—Es una historia fantástica, atractiva, muy argentina, muy nacional. Es una historia que cumple con los requisitos de una buena historia: un origen humilde, un madre viuda y postrada desde muy temprano, un hijo de la clase trabajadora que se construye a sí mismo, el éxito, la fama, las mujeres, los autos, la pilcha, la decadencia, la tensión, el drama final, y el misterio, un arma muy fuerte de su personaje.
—Parece un cuento clásico de la literatura universal, ¿por qué decís que es una historia muy argentina?
—Hay algo muy importante que ayuda a la consolidación del mito nacional: él nunca se fue. Vivió siempre en Argentina, en Buenos Aires. En realidad, en una parte acotada de Buenos Aires al sur de la capital. El nació en Valentín Alsina, después vivió un tiempo en Lanús y luego se radicó definitivamente en Banfield. A principio de los 70, le ofrecieron radicarse en Miami porque era el centro neurálgico del negocio de la música latina. Le prometieron un desarrollo mundial, muy al estilo de Julio Iglesias que vende discos en Europa, América y Japón. Y él dijo que no. Porque prefirió quedarse con la madre enferma a cuidarla. El era hijo único. Creo que esa suerte de lealtad, ese sentido de la pertenencia pegó fuerte en lo que hoy llamamos "las nenas".
—"Las nenas", otra de las partes fundamentales del fenómeno...
—Sandro es un caso único hasta en ese sentido. Si pensamos en la beatlemanía, las chicas de Liverpool o de Londres fueron creciendo y se olvidaron de seguir a Los Beatles o ahora a Paul Mc Cartney. Hasta el último concierto de Sandro, las chicas, mutadas en mujeres grandes, con sus hijas y nietas, en un estado de vibración casi adolescente. El sabía de la importancia de esto y tenía una particular deferencia con las llamadas nenas. Las atendía una vez por año en su cumpleaños, las hacía pasar a la famosa casona de Banfield o se reunían en la puerta, les servía una coca, un café, una masita.
Había una suerte de código y él lo mantuvo en el tiempo. Seguramente se perdió de ganar mucha plata Sandro si se hubiese desarrollado de un modo aún más internacional. Sí conquistó toda la América hispana en los años 60, pero eso de alguna manera después se detuvo. Y Sandro, me parece, estaba en condiciones de copar el mundo, por un montón de aptitudes artísticas y también profesionales. Mucha disciplina, mucho rigor, alguien que sabía lo que quería. Todo eso hace a una historia fascinante.
—¿Qué otras aptitudes, además de las artísticas, convirtieron a Sandro en ídolo?
—Sandro tenía una personalidad muy carismática, con los periodistas, con otros artistas. Tenía una forma de intervenir en la realidad muy peculiar. Tenía eso que tienen los grandes líderes, desde Perón a los ejemplos que quieras, te hacía sentir su amigo, le hablaba a cada uno según sus intereses. En la década del 90 hubo una renovación de los medios gráficos con un montón de jóvenes que proveníamos del rock. Y había un grupo de periodistas más veteranos que venían de Radiolandia, de TV Guía que ya estaba un poco en retirada. Cada vez que presentaba un espectáculo nuevo, Sandro hacía un ágape para la prensa. Y se mezclaban las dos corrientes. A nosotros, los pendejos, nos hablaba de Moris, de Javier Martínez, de Billy Bond, de Tanguito, los referentes de La Cueva. Y a los veteramos les hablaba de Olga Guillot, de (Charles) Aznavour, de Gilbert Bécaud. Tenía una capacidad de relación transversal, porque era una persona que manejaba una cultura muy amplia.
—¿Cuándo Sandro se convierte para vos en un objeto de estudio?
