Granada es una ciudad húmeda y fría cuando se acerca el Año Nuevo. Tiene, dicen, un corazón negro. Sin embargo, el gris del cielo contrasta con los colores que imprimieron al paisaje los moros. Nadie extraña los azules, los colorados, los verdes o los violetas aunque afuera haya lluvia y niebla. Los mosaicos, la vajilla, las artesanías, los recuerdos de la feria: todo es una fiesta. En medio de aquella celebración estaba yo algunos años atrás, cuando llegué buscando el fantasma del niño moreno, el de las pestañas de plata. Esqueleto gigante de sultana gloriosa/ devorado por bosques de laureles y rosas.
Una tarde me senté en el Paseo de los Tristes, a orillas del río Darro –un hilo de agua, casi un arroyito– a mirar fijo la Alhambra. Agua muerta que es sangre de tus torres heridas,/ agua que es toda el alma de mil nieblas fundidas/ que convierte a las piedras en lirios y jazmines. Pedí una caña, abrí el cuaderno que había comprado un rato antes y me puse a escribir de corrido los primeros versos que me aprendí de memoria: Verde que te quiero verde. Bajo la luna gitana, las cosas la están mirando y ella no puede mirarlas. Era una invocación, claro. Pero nada.
Lo que entonces no sabía –y supe mucho después– es que Federico García Lorca había dejado huellas en la ciudad desde la que yo misma había partido y que su palabra arremolinada había resonado en los cielos diáfanos del Paraná el último mes del año 1933. A ochenta y cinco años de su caída definitiva, del grito de fuego final, busco pistas de aquella visita para intentar encontrarme, de una buena vez, con el más español y el más universal de todos los poetas.
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García Lorca junto a Pablo Suero en el andén de la estación en su llegada a Rosario, el 22 de diciembre de 1933.
Daniel Feliu, autor de García Lorca, el duende en Rosario (Baltasara Editora), cuenta que el andaluz bajó de un tren en la actual Estación Rosario Norte un 22 de diciembre exclamando: “¿Tenéis un río? ¿Por qué lo habéis encerrado?”. Las viejas y enormes estructuras grises que separaban la ciudad del agua eran un gesto prosaico sobre el que, como una palma abierta, chocaba la poesía. Sin embargo Federico, que llevaba el duende adentro y todo lo que miraba lo convertía (un aljibe en espejo y tumba, una rosa en sangre y espada) creó en un escenario su propia barranca.
En Corrientes 485 se erigía en la Rosario entonces el teatro Colón, un espacio que con 466 plateas y 70 palcos supo ser una de las principales salas líricas de la ciudad. Hoy un edificio se recorta en su lugar y lloran los fantasmas de los artistas que alguna vez pisaron aquellas tablas. Federico García Lorca preside el coro de los lamentos pero insiste, con la misma picardía de siempre, en que volvamos una y otra vez al texto que compartió allí la primera noche que pasó en Rosario: Juego y teoría del duende.
Me dispongo a leerlo en las cercanías de lo que otrora fuera un imponente teatro. Busco un bar y abro mis Conferencias, un librito azul, negro y morado editado por la Casa-Museo Federico García Lorca que viajó conmigo desde Granada a Rosario. Me dirijo directamente a una de mis marcas: la anécdota sobre La Niña de los Peines, la cantaora andaluza Pastora Pavón que una noche exponía su técnica magnífica en una tabernilla de Cádiz. Tan bien cantaba ella, tan correcta, tan entera, tan prolija. “Jugaba con su voz de sombra, con su voz de estaño fundido, con su voz cubierta de musgo; y se enredaba en la cabellera o la mojaba en manzanilla o la perdía en unos jarales obscuros y lejanísimos. Pero nada; era inútil. Los oyentes permanecían callados”.
El aire sobre el texto se suspende para mí y me detengo para imaginar qué habrá sentido el público sentado en las 466 plateas y 70 palcos del Colón en Rosario aquella noche de diciembre mientras escuchaba la historia en la voz del gran poeta. Cuenta Feliu que un testigo supo decir: “Su sonrisa se abría en la hueca boca del escenario como una flor de alegría”. Dicen también que después de la conferencia recitó algunos poemas del Romancero gitano. La moza me trae una cerveza. Me tienta responderle con acento andaluz, una destreza que aprendí de tanto ver películas dobladas en la adolescencia. Sin embargo, me callo y, como aquella tarde en el Paseo de los Tristes, me concentro en Federico, en el duende, en la difícil y sensible tarea de encontrarlo.
Conozco hacia dónde va la anécdota pero con la misma emoción de la primera vez sigo leyendo. La Niña de los Peines se decepciona y se enfurece ante la apatía de su público de borrachos. “Aquí no nos importan las facultades, ni la técnica, ni la maestría. Nos importa otra cosa”, dice Lorca que le dicen. Entonces sí que la Pavón se volvió loca, se bebió un trago como un rayo y con la voz caliente se puso a cantar como nunca antes había cantado: rota, perforada, dejando salir el sonido por todos los huecos. “La Niña de los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba oyendo gente exquisita que no pedía formas sino tuétano de formas, música pura con el cuerpo sucinto para poderse mantener en el aire. Se tuvo que empobrecer de facultades y de seguridades; es decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse desamparada, que su duende viniera y se dignara a luchar a brazo partido”.
Los oyentes del teatro habrán pensado, mientras escuchaban el final de la historia, que, si lo que se necesita es duende, entonces Federico García Lorca tenía alrededor todo un mundo maravilloso. Levanto la vista. Sé que la tarde cae tranquila sobre el Paraná, a mis espaldas. Roja, naranja, azul y violeta. Me parece escuchar a lo lejos el sonido de una ovación, un eco de aplausos. La conferencia del andaluz habrá terminado. Mientras junto mis cosas, leo despacito la conclusión de la anécdota, a ver si viene algún muerto a despertarnos: La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas sus formas. Sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas, con una calidad de cosa recién creada, de milagro, que llega a producir un entusiasmo casi religioso. Como el que produjo García Lorca en Rosario, tres años antes de ser horriblemente fusilado.