Hoy quedan apenas 230 kilómetros sin pavimentar entre los más de 900 que separan a la capital de la provincia, Río Gallegos, del límite con Chubut, lo que es una muy buena noticia y todo un estímulo para quienes se animen a encarar la legendaria ruta 40.
Sobre ella se escribió mucho, muchísimo, pero creo que cada tramo de sus 5.194 kilómetros merecería una enciclopedia: como en cualquier geografía bien enseñada, condensan una realidad poblacional, ambiental, política, económica y varios etcéteras que va mutando según época y lugar. Bellezas al margen. Que por sí solas ya valdrían todo el recorrido.
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La provincia patagónica abre sus brazos para mostrar el arte rupestre que fluye en el corazón del sitio arqueológico La Cueva de las Manos
Esta vez, veníamos remontando la vuelta que en poco más de un mes nos había llevado desde Rosario por la ruta 3 a lo largo de la costa patagónica hasta Tierra del Fuego y luego por la 255 al sur de Chile. Regresábamos, entonces, por la 40, atravesando estepa y cordillera. Tres kilómetros después del pueblo Bajo Caracoles se abrió otro camino de ripio.
No era el único ingreso para llegar al cañadón del río, pero era el que estaba marcado y fue el que tomamos.
Íbamos un poco urgidos porque en esos caminos -muy, pero muy desolados- es mejor que no agarre la noche. No tanto por la soledad, como porque las tierras que van surcando son hogar de guanacos libres y muy asustadizos.
Ellos se mueven en rebaños, pero nunca falta algún rezagado que, al ver acercarse un auto, corre a unirse a su grupo y cruza la ruta a los saltos. Y de eso, en el mismo viaje, ya habíamos tenido bastante. Aunque ese es un tema para otra nota.
Así que nos apurábamos para llegar a tiempo a la Cueva de las Manos.
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Asombroso. Las pinturas lucen como verdaderas obras de arte que cautivan con su impronta creativa de miles de años.
¿Quién no ha escuchado hablar de esa cantera de arte rupestre en lo que hoy es territorio argentino, uno de los mayores reservorios de América latina declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco en 1999?
Para visitarla, todavía no lo sabíamos, tendríamos que pasar antes por el centro de interpretación del Instituto de Antropología y Pensamiento Latinoamericano, en el ingreso mismo del sitio arqueológico.
Tan aislado es el lugar que su personal lo custodia por turnos rotativos que duran días y al mismo tiempo ofician de guías. Recorrer la muestra en ese centro ya nos dio un primer panorama.
Por entonces no se podía ingresar individualmente al sitio arqueológico, sino en grupos que alguno de los especialistas encabezaba en un recorrido peatonal a lo largo de una pasarela. La novedad de este año es que se mejoraron los accesos y se sumó un sistema autoguiado. En ese momento, en cambio, si hubiéramos llegado un rato más tarde ya no habríamos podido visitarlo. Caímos justo cuando se formaba el último grupo: éramos muy poquitos y, como dije, empezaba a bajar el sol.
En cuestión de minutos, en los paredones adonde llegaba la luz, todo se pintó de rojo, cobre, violeta, con manchones verdes encajonados muchos metros abajo. La vista del cañadón del río Pinturas era simplemente estremecedora.
Arrancamos en fila india escuchando la voz del arqueólogo que nos hacía de guía. Y a poco de andar, bordeando el cajón del río, apareció la maravilla.
Se me ocurrió, mientras empezaba a caminar bajo los aleros de piedra iluminados por la luz tardía, que existía una distancia insalvable entre lo que había llevado a esos hombres y mujeres a soplar pintura sobre sus manos y lo que sus huellas causaban miles de años más tarde sobre mí.
No podía evitarlo. Nunca podría saber qué pensamiento los había impulsado a dejar ese testimonio, pero sí era consciente de las dimensiones que se conjugaban en mi propia mirada.
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Huellas. Las manos sobresalen como figuras predominantes entre las imágenes que se pueden apreciar sobre la piedra.
Una dimensión estética, porque me resultaba imposible no percibirlas como obras de arte, y otra existencial: esas imágenes que veía eran marcas que dejó gente hace más de diez mil años.
Personas que nacieron, como yo, y que después murieron, como moriré también, y cuyas experiencias únicas forman sin embargo ese espesor de relevo anónimo, incalculable, que llamamos humanidad. Y que pasa y pasa y pasa.
