Sevilla tiene un color especial -dice la canción- y alcanza con caminarla para hacer de esto una afirmación. La capital de Andalucía es bella por donde se la mire y está repleta de pequeños rincones y calles angostas que invitan a explorarla.
Por Carolina Raduan
Sevilla es un lugar único, que te invita a recorrer sus calles y los rincones mágicos que esconde en su interior.
Sevilla tiene un color especial -dice la canción- y alcanza con caminarla para hacer de esto una afirmación. La capital de Andalucía es bella por donde se la mire y está repleta de pequeños rincones y calles angostas que invitan a explorarla.
Volamos a Madrid desde Argentina y allí tomamos un tren a Sevilla que llegó a las 9 de la noche a la Estación Santa Justa. Viajamos en agosto y, pese al calor extremo del verano (es preferible hacerlo en otoño o primavera), apenas unas cuadras en el taxi que nos llevaba al hotel alcanzaron para que Sevilla me enamorase por completo.
Nos hospedamos en el Petit Palace Puerta de Triana, un hotel con una hermosa decoración y ubicación ideal, en el centro, a pasos del Casco Histórico y el Puente de Triana. Allí nos recibió María, la recepcionista, quien nos dio un mapa, la tarjeta de la habitación y nos sugirió un lugar para comer: el Bar Castizo, un restaurante muy recomendable.
En Sevilla se come tarde. Es que el calor no permite otra cosa. Nos sentamos en una mesita al lado de la ventana y pedimos dos tintos de verano, una tortilla, alcachofas fritas y una ensaladilla rusa. Con estos sabores, España terminaba de darnos la bienvenida.
Las mesas debajo de unos naranjos nos invitaron a sentarnos para desayunar. La panadería Santagloria fue el lugar elegido. Allí pedimos un clásico desayuno español: café, pan con tomate, oliva y jamón y un jugo de naranja. La clientela local -al lado nuestro se sentó un matrimonio grande con un perrito y pidieron “lo de siempre”- auguraba la calidad del menú y del servicio. Eran las 9.30 de la mañana y todavía corría una brisa que sabíamos duraría poco.
Entre calles adoquinadas y balcones repletos de flores nos dirigimos hacia la Torre de Oro para encontrarnos con la guía del Walking Tour (tour a pie). Al llegar buscamos algo de sombra y compramos agua; eran las 11 de la mañana y el sol se manifestaba con intensidad.
Durante el tour recorrimos el barrio de Triana, originariamente de gitanos y alfareros, cuna del flamenco y zona fundamental para conocer la historia de Sevilla. Caminamos por la famosa calle Betis, una de las más emblemáticas de la ciudad, pasamos por la Real Parroquia de Santa Ana, la iglesia más antigua de Sevilla, conocimos el Callejón de la Inquisición y al terminar el recorrido almorzamos en el Mercado de Triana. Por recomendación de nuestra guía fuimos al “Puesto N°22”, donde probamos sardinas, papas en aliño y “pescaito frito”. Al pedir la cuenta nos trajeron de regalo vino de naranja, un clásico sevillano.
Seguimos caminando, ya por nuestra cuenta, y la ciudad empezó a vaciarse. En Sevilla la siesta es sagrada -con 38 grados de temperatura, se entiende-. De hecho, los comercios cierran y vuelven a abrir cerca de las 6 de la tarde. Caminar por ciudades vacías tiene un encanto diferente: no hay ruido ni gente y sus edificios y paseos toman todo el protagonismo.
Los carruajes tirados por caballos que pasean a turistas hacían una pausa debajo de los árboles en busca de un poco de fresco, a la espera de que, luego del sopor de las primeras horas de la tarde, la ciudad reviviese.
Regresamos al hotel para descansar con aire acondicionado y a la tardecita volvimos a salir, ya con una temperatura más agradable y las calles otra vez más concurridas. Los bares con mesas en la vereda son el lugar de encuentro de los sevillanos y la caña y el tapeo dan comienzo al fin del día.
