciendo una película, entonces puedo hacer eso de pensar cómo sería ese “otro cine”. Entiendo que a veces hay que bajar un poco a la tierra y tirar al menos una pista.
¿Te parece que en el cine de los últimos años se puede encontrar algo de esto?
A mí, por ejemplo, Apichatpong Weerasethakul me encanta. La metamorfosis de los pájaros (2020, Catarina Vasconcelos) me pareció lo más hermoso que vi en muchísimo tiempo. Creo que sucede más en el campo del documental: ahí está lo más interesante de la producción contemporánea, hay más búsquedas, se han borrado los límites, aparece la primera persona, en fin. En vez de documentales ahora les decimos ensayos, porque hay que categorizarlo todo. Me interesa pensar más allá: qué pasaría, qué otras cosas se podrían hacer. Claro que si yo lo planteo es porque veo que suceden cosas, siempre está pasando algo. Mis elucubraciones parten del cine experimental, que siempre me fascinó más como idea que como obras realizadas.
En una parte destacás que una imagen no la ven de la misma manera un rey y un súbdito, un maestro y un alumno, etcétera. Me preguntaba si, al mismo tiempo, no hay ciertas situaciones que todos percibimos por igual.
Hay muchas cosas que nos igualan pero no sé si en relación al cine. Están las emociones comunes: la risa, el llanto, el miedo. Pero no sé si esto lo pensaría en términos de igualitario, lo cual incluiría el disenso. Hay algo de apostar a emociones básicas, a diferencia del cine que provoca efectos diferentes en cada espectador.
Es inquietante tu concepto de que “el afuera” es más inabarcable o misterioso que “el fuera de campo”.
Se relaciona con la idea de pensar hacia otros horizontes. No cuestiono el concepto de “fuera de campo”, que tiene peso en relación a ciertas ideas narrativas, pero sostengo que “el afuera” es la posibilidad de seguir pensando a partir de la imagen. Son reflexiones que tienen puntos de partida con lo filosófico.
¿El hecho de que aparezcan palabras tachadas o que ocasionalmente recurras a lo que se llama “lenguaje inclusivo” formaría parte de esas búsquedas?
Puede ser parte de eso. En el momento de escribir sobre cine, trato –no creo que lo logre, será un proceso larguísimo– de jugar con las palabras y el lenguaje, de encontrar una poética. La palabra es otra herramienta.