En los farallones que encajona el río, esa gente (pueblos cazadores recolectores, antecesores de los Tehuelches) fue dejando su impronta en sucesivas ocupaciones del lugar, desde poco más de 9.300 años antes del presente hasta unos 1.300.
Son miles y miles de años -dos mil sólo de era cristiana-, así que las pinturas se superponen y se asocian a otros restos también hallados en distintos niveles arqueológicos, lo que provee un contexto cultural mucho más amplio.
Las manos, unas dos mil, son el motivo dominante. La mayoría fue realizada en negativo por estarcido o aerografía: se cargaba tintura con cañas, huesos huecos e incluso la boca y después se soplaba alrededor de la mano apoyada sobre la piedra. Por eso casi siempre son izquierdas.
Como color se usaban sangre, grasa y tintes vegetales y minerales obtenidos por raspado y molienda.
Aunque las manos -de todas las edades- se mantuvieron como motivo más o menos constante a lo largo de los milenios, el resto de las imágenes fue pasando de un mayor a un menor naturalismo, lo que parece seguir la evolución general del arte rupestre entre el Paleolítico y el Neolítico en casi todo el mundo.
Las escenas más antiguas asocian figuras humanas muy dinámicas (a veces armadas) con las de animales, como huemules, choiques, lagartos y sobre todo guanacos, el recurso fundamental de subsistencia en la zona.
Sugieren situaciones de caza colectiva y emboscada, en las que incluso se aprovecharon accidentes de la roca, como protuberancias, hendiduras y huecos, para representar con verosimilitud la geografía de esas persecuciones.
En una segunda gran fase, las secuencias estilísticas muestran imágenes humanas y animales cada vez más sintéticas y estilizadas, no necesariamente conjugadas en escenas de caza. Aparecen también signos, como puntos, que parecen indicar itinerarios.
En el período más tardío ya predomina la abstracción, con motivos de espirales, círculos concéntricos, triángulos unidos por sus vértices, zigzags, líneas y secuencias de puntos. Los especialistas asocian estas figuras a la mitología.
Nadie sabe a ciencia cierta por qué esos pueblos pintaban o grababan la piedra. Hoy hablamos de arte rupestre, ¿pero existía entre ellos una inquietud expresiva, una búsqueda estética?
La mayoría de los especialistas descartan la hipótesis de un “arte por el arte” o como actividad recreativa.
Lo ven, en cambio, como producto de una necesidad de comunicarse y transmitir símbolos, es decir, la de compartir un lenguaje e incluso información visual, al estilo de lo que hoy logran la publicidad o la cartelería. Y eso era posible, señalan, a través de formas que se vieran en el espacio común y perduraran.
Durante la mayor parte del siglo XX, sin embargo, la teoría más aceptada entre arqueólogos y prehistoriadores fue que se trataba de ritos mágicos, propiciatorios o “simpáticos”, en el sentido de que esas pinturas anticipaban visualmente futuras capturas de caza. Según esta perspectiva, se pintaba para que algo efectivamente ocurriera.
También se interpretaron las imágenes como símbolos de totemismo, de pertenencia a grupos sociales que se identificaban con el poder de un determinado animal.
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Movilizante. El imponente paisaje reúne bondades que potencian el poder de observación y ser testigo privilegiado de un escenario que no deja margen para perder ningún detalle.
¿Pero entonces? ¿qué ocurría con los signos abstractos? ¿O con la repetición de animales que no se cazaban? ¿Qué representaban? ¿Podría ser que las imágenes hubieran funcionado como símbolos de identidad común, de cohesión, de identificación entre las pequeñas comunidades y los territorios que habitaban?
Hay que tener en cuenta que la distinción entre diferentes esferas de la vida social, por así llamarlas, se corresponde con nuestro tipo de pensamiento, donde lo económico, lo artístico, lo religioso, lo afectivo, se registran como dimensiones relativamente autónomas entre sí. Pero es probable que para nuestros antecesores eso no ocurriera, sino que todos esos aspectos de la vida estuvieran mucho más imbricados.
Saberlo a ciencia cierta es imposible. Las obras sobrevivieron, pero el sentido que les daban seguirá siendo un misterio y un motivo de conjetura.
Hasta el año pasado, las tierras del Parque Provincial Cueva de las Manos, donde se encuentran las pinturas y varios otros sitios arqueológicos de enorme relevancia, permanecían en manos privadas. En julio de 2020 fueron donadas a la provincia de Santa Cruz por la Fundación Rewilding Argentina.
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Majestuoso. El parque provincial Cueva de las Manos se encuentra emplazado en el imponente cañadón del rio Pinturas. El lugar se erige en medio de un contexto agreste.
