Dos varones entablan una relación amorosa que se limita a encuentros de domingo. Principalmente en el departamento del narrador, pero también en algunas escapadas por la ciudad, los breves capítulos de La ilusión de los mamíferos narran la repetición de pequeños rituales íntimos y cotidianos: la llegada del amado al lecho a mitad de la noche, los abundantes desayunos y lecturas de diarios, las cenas con pinot noir y quesos finos, y los silencios largos pero seductores. El hecho de que el amado tenga esposa e hijos y la muerte del padre del narrador después de una larga enfermedad complotan para concluir la aventura dominical de todo un invierno; y la novela, finalmente, se convierte en la melancólica revisión de esos episodios de fantaseo conyugal en que el amante evoca (en segunda persona, casi como una carta amorosa) al amado que ya se fue.
Sin embargo, y en contra del silencio que el protagonista delectaba, La ilusión de los mamíferos es una novela que no para de hablar y devanarse en la autosatisfacción del discurso. El narrador quiere encantar al lector con la misma sensualidad retórica con la que supo embelesar a su amado en los primeros encuentros, cuando "dejaba que escaparan de mí las oraciones gráciles y densas que te salpicaban de fascinación"; pero resulta evidente, con el correr de las páginas, que el relato se entretiene mucho más con el paladeo de la enunciación que con la construcción literaria de escenas o, incluso, del propio objeto del deseo ―como un locutor que se volviera fanático de la labia que oye pronunciar―.
"Qué aburrimiento mortal ser uno mismo, quién podría preferir la ilusión de conocerse a la posibilidad de que ese conocimiento o esa confusión vengan de la ciénaga oscurísima del choque con un otro", medita el narrador pero, a pesar de esta clara valoración de los vínculos con otras personas como un conocimiento de sí, no quedan rastros en la novela de ese otro: el eje de La ilusión de los mamíferos no deja de ser ese yo melancólico que desprecia las nuevas construcciones de su barrio, suelta endebles opiniones sociológicas al pasar ("ahora todos los hombres portan barbas, todos hacen cerveza casera en alambiques en el fondo de su casa, como si el mismo mercado buscara sus alternativas para curarse de una vez por todas de la intoxicación que nos dejó el veneno en el que convirtieron a la Quilmes") y se jacta de la fragilidad de su relato ("no tengo nada para contar. ¿Y qué?", "tener tanto las palabras hasta poder dejarlas, tener tanto las palabras hasta no tener nada para decir"). No es que un protagonista así sea menos interesante o válido, ni que el cinismo narrativo sea enemigo de una buena novela, sino que en la novela de Julián López hay una impostura sobre lo que es contar pero, en definitiva, los componentes que permitirían narrar una experiencia amorosa terminan siendo desaprovechados.
Metáforas y comparaciones dispares, desde las tecnológicas-espaciales ("una carga que merece ser liberada como la basura en un módulo espacial que suelta los restos en los que nadie piensa") hasta bélico-eslavas ("para mí era como si hubieses atravesado la estepa rusa después de la guerra para saciar mi hambre") hablan, más que de una riqueza verbal, de una severa imprecisión respecto del sistema de referencias que pretende para la ficción. Mientras más busca el texto acercarse al objeto del deseo, más se aleja de él, enredado en un manojo de figuraciones pretenciosas. En paralelo, hay escenas con potencial narrativo (como el almuerzo que el protagonista comparte con la esposa de su amante) que son resueltas rápidamente y pierden peso al competir con otras, intrascendentes, como la convivencia con una gata o las típicas impresiones de un sudamericano en Berlín (a donde el protagonista viaja para alejarse de la relación).
Sobreabundancia lírica de segunda mano por un lado, deficiencia narrativa por el otro; el saldo final redunda en una ausencia de ese "otro" que nos hubiera permitido despegar un poco de la presencia exhaustiva del narrador. En La ilusión de los mamíferos se echa de menos esa efectiva combinación de narración/descripción que da vida a los personajes de la novela realista. El amado, a quien el amante nunca olvida interpelar en esa "voz en segunda, dirigida como un terciopelo que envuelve novedades", termina siendo un personaje mudo y sin cara.
Tal vez el fragmento más atractivo de la novela sea el recuerdo de la abuela, una anciana bella, arisca e inglesa que supo entender a su nieto tempranamente y defenderlo de la homofobia familiar. La abuela británica, como sacada de un relato de Borges, lleva de paseo al protagonista y juntos presencian la invasión del subte por parte de "un malón de hombres y mujeres llenos de bolsos de cuerina de colores, llenos de bolsas de nylon que explotaban de cosas". Correlato político del individualismo del narrador, la abuela es su "propia abanderada de los humildes", una Evita personal para un personaje solo, que aspira a contar la experiencia de los cuerpos en el "choque" con el otro pero queda envuelto en su propia y viciada catarata discursiva.