Empezaba la década del 60 y en la casa donde nací, en el barrio Villa María Selva de la ciudad de Santa Fe, había un par de cosas claras. El fútbol no se vivía con pasión pero Cacho, mi viejo, era hincha de Colón. Y mi tío Pedro, el hermano menor de mi mamá que de fútbol no sabía nada, era el fanático sabalero de la familia. Cuando yo aún era muy chico ellos disfrutaron juntos dos momentos gloriosos. El 10 de mayo del 64 cuando el sabalero le ganó al Santos de Pelé, que ya había liquidado a otros cuatro rivales en su gira por la Argentina. Y el 14 de diciembre de 1965 cuando el sangre y luto derrotó a Atlanta y selló su primer ascenso a la primera división.
Poco pasó para que empezaran a llevarme a la cancha. Como era el mayor de los tres hijos varones tuve el privilegio de ser el primero en acompañarlos. Ibamos al codo suroeste, donde estaban los socios y desde allí durante muchos años vi partidos memorables y formaciones inolvidables. A veces iba con mi tío, primero en una moto, luego en un viejo 2 CV. Cuando mis hermanos se sumaron a la caravana el encargado de llevarnos era mi padre, un tipo que nunca cumplió un horario y que nos hacía llegar tarde siempre en la vieja rural DKW.
También tuvimos nuestro tiempo de ir solos. Entonces nos subíamos a los viejos coches de la línea 4, cruzábamos toda la ciudad hasta el extremo sur para ver a Colón. Pero con la adolescencia a flor de piel el lugar elegido eran los tablones que daban espalda a la avenida Juan José Paso. Allí donde se instalaba la Santa Rosa de Lima, la barra que tenía su orquesta con intérpretes de instrumentos de viento. Era todo jolgorio y alegría entre avalanchas por cada gol convertido y puteadas por los que nos hacían. Y también de ir a ver a Los Palmeras en los clubes Santa Rosa o Las Heras.
En casa nunca faltaban las camisetas rojinegras y para cada cumpleaños se renovaban las número 5 con esos colores para disputar los picaditos con los amigos del barrio en el inmenso patio que teníamos. Así fue creciendo el sentimiento, se fue afianzando la identidad y se sumaron alegrías viendo jugar a la mejor defensa del fútbol argentino con Aráoz, Trossero, Villaverde y Fernández. En el medio lucieron Mazzo, “Cococho” Alvarez, la “Chiva” Di Meola, Saralegui y otros tantos. Y delanteros de la talla del “Lalo” Vega, Coscia, Saldaño, Zibecchi y siguen los nombres.
A lo largo de los años fueron sumándose tantas alegrías como tristezas, pero aquella falta de pasión dentro de casa hacía que los resultados se tomaran con tranquilidad. Eso sí, no había que hablar o acercarse al tío Pedro en momentos de derrotas porque lloraba como un nene, de la misma manera que lo hizo la noche aciaga del 9 de noviembre de 2019 en Paraguay cuando nosotros armamos una gran fiesta y la disfrutamos hasta que otros se llevaron el postre; o cuando el viernes lo llamé apenas terminó el partido en San Juan que nos dio la primera estrella en 116 años de vida.
Cuando llegó 1979 la familia se mudó a Rosario y a pesar de mis pesares me obligaron al traslado. Una nueva vida nos esperaba, pero en mí se despertó la rebeldía oculta de la adolescencia. Entonces dejé de ir a la cancha, me fui de casa un par de años a estudiar al sur de Córdoba y hasta le fui infiel a Colón. Sí, por qué vamos a ocultar la verdad. Las infidelidades pueden perdonarse. Lo que no acepta perdón es hacerse “dueño” de un club para decidir qué hacer en nombre de hinchas que sufren y dejan todo por una camiseta. Como lo hicieron con miles de sabaleros que protagonizaron aquel éxodo a Córdoba para ver la final del ascenso contra Banfield en el 93 y volvieron con las manos vacías porque algún dirigente dijo en el vestuario que no era el momento para estar en primera. Recuerdo haberlo escuchado por radio y sufrir como en mis primeros años del tablón.
Y en medio de esa rebeldía mi infidelidad fue encandilarme con un equipo porteño que por entonces daba mucho que hablar, ganaba títulos y participaba de cuanta copa internacional había en juego. Todo eso para alejarme de algunos lazos que el tiempo volvió a tejer. Es verdad, pasó mucho tiempo, pero ese enamoramiento con el extranjero no impidió que siguiera aferrado a los colores de siempre, de sufrir con los descensos y gozar con las vueltas a primera que seguía por la tele, por la radio o en el diario cuando trabajaba en la entonces sección Deportes.
Pasaron muchos años y el viejo Cacho se me fue ahogado en el humo de los cigarrillos. Y en esa ida dejó sembrado el gen sangre y luto que me había transmitido desde chico, sin pasión como dije, pero con amor por la camiseta que hoy luce su primera estrella. Por eso a poco de su partida renacieron los afectos y con ellos el seguir el paso a paso sabalero. Fui uno de los 40 mil que nos ahogamos en la lluvia de La Nueva Olla de Asunción hace 572 días y a los que nos quedó el nudo atragantado en la garganta. Esa noche volví a ver llorar a mi tío Pedro y nos abrazamos porque el viejo no estaba. Pero el viernes, en algún lugar si es que existe, seguramente él levantó una copa de tinto, gritó “¡Dale Colón!” como yo también lo hice y festejó el triunfo como uno más del pueblo sabalero que hoy disfruta de una alegría por demás de merecida, esperada e inolvidable. Gracias Colón....y como dijo el Pulga: “No hay plata que compre esta felicidad”.