Definir como una ciudad de noticias falsas a un San Miguel de Tucumán cansado de ser el punto de retaguardia del ejército, fue el puntapié personal para una investigación en el marco de la Academia Nacional de la Historia, transitando los 200 años de la “no-muerte” de este general. Junto con el peso enorme del espacio salto-jujeño que había erigido a una figura como Güemes, la ciudad de San Miguel con unos 4 mil habitantes, experimentó hacia 1812, y nuevamente desde tiempos del Congreso, la cotidianeidad de alojar tropas que podían superar las 2 mil almas. ¡Se trata de al menos un soldado u oficial por cada dos habitantes! Una transformación notable y verdaderamente revolucionaria. La presencia de hombres armados, tanto en los preparativos, luego en el propio campo de batalla, como en los meses posteriores a un choque de armas, verdaderamente rompía la monotonía de las plazas y el silencio religioso. Perturbaba el ruido de las tabas y los naipes sobre el paño de una pulpería gauchesca. Este suelo norteño que se transformó con el trashumar de los caballos y los fusiles, fue para Belgrano un espacio habitado por el humo de sus pulmones, primero entre septiembre de 1812 y enero del año siguiente, y luego entre 1816 y los meses finales de su vida, en un Tucumán que contaba ya con diputados y aireados discursos del Soberano Congreso.
El primer momento de encuentro entre Belgrano y Tucumán fue entonces fugaz pero decisivo para la causa de la revolución. Implicó la responsabilidad de preparar al Ejército Auxiliar del Perú para vencer a los realistas primero en el Campo de las Carreras en Tucumán, aquél 24 de septiembre de 1812, y luego en la Batalla de Salta, ambas cruciales para hacer morder el polvo a las tropas del rey. Fue también su primer acercamiento hacia los pueblos norteños, a quienes los caracterizaban otros ritmos, otros calendarios, entre comidas e idiosincrasia propia.
Se trataba de sociedades tradicionales en donde el peso de los regimientos era entendido como un elemento incómodo, como un huésped cansador, o bien como una incursión de “porteños”, habida cuenta de la enorme magnitud de soldados y oficiales con este origen, tal como lo demostró el historiador Alejandro Morea. El reconocimiento para nuestros héroes no fue siempre instantáneo, y quizás no hemos logrado decirle en vida a Manuel Belgrano lo que uno quisiera decirle. Tarda en llegar decía un gran músico de rock en una versión magnífica, con la voz de la tucumana Mercedes Sosa. Luego de los triunfos en Tucumán y Salta, el propio Manuel Belgrano podía sentir en sus venas al menos una pizca de esa resbaladiza recompensa.
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Ilustración de la Batalla de Tucumán.
Fuente: www.argentina.gob.ar
Desconfianzas populares frente a la Batalla de Tucumán
Esta montañosa y verde geografía de Tucumán, era doblemente lejana, respecto del mundo europeo, y en cuanto a su vínculo con el puerto de Buenos Aires. Fue sin embargo un territorio central por su calor bélico y por los circuitos del Alto Perú, cruzando la ciudad de Salta con quién hacia 1812 todavía integraban una misma Intendencia. El ritmo de vida venía modificando hábitos, principalmente desde hace unos años con las noticias de la Primera Junta, y los inicios de la guerra, pero el tiempo litúrgico, el ir y venir de carretas marcaba también una continuidad con el cansino andar de tiempos coloniales. Es que el polvo de los ejércitos, el reclutamiento y una nueva relación con el peligro de muerte fueron modificando los ánimos colectivos, no siempre para bien.
De las 151 batallas registrada en el territorio rioplatense, según la historiadora Paula Parolo, 88 de ellas ocurrieron en suelo septentrional, sea Tucumán, Salta o el Alto Perú. Estos números rojos, no niegan historicidad al aporte del área cuyana, fundamental para el Ejército de los Andes, ni a un Rosario comprometido con el origen de la bandera, ni menos aún a Buenos Aires, numen de la revolución. Acaso estos números muestran que el norte fue el espacio por excelencia que signó la acción del Ejército Auxiliar del Perú, creado con el objetivo de incursionar precisamente en aquella geografía sinuosa. Es conocida la importancia que Potosí tenía para la élite revolucionaria, pero conocemos también el fracaso que tanto Belgrano como otros generales tuvieron en la tarea de convertir al Alto Perú en parte de aquella nación que no terminaba de nacer. Pero volviendo a San Miguel de Tucumán, es notable la forma en la que el sonido tranquilo de las campanas de iglesias pronto devino en el clarín de una guerra sangrienta.
