Su restablecimiento en 1983 contribuyó a la pacificación de nuestra sociedad luego de varias décadas en las que la violencia política fuera aceptada como una práctica legítima. Pero la pacificación también se manifestó en el modo en que la sociedad decidió procesar y tramitar los horrores del pasado, apelando a la justicia, aferrándose al Estado de Derecho y eludiendo toda tentación de venganza que repusiera la ley de la selva de la que veníamos.
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En algunas zonas son bienvenidas y esperadas las fuerzas de seguridad.
Foto: Rodrigo Abd / AP
Alguien podrá alegar que la violencia verbal practicada actualmente desde las redes, o los discursos del odio difundidos a través de ellas, desmienten aquella ilusión. En efecto, éstos reflejan una intolerancia que afecta la convivencia y ahoga la pluralidad de expresión que necesita una democracia para garantizar un debate público informado, y, más inquietante aún, instalan un manejo de la alteridad –un trato con el otro–, que puede escalar y derivar en otras formas de violencia.
Sin embargo, pese a su relevancia, este fenómeno no resulta equiparable a la presencia constante de las FF.AA. –una corporación estatal armada–, como un actor político decisivo a lo largo del siglo pasado, ni con la opción por la vía armada en los años 60 y 70, considerada entonces como un modo legítimo de acción política.
A 40 años del retorno de la democracia, son otras las formas de violencia que nos golpean y son otros los miedos que nos atraviesan como sociedad. El miedo –no los personales sino los compartidos–, es un factor crucial de la vida política que regula y disciplina los comportamientos colectivos.
Bajo el terrorismo de Estado prevalecía el miedo vertical, es decir, el temor de ser matados por el mismo Estado al que le confiamos nuestra protección. Ese peligro “vertical” no existe en la actualidad pues, aunque subsistan formas de abuso estatal en democracia, ellas no responden a un plan sistemático de exterminio, ni quedan exentas del alcance de la justicia, como sucedía en el pasado.
Los miedos de nuestro tiempo son de otra naturaleza y son otras las fuentes de incertidumbre que los promueven: miedo al desempleo, a la pérdida de futuro, pero también al extranjero, al diferente, etc. Muchos de estos miedos son comunes a otras democracias contemporáneas y se acentúan particularmente en sociedades multiculturales donde la afluencia de inmigrantes desata reacciones que dividen el mapa político y tensionan la convivencia democrática.
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Vía Honda, Rosario: posterior a la muerte de un niño la policía requisa a jóvenes.
Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital
En la Argentina actual, a esa lista transversal de miedos debemos agregarle aquel generado por la inseguridad, un sentimiento que se exacerba en distritos en donde el Estado se muestra impotente para garantizar la seguridad pública y la amenaza de las organizaciones criminales pone en cuestión el sentido y la justificación del Estado para una sociedad.
Recordemos con Zigmunt Bauman, que el Estado fue creado para enfrentar la ingente tarea de gestionar el miedo. Las teorías modernas que fundamentan su existencia -desde Hobbes en adelante-, sostienen que al confiarle el monopolio de la fuerza (los medios de violencia física), el Estado nos libera del miedo de matarnos entre nosotros. En el siglo XVII, en una Europa asolada por guerras civiles esta teoría ofrecía solución a un clásico dilema de la acción colectiva: cuando no existe confianza entre los individuos, solo un poder superior dotado de mayor capacidad, permite que nos concentremos en los asuntos privados sin temor a ser asesinados por otros.
La “solución hobbesiana” es una respuesta al “peligro horizontal” de que la gente se mate entre sí, pero la creación de ese mecanismo monopólico supone como contrapartida, el progresivo desarme de la población civil. En otras palabras, la construcción del Estado consiste, sobre todo, en un lento proceso de supresión de la violencia privada.
Esta premisa se resume en una ecuación simple: a mayor monopolio de la violencia legítima estatal, menor nivel de violencia interpersonal. Desde esta perspectiva, el monopolio estatal es convertido en condición necesaria para que surjan espacios pacificados y libres de violencia.