—En una noche de invierno de 1993 le fui a hacer una nota a Sandro a un recital en el conurbano. El mismo día en que la selección nacional de fútbol dirigida por (Alfio) Basile estaba jugando la semifinal de la Copa América. Cuando llegué me encontré con un paisaje extraordinario. Era un día de semana, jueves, sin promoción, cantaba Sandro en un cine de San Miguel,y estaba lleno de mujeres, de chicas con sus ropas de domingo, vibrando por el viejo ídolo. Sandro se estaba acercando a la calle Corrientes preparando un espectáculo para debutar en el Gran Rex. Veo el show y cuando termina viene el manager y me dice: "Roberto te espera". No dejó que entre el fotógrafo, yo me quedé y cuando entro me encontré con una camarín totalmente decadente, raído, con espejos rotos y me dice: "Bienvenido al Madison Square Garden". El tomó gin y a mí me invitó con champagne francés. Nos quedamos charlando hasta las cuatro de la mañana. Ahí me di cuenta que había un personaje fantástico. Fue el momento en el cual Sandro abandonaba cierto estigma en el cual había sido arrumbado en la década del 80 de artista grasa y mersa, y empezaba a ser un artista de consideración unánime. De hecho, lo del (teatro) Gran Rex era toda una novedad. A mí me interesa la cultura popular y nunca tuve demasiados prejuicios. Me gusta el rock, el tango, el folclore, el jazz, algo de música melódica. Me sedujo y acompañé el momento de la consolidación de él en la cultura argentina en un espacio más sólido e integral. Cuando él iba al Gran Rex estaban en la primera fila Mirtha Legrand o Susana Giménez; pero atrás, en el super pullman, en los lugares más económicos, estaban las nenas, las viejas fans del conurbano. Y esa parte del público también era bien atendida. Cantaba y miraba para arriba. En fin, fui testigo de una reconversión en pleno período menemista cuando se reivindicaron algunos fenómenos populares, como pasó con el bolero a través de Luis Miguel, o con la música tropical. Y Sandro estuvo en ese lote. Si vos leés una revista Humor de los años 80, lo execraban a Sandro, de un modo muy elitista.
—En el libro se menciona a Rosario, sobre todo en la última parte debido a que Sandro estrenaba sus espectáculos aquí. ¿Tenía para él la ciudad un sentido especial?
—No lo pensé. Hay varios artistas que toman a Rosario como una suerte de precalentamiento.
—Como Les Luthiers, pero por su amistad con Roberto Fontanarrosa...
—A lo mejor responde a algo cabalístico. ¿Vos tenés alguna otra explicación?
—Sí, acá Sandro tenía un amigo de toda la vida, Alberto J. Llorente, que no sólo fue el productor local de muchos de sus espectáculos, sino que además le garantizaba absoluta discreción. Por ejemplo, cuando venía a Rosario, Sandro no iba a un hotel, paraba en su casa.
—Sí, Sandro era un tipo muy leal, sobre todo con aquellos que lo habían acompañado en los primeros momentos. Por eso, en sus espectáculos metía a Juan José Camero, por ejemplo. O sus amistades con (Raúl) Porchetto o con Gianfranco Pagliaro. Eran personajes extraños para su entorno. Pero Sandro, además de una gran sentido de la amistad, tenía un gran sentido de la reserva. Muchas veces hacía eventos de lo que no sabía nadie.
—Después de abocarte a historizar a Sandro, Los Redonditos de Ricota o el bailarín Juan Carlos Copes, ¿qué tienen en común esos personajes para que llamen tu atención?
—Entre Sandro, el Indio (Solari) y Copes hay mucha diferencia. Yo a Copes lo sacaría porque es un libro más viejo. Pero si tuviera que buscar un hilo común, tanto el caso de Copes, como el del Indio o el de Sandro, tienen que ver con un origen social bastante humilde y la construcción de sí mismo. Me interesa mucho la gente que se hace a sí misma. No es el caso de Los Redondos porque el grupo estaba conformado por gente de la clase media alta de La Plata. No fue el caso del Indio, hay que poner atención en eso. Hasta el segundo álbum de los Redondos, el Indio trabaja de preceptor en un hogar que dirigía su hermano. Y en el caso de Los Redonditos y de Sandro, me interesa el factor misterio que atraviesa a muchos ídolos populares de acá y de muchos lados. Desde Michael Jackson, desde Elvis, Gardel, hay algo muy reactivo, y creo que es algo que se va perdiendo definitivamente por esto de andar con los celulares y sacar fotos en cualquier momento. Hay en estos tiempos una ausencia muy poderosa de la vida privada. Los Redondos no podrían haber hecho lo que hicieron en estos tiempos. Porque vos veías a Los Redonditos y no te enterabas de nada hasta el próximo disco. Y ellos estaban simplemente en sus casas o de pronto viajaban. Hoy cualquier músico que pase por Ezeiza es ametrallado por los celulares. Y además, tengo un pulso popular y nacional, me interesa estudiar los fenómenos que le atraen al pueblo. No me veo escribiendo una biografía de (Daniel) Melero, alguien que me gusta mucho artísticamente. Además, fijate que los grandes ídolos argentinos salieron de abajo, Leonardo Favio, Gardel, Palito Ortega, Maradona. Había una movilidad social real y hoy me parece que hay un poco menos de distancia en general. A lo mejor por eso la diferencia entre Maradona y Messi. Hay deportistas, en este caso, y artistas que empezaron con tres goles abajo. Y otros no. Y eso no quiere decir que uno sea mejor que el otro. Pero como historia, es más interesante la historia de Maradona que la de Messi.