Tensiones frente a Belgrano. El miedo a morir en batalla
Luego de las tensiones por el éxodo jujeño, iniciado el 23 de agosto de 1812, el Ejército continuó su lento descenso por un Virreinato ya partido, cumpliendo la orden del Triunvirato de retroceder hasta Córdoba. En esas largas travesías en las que las carretas se movilizaban, la población de Jujuy, mostró de manera explícita y a veces solapada sus quejas y lamentos. Más de una familia campesina debió haberse preguntado quién era este nuevo general de poca experiencia, aquél que venía imponiendo el uso de una extraña bandera pocos meses antes desplegada en Rosario. A los realistas el cuadro de un Jujuy devastado por el fuego le valió enjundia contra el joven abogado que incursionaba en la táctica militar. “Belgrano es imperdonable, y el espectáculo es tristísimo”, notificó Pío Tristán a Goyeneche mientras se preparaban en obtener un nuevo triunfo. Mientras un ejército patriota desmantelado trataba de lograr varios metros de distancia con respecto a su perseguidor, no faltaron las broncas y llantos por tanto suelo perdido, y más de un soldado debe haber recordado entre lágrimas la masacre vivida en el año 1811 en Huaqui.
Cuenta la leyenda, y ratifican los documentos, que el Ejército llamado “del Norte”, o Auxiliar del Perú, llegó a comienzos de septiembre a un sitio cercano a San Miguel de Tucumán, en uno de los tantos campamentos en los que detenía su marcha obligada hacia Córdoba. Este sitio hoy patriótico, llamado “La Encrucijada”, a 56 kilómetros de San Miguel, marcó un giro inesperado. Miembros del pueblo, entre ellos el hacendado e influyente Bernabé Aráoz, y algunos religiosos con cara pálida, se acercaron a Juan Ramón Balcarce y a Manuel Belgrano rogando por la posibilidad de dar batalla a los realistas en aquél suelo septentrional.
El entusiasmo nacía del miedo a ser arrasado, pero también de cierta esperanza militar que se agigantaba sabiendo que el Ejército Auxiliar había tenido una pequeña victoria días antes, en el Combate de Las Piedras. El salteño Rudecindo Alvarado, elocuente en sus argumentos en aquel campamento, vio brillar en la fogata alguna luz mayor que cualquier noche de luciérnagas. A Manuel Dorrego, alerta en estas noches desveladas, le brilló también el sueño de enfrentar al adversario sin darle más respiro en su avanzada. Pero no todas fueron rozas, en parte porque muchos norteños sentían tan intruso al ejército al que apodaban “porteño”, como al propio enemigo realista. Y este pánico previo a la batalla no reconocía diferencias socio-étnicas, de género, ni edad, ya que podía abrazar al conjunto de la población, conscientes de vivir tiempos turbulentos. No se sabía entonces que pronto Fernando VII retornaría al poder y enviaría refuerzos que implicarían ganar o sufrir las represalias.
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El eco femenino en la guerra. ¿Apoyar a los realistas?
Desde su cómoda casa de patios, a cien metros de una plaza de tierra que se reconocía como principal, Francisca Bazán de Laguna se permitía desconfiar del rumbo revolucionario. A pocos metros de su solar, las misas del imponente edificio de San Francisco habían reemplazado la tranquilidad de Dios, por el ruido de las armas. Noche y día, 50 peones de rostros andinos trabajaban en una improvisada fábrica de “armas de chispa”.
Por dentro de las columnas torsas de aquella casa que pronto sería sede del Congreso, los hijos de Francisca discutían en la sobremesa sin saber que las habitaciones y patios de la infancia serían 200 años después un museo que recuerda el paso de la guerra por el norte. Para Nicolás, formado en jurisprudencia en Córdoba, no había dudas en apoyar a Belgrano, pero su hermano el cura Miguel Laguna prefirió acercarse a Pío Tristán, pensando quizás que el cielo simpatizaba con el color rojo español en la primavera de 1812. Más humilde que la noble Francisca, y más cerca del campamento de La Encrucijada, una mujer llamada Petrona Correa se quejaba de que el paso de los patriotas le había ocasionado destrozos en animales y muebles, y decía no conocer si era mejor apoyar a las armas reales o a los vándalos revolucionarios. Si rompían útiles vitales en cada mañana, si no respetaban a un rebaño difícil de adquirir, o si Lamadrid iniciaba quema de pastizales, una ya no podía saber a quién diablos apoyar, suspiraba entre pucheros Doña Petrona.