Paseamos por el centro histórico mientras el cielo se oscurecía y los edificios se iluminaban. Todo en Sevilla es maravilloso. Entramos en la Bodeguita Antonio Romero para cenar, repleta de gente que come parada, apoyada en la barra o en alguna mesa libre. Los mozos pasaban rápido haciendo malabares con platos al grito de “una caña, un tinto de verano, dos tortillas de patatas”.
Este día el desayuno fue en Paradas 7, un bar con opciones variadas y excelentes. Nos sentamos en las mesas de la vereda mientras observamos el comienzo del día en la ciudad, gente que sale a correr, a trabajar o turistas que la recorren desde temprano, igual que nosotros.
Teníamos entradas para el Real Alcázar (sugiero sacarlas con anticipación para evitar colas que suelen ser interminables) que, declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco, es uno de los monumentos más visitados de Sevilla. La belleza de sus miles de mosaicos y arquitectura convierten al Alcázar en una obra majestuosa; lo recorrimos intentando capturar cada detalle y paseamos por sus jardines que sorprenden aún más. Espacios verdes, fuentes, lugares para descansar y hasta patos y pavos reales. Buscamos algo de sombra y nos sentamos a contemplar este imponente palacio, que hasta fue escenario de la reconocida serie Game of Thrones.
Después de un almuerzo rápido en 100 Montaditos, fuimos a conocer el Parque de María Luisa, el principal pulmón verde de la ciudad. Es uno de los parques más bonitos de España y al recorrerlo se descubren rincones mágicos. Decidimos recostarnos debajo de un árbol centenario para descansar. El calor es agobiante, pero allí se hace más leve.
Más tarde cruzamos a la Plaza de España, uno de los puntos de interés más destacados del parque y también de los más visitados. Esta plaza es una obra de arte en donde predominan el mármol y los azulejos fabricados por los artesanos de Triana para la Exposición Iberoamericana de 1929.
Allí un hombre toca la guitarra y una mujer baila flamenco sobre un tablao (tarima de madera), mientras quienes estamos ahí quedamos embelesados ante esta danza única y ese entorno inolvidable.
Es el turno de la Catedral y la Giralda. La Catedral de Sevilla es el templo gótico más grande del mundo e intentar fotografiarla por fuera es una tarea complicada; se dificulta abarcar su majestuosidad en una imagen. Conocerla por dentro, visitar la tumba de Colón y el bellísimo Parque de los Naranjos y subir a la torre campanario son infaltables en un viaje a la capital de Andalucía. Las 35 rampas de ascenso de la Giralda nos llevan a “un mirador” que nos ofrece una Sevilla todavía más hermosa. En su interior cuenta con un campanario de 24 campanas, cada una con su nombre; algunos dicen saber, cuando suenan, cuál es la que están oyendo.
El hambre y el calor nos obligan a frenar. Un bar llamado Filo nos tienta con sándwiches y ensaladas abundante y debo decir que allí comí uno de los mejores sándwiches de mi vida. Después caminamos por el histórico barrio de Santa Cruz, una zona auténtica y muy especial. Las calles estrechas y coloridas de la antigua judería incitan a perderse sin importar el destino y son ideales para pasear y comer ya que cuentan con una gran variedad de restaurantes y tiendas.
Regresamos al hotel rendidos después de otra jornada espléndida; es nuestro último día y ya siento ganas de regresar a Sevilla en el futuro. Cuando una ciudad nos gusta demasiado los días no son suficientes.
Salimos del hotel camino a las Setas de Sevilla, la escultura de madera más grande del mundo que cuenta con 250 metros de pasarelas que ofrecen vistas panorámicas de la ciudad. Es un excelente plan para hacer, recomiendo llevarlo a cabo al atardecer y sacar entradas con anticipación.
Nuestro día termina en La Carbonería, centro cultural y tablado que toma vida en un antiguo almacén de carbón con patio y piso de mosaicos, donde el flamenco es la estrella y brilla por la autenticidad que lo aleja del “show montado para turistas”. Vale destacar que no es costoso, puesto que para ingresar solo debe abonarse una consumición. Nuestra última noche allí fue el broche de oro para una ciudad fantástica como Sevilla.