Sin embargo, esto representa un límite ideal no siempre verificable en la realidad, pues en la práctica, ningún Estado monopoliza completamente el uso de la fuerza. Como señaló Guillermo O’Donnell, todo Estado aspira, o declara que aspira a eso, aunque hay Estados que no han logrado completar su construcción o sencillamente, abdican de esa aspiración dejando que bandas o mafias usen la violencia sin que el Estado ni siquiera aspire a controlarlas.
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Empalme Graneros: desembarco de fuerzas en las calles, a pesar de ello volvieron las amenazas y balaceras.
Foto: Héctor Río / La Capital
Ese es el drama que enfrentan muchas democracias latinoamericanas asoladas por organizaciones criminales que ostentan un poder de fuego que rivaliza con el monopolio de la violencia que, por definición, le cabe al Estado.
Un informe sobre el estado de las democracias latinoamericanas elaborado por el PNUD en 2004, señalaba que al recuperar la democracia dimos por existente un Estado pos-hobbesiano que raramente existe en la región. En algunos países –agrega ese informe-, el Estado es impotente para brindar protección a la ciudadanía frente a la violencia privada y, bandas terroristas, mafias y organizaciones criminales de todo tipo, disponen de un poder territorial que les permite imponer sus propios códigos legales, cobrar sus propios “impuestos” y, algunas veces, lograr casi el monopolio de la coerción sobre los espacios que controlan.
Esta descripción, que siempre consideramos lejana y más pertinente para otros países de la región (Colombia primero, luego México), en los últimos años también se ha vuelto tristemente familiar para el nuestro, golpeando duramente nuestra vida cotidiana.
El “peligro” o “miedo horizontal” que actuó como justificación para el surgimiento del Estado moderno, recobra actualidad cuando la violencia privada se convierte en una fuente de incertidumbre que empobrece nuestra calidad de vida y rompe los lazos de confianza entre las personas.
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Más seguridad es uno de los reclamos persistentes en democracia ante la violencia y miedo que generan las economías ilegales.
Foto: Héctor Río / La Capital
El miedo se origina en lo que ignoramos y en especial, en la incertidumbre respecto a lo que nos puede pasar. Este es un punto sensible pues en el mundo actual –como sostiene Bauman-, el poder de ciertos actores está basado en su capacidad para convertir su conducta en una incógnita, en una fuente de incertidumbre para los demás. La “manipulación de la incertidumbre” -prosigue Bauman-, es la esencia de lo que hoy está en juego en la lucha por el poder, y esto parecen entenderlo muy bien las organizaciones criminales que asolan a la ciudadanía y ponen en jaque la sustentabilidad de nuestra democracia.
El miedo es también un disparador de demandas de orden que empujan a las sociedades a aceptar soluciones desesperadas y extremas, bajo la ilusión de hallar una pronta respuesta que corte de cuajo el problema que produce angustia y aflicción. Estos climas abonan el terreno para salidas simplistas que generan un aparente alivio inmediato, aunque rara vez aporten soluciones de largo plazo que atiendan la complejidad del problema. Son momentos excepcionales en los que las sociedades están dispuestas a restablecer la calma a cualquier costo y a preferir un “final terrible antes que un terror sin fin”, como señaló Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte.
En tanto esta incertidumbre no obtenga respuesta efectiva del Estado, esa angustia permanecerá latente e incrementará la desconfianza social frente a las instituciones que le deben protección, abriendo así las puertas para que nuevos ilusionistas ofrezcan soluciones mágicas de efecto inmediato, aunque pronto se revelen simplistas e ineficaces.
(*) Osvaldo Iazzetta es doctor en Ciencias Sociales (Flacso/Brasil y Universidad de Brasilia). Se desempeña como profesor e investigador de la Facultad de Ciencia Política y RRII (FCPolit, UNR, Argentina). Además, participó en numerosas publicaciones sobre democracia, estado y ciudadanía en América Latina. Entre ellas se destacan: Las privatizaciones en Brasil y Argentina. Una aproximación desde la técnica y la política (1996), Democracias en busca de Estado. Ensayos sobre América Latina (2007), y coeditó junto a Guillermo O’Donnell y Jorge Vargas Cullell, The Quality of Democracy. Theory and Aplications (2004), junto a Guillermo O’Donnell y Hugo Quiroga, Democracia delegativa (2011), y con Maria Rosaria Stabili, Las transformaciones de la democracia. Miradas cruzadas entre Europa y América Latina (2016)…
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