Otras voces anti-belgranianas
A diferencia de los hombres y mujeres que vibraban los posibles resultados de las batallas, conocemos hoy de antemano la notica adversa o favorable de cada desenlace antiguo, ya que lo miramos desde el cómodo sillón del presente. Por poco que nos gusten los manuales, sabemos que en la década de 1810 hemos logrado constituir un país, aún con dificultades. Ese destino no escrito era desconocido para los contemporáneos, que solían dudar de la capacidad de caudillos como Belgrano para barrer toda la resistencia española. Un triunfo de los Borbones podía abrir las fauces a una represión brutal por parte de Fernando VII. Es cierto que las batallas de Tucumán y Salta fueron sembrando confianza en un rumbo favorable, pero hasta que eso sucedió la incertidumbre parecía devorar a las personas como una bestia temible. En junio de 1812, a meses de haber asumido, Belgrano sostenía que los pueblos del norte solo mostraban “quejas, lamentos y frialdad”.
La bandera y los símbolos que tanto le obsesionaban, además de nutrir la disciplina militar, quizás podían servir para insuflar ánimos. Ni el mismo Belgrano confiaba todas las mañanas en sus talentos, ya que por momentos parecía según sus palabras que los pueblos americanos “preferirían al realista Goyeneche”. En efecto, en estos meses desde Tucumán, el jesuita Domingo Villafañe decía que el ejército era un peso insoportable para la población, y que Goyeneche era “él único patriota”. Este singular personaje religioso, que decía estar menos preocupado por el desenlace de las armas, que, por los Santos Evangelios, discurría con su amigo cordobés Ambrosio Funes acerca de la calidad de las naranjas valencianas. En una correspondencia siguiente cambiaba de tema hacia su posible viaje a tierras araucanas a evangelizar pueblos, y reía a carcajadas en párrafos siguientes al jactarse de haber besado los pies del papa Pío VI en Europa. Luego, con el resultado puesto a favor del Ejército Auxiliar del Perú, el longevo Villafañe observó con cierto interés instancias como la Asamblea de 1813 y el Soberano Congreso de 1816, pero siempre adelantando que su prioridad era simplemente asegurar la continuidad del culto a la Virgen, además de evitar castigos a quienes habían nacido en la península.
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Parque Nacional a la Bandera, Rosario 2022.
Foto: Archivo La Capital
Una canción en medio del campamento militar
Hemos indicado ya la importancia de esta batalla decisiva, que permitió a este ejército que oscilaba entre 2 mil y 3 mil integrantes, pasar de una posición defensiva hacia una ofensiva, consolidando pronto esta recuperación física en tierras salteñas. Los documentos muestran que los triunfos crearon mayor adhesión revolucionaria, aun cuando se apoyaban en una población asqueada de campamentos, préstamos forzosos y hospitales de sangre. Los rumores contra Manuel Belgrano continuaron, aun cuando se saboreaba la miel lograda en Tucumán.
Días después del triunfo, y antes de partir hacia zona salto-jujeña, a un oficial de origen cuyano llamado Pedro Regalado de la Plaza se le ocurrió la idea de acompañar su guitarra con versos y rimas picarescas. Belgrano era muy disciplinado y quería cortar de raíz los excesos, y no era muy amigo de comportamientos raros. Quizás le evocaban recuerdos amargos que lo retrotraían hacia su antecesor José Rondeau, quién no había logrado dar orden a los soldados, y era uno de los responsables del anterior desastre de Huaqui. Todo era objeto del control belgraniano, juego de naipes, apuestas, uso adecuado de la vestimenta y la relación con las mujeres de cada pueblo, apero además en estas canciones advertía algo más. La canción del oficial cuyano contenía versos hirientes contra el salteño José Moldes, quien también era parte del ejército y a quién se lo consideraba autoritario y díscolo. El general Belgrano, más allá de sus propias diferencias con Moldes, entendía que esas rimas eran una muestra de descontento, y de pérdida de moral, por lo cual separó de inmediato al oficial Plaza, aprovechando el incidente para reafirmar su disciplina de corte prusiano y napoleónico.
Las dudas y rumores contra Manuel Belgrano no terminaron en 1812, sino que se expresaron nuevamente en Tucumán en tiempos del Congreso, e incluso en esas mismas tierras en los meses de agonía del abogado, cuando también moría la década revolucionaria. Casi lo atrapa el sueño eterno en tierras tucumanas, pero también encontró aquí el amor local de Dolores Helguera, con quién tuvo una hija: Manuela Mónica, de quien no hay una información muy vasta. El resto es conocido: los doscientos años de vida cívica de la Argentina fueron acumulando un reconocimiento enorme para este verdadero padre de la patria, a quien ningún palabrerío frenó en su andar.
(*) Dr. Facundo Nanni (Conicet - Junta de Estudios Históricos de Tucumán).
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