Damien Chazelle. Hay que recordar ese nombre porque si nada se tuerce, este joven de 31 años parece estar destinado a dar muchas horas de buen cine, tal como hizo con "La La Land", el musical que ayer inauguró la 73 edición del Festival de Venecia.
Damien Chazelle. Hay que recordar ese nombre porque si nada se tuerce, este joven de 31 años parece estar destinado a dar muchas horas de buen cine, tal como hizo con "La La Land", el musical que ayer inauguró la 73 edición del Festival de Venecia.
Emma Stone y Ryan Gosling cantan y bailan en este trabajo sobre una aspirante a actriz que trabaja como camarera y un pianista de jazz que sueña con abrir su propio club. Y los aplausos ya se escucharon a los pocos minutos de iniciada la cinta, tras un divertido número musical en una de esas autopistas tan frecuentes en la ciudad de Los Angeles, con bailes entre coches, durante un atasco en la famosa ciudad.
Hasta los menos fans del género sucumbieron ante el arrebato de una historia sobre dos soñadores que consigue unir la magia del cine, la emoción de la música y la fascinación que siempre suscita Hollywood en una romántica y agridulce historia de amor en la que el director ha tenido el detalle de evitar al espectador lo almibarado.
Chazelle se atreve incluso a hacer bailar a los protagonistas entre las estrellas del firmamento y, aunque no era fácil, ni se acerca a la cursilería. Seguramente por obra y gracia de la música de Justin Hurwitz, quien ya trabajó con Chazelle en su segundo largometraje, "Whiplash" (2014), con el que consiguió tres Oscar.
"Creo que más que nunca necesitamos esperanza y romanticismo en la pantalla", dijo en Venecia el director, para quien las películas son precisamente el territorio de los sueños.
Y uno de los méritos de Chazelle es rescatar el musical adaptándolo a la actualidad. A pesar de que muchos dan por muerto el género, el cineasta opina que los musicales de antes han pasado a ser atemporales precisamente por su sencillez, y eso es lo que él ha tratado de conseguir al hacerlo contemporáneo, eliminando ese final empalagosamente feliz que los caracteriza.
Por Gonzalo Santamaría
Por Matías Petisce