Una mesa larga con tazas de café y botellas de agua. Frente a mí, el director de piso, a mi izquierda, el productor ejecutivo, y a mi derecha mis compañeras actrices: Natalia Antinori y una pendeja que no tengo idea quién es; se llama Romina Bono.
Por Gonzalo Heredia
Una mesa larga con tazas de café y botellas de agua. Frente a mí, el director de piso, a mi izquierda, el productor ejecutivo, y a mi derecha mis compañeras actrices: Natalia Antinori y una pendeja que no tengo idea quién es; se llama Romina Bono.
A Natalia la conozco, trabajamos hace algunos años, yo arrancaba en este canal y ella ya era una figura conocida. Hicimos una telenovela en la que por diez capítulos los autores decidieron que mi personaje formara un triángulo y se metiera en la historia de amor que ella contaba con un actor maduro. El galán maduro vio que mi personaje crecía y me encerró en su camarín para sugerirme que ocupara el lugar que me correspondía. A partir de ese momento, mi personaje se convirtió en un extra. Ella nunca intercedió. En ese momento no me hablaba mucho, mantenía distancia con los actores de segunda y tercera línea. Un día llegué a maquillaje y le propuse al peluquero que mi personaje llevara el pelo atado, agarré una gomita y le mostré cómo, a ella la maquillaban en el sillón de protagonistas y frunció la nariz cuando me vio, reprobando. Fue el único diálogo que tuvimos fuera del set. También me acuerdo que en la fiesta de fin de grabación me acerqué y, mirándola a los ojos, intenté seducirla: debe ser fácil enamorarse de vos. No sé por qué le dije eso. Ella sonrió, se dio media vuelta y se fue. Ahora que lo pienso la frase estaba incompleta. No habría cambiado nada. Después de eso, no nos volvimos a cruzar hasta hoy.
Tiene su teléfono en la mano, lo gira y desliza el dedo sobre la pantalla. Escribe. Sacude la cabeza y corre su pelo lacio de costado. Antes lo tenía mucho más corto, por debajo de las orejas y los ángulos de la cara redondeados. Ahora el pelo le llega a la mitad de la espalda, es color chocolate y se le marcan los pómulos. ¿Se operó, se puso botox? No creo. El pantalón holgado y la remera blanca la hacen más flaca de como la recuerdo. Capaz que no le gusta estar ajustada en la vida real, solo cuando tiene una cámara delante. Se apoya el celular en la oreja, me mira y levanta las cejas delineadas, buscando un cómplice en la mesa. Sonrío. El director de piso sigue hablando del roce de las manos, de la agitación, de trabajar la respiración y el susurro en las escenas, que las miradas tienen que estar cargadas y que veamos series para inspirarnos y tomar personajes como referencia. Dice que leyendo los primeros libros se le vino a la cabeza Brick y me señala. ¿Lo tenés? Todos giran y me siento en uno de esos programas de preguntas y respuestas. Digo que creo que sí. Tennessee Williams, La gata sobre el tejado de zinc caliente, dice. ¿Habrá sido evidente la mentira? Asiento con la cabeza, callado. Lo dejo hablar, escucho todo lo que tiene para decirme.
Me pide que me fije ahí porque le parece un buen punto de partida para que tenga como referencia. Ahora le habla a Romina, que se incorpora y se sienta recta, exageradamente recta, como posando para una foto. Arquea la columna y se estira la remera varias veces. ¿Por qué? Si no le queda chica ¿Le molesta la etiqueta? ¿Tiene un tic? Claro, no tiene corpiño y se le marcan los pezones. Estira la remera para rozárselos. Mira fijo al director, asiente y se mete el pelo detrás de la oreja. Es fino y rubio. Asoma la punta de la lengua entre sus labios y los humedece. ¿A quién quiere calentar? ¿A él o a mí? Me gustan las pecas debajo de los ojos celestes y la nariz puntiaguda. El flequillo recto y las manos y piernas cruzadas le dan un aire inocente. Quiere ocupar el menor espacio posible. La imagino torpe con su cuerpo. Espástica. Me encuentro con la mirada del director, que retoma su monólogo, después del chistecito del productor ejecutivo. Me acuerdo del cortado que pedí y lo tomo de una. Está helado y tiene gusto a cafetera de micro de larga distancia. Cómo le gusta tener la palabra y no soltarla al director. Lo imagino en un jacuzzi rodeado de pendejas, dando cátedra sobre actuación frente a cámara. Genio. Dice que no hay que juzgar este género del culebrón, que hay que ir al hueso, a fondo, acentúa lo que dice como rebanando una horma de queso con el canto de la mano. Dice que tenemos que copiar lo que hacen en las telenovelas de Caracol, Televisa o la O Globo.