Ahora el sitio dispone de una extensa red de senderos que se pueden recorrer a pie y que permiten disfrutar con más libertad de los imponentes paisajes del cañadón del río, con sus paredes de hasta 300 metros que literalmente rasgan la estepa patagónica.
A veces, recortadas sobre un cielo con pocas nubes, las figuras de los guanacos vigilan la irrupción humana hasta que el macho da la orden de huida.
Grupos de choiques y pilquines también rondan la zona, más disimulados y atentos a que nadie acorte la distancia de fuga. También se avistan liebres, zorros, cóndores y hay quienes dicen que hasta pumas. No tuve el gusto.
Nuestro paso por el sitio fue, por desgracia, más fugaz porque representó solamente una posta dentro de un trayecto muy largo, que rondó los diez mil kilómetros. A Rosario le queda lejos como para ir varias veces, pero armarse un recorrido merece absolutamente la pena.
Cuando terminamos la visita, fascinados, llegó la hora de volver a la ruta. Y claro, ya había caído la noche y nos restaban unos 120 kilómetros hasta la localidad de Perito Moreno, donde podríamos dormir.
Había más de un camino para retomar la ruta 40 y nos recomendaron el más corto. Lo que no nos dijeron fue que además sería el más complicado por los desniveles de su geografía. Así que poco después nos encontrábamos cayendo por cuestas empinadísimas y sobre todo, después, tratando de remontarlas.
Como siempre nos ocurrió, prodigiosamente en algún momento apareció alguien dispuesto a auxiliarnos. Como otras veces, ni siquiera le vimos la cara.
Nunca supimos si era un turista o un local. Manejaba una camioneta, mucho más preparada para afrontar esos caminos que un auto como el nuestro.
El parpadeo cómplice de las balizas en la noche cerrada de la estepa nos fue haciendo el aguante en cada cuesta, atento a si lográbamos treparla.
Mientras bramaba el motor en los intentos, que obviamente eran casi imposibles de graduar, se nos cruzaban guanacos enceguecidos en carreras locas. Rebaños enteros o animales rezagados que buscaban reunirse con su tribu.
Fue complicado, pero en algún momento logramos salir de los cañadones y volver a la relativa horizontalidad de la meseta.
El guiño amigo de la camioneta cesó y un par de bocinas sellaron nuestro agradecimiento y su saludo.
Estábamos de nuevo en la 40. Y lo que viniera, como siempre, por delante.
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Mano con cerezas. El curioso monumento resalta al fruto típico de Los Antiguos, localidad de la región patagónica argentina.
Circuito para no perder de vista lo importante
No hace falta decir que la Cueva de las Manos y el cañadón del río Pinturas, incluidos otros sitios arqueológicos a los que se accede en la zona, merecen un viaje de por sí, pero es cierto que dadas las distancias conviene pensar en un circuito más amplio.
Sin perder de vista que en esa región de la Patagonia nada queda muy cerca de nada, se pueden incluir en el trayecto el pueblo Los Antiguos, capital nacional de la cereza, y el lago Buenos Aires. Del lado chileno ese espejo azul se llama General Carrera y en lengua tehuelche, Chelenko (Aguas Tormentosas). Después del Titicaca, es el segundo en superficie en toda América del Sur.
El camino de 57 kilómetros que une a Los Antiguos con la ciudad de Perito Moreno (nada que ver con el glaciar) es literalmente precioso, un escenario que hace soñar con La Comarca de los hobbits, de Tolkien.
Al llegar a Los Antiguos, sin embargo, personalmente sentí alguna decepción porque el pueblo parece haberse levantado a espaldas del lago.
Del otro lado de la frontera, si se cruza el paso Jeinimeini, se llega a Chile Chico. Allí también hay mucho para ver, entre otras cosas la famosa Catedral de Mármol, en medio del lago. Pero está claro que eso ya implica otros costos.
A unos 160 kilómetros de Los Antiguos se puede acceder a otro circuito por la ruta 41, puesta a punto y muy promocionada desde el año pasado: el que integran los lagos Posadas y Pueyrredón (conocido como el Camino de Monte Zeballos). Se implementó, incluso, un sistema de audioguía que va detallando los puntos clave del trayecto.
El Parque Nacional Perito Moreno (este tampoco es el que alberga el glaciar homónimo, localizado mucho más al sur) representa otro mojón, pero según cuentan tiene un acceso más complicado.
Y después está todo el resto. La Patagonia, como la Puna, es una tierra con vocación de infinito.