Si en sus tiempos de ministro Juan José Aranguren reconoció, para justificar los aumentos de tarifas, que “tenía una planilla de Excel que cumplir”, en algunas áreas de su gestión también Alberto Fernández exhibe dificultades para trasladar lo que dicen los papeles a la realidad.
Días atrás, el secretario de Justicia de Santa Fe, Gabriel Somaglia, deslizó al pasar en una entrevista radial que le había llegado pocas horas antes “un archivo pdf” con el decreto a través del cual Fernández dejó sin efecto otro decreto: el que dispuso la intervención de Vicentin como primer paso hacia la expropiación. De ese modo, el proceso que había empezado como una gesta por la soberanía alimentaria terminó en un gris trámite administrativo.
Lo cierto es que, más allá del tendal de heridos que pueda dejar una futura quiebra del gigante exportador y de la carta que eventualmente puedan jugar el presidente y el gobernador Omar Perotti, en dos meses de incursión en ese caos de mamushkas societarias Fernández nunca supo dónde ni cómo construir una mayoría que permitiera el rescate de la empresa: en el concurso judicial, el Congreso y, mucho menos, la opinión pública.
El hilo común a las declaraciones del ex CEO de Shell y las movidas del presidente parece ser uno de los principales pecados en política: el voluntarismo. Una visión que suele sobreestimar las fuerzas propias y que suele terminar en impotencia.
Hasta aquí, el gobierno se ha desenvuelto con más prestancia en las políticas distributivas (IFE, ATP), en las que los enemigos son situaciones (el aumento de la pobreza) y no bloques de actores, que en aquellas redistributivas, que implican extraer recursos de unos para dárselos a otros: impuesto a las grandes fortunas o Vicentin.
En ese marco, la marcha atrás frente a las protestas contra la expropiación de Vicentin parecen mostrar que, pese a su promesa de campaña, Fernández trabaja con la hipótesis de que la lógica de “empate” de la grieta seguirá marcando el pulso de la política por un buen tiempo más.
En la década del 70, el sociólogo Juan Carlos Portantiero acuñó el concepto de “empate hegemónico” para describir la realidad argentina entre 1955 y 1973, signada por la proscripción del peronismo y la inestabilidad de gobiernos civiles y autoritarios. La característica central del período fue que las distintas fuerzas sociales podían vetar los proyectos de sus adversarios, pero no tenían el poder necesario para imponer el propio.
Transcurridos casi ocho meses de mandato, Fernández ya debería haber reconocido que los cacerolazos de algunos sectores de la clase media serán la música funcional de su gobierno y que, haga lo que haga, siempre estará detrás la mano de Cristina Kirchner.
En ese sentido, terminar con la grieta parecería significar no una Argentina sin conflicto —algo imposible— sino una en que los conflictos son canalizados, gestionados y, sobre todo, son productivos: desbloquean situaciones y permiten llevar el país hacia algún lugar.
Riesgos en el horizonte
Al respecto, el anuncio de una reforma judicial parece condensar los claroscuros de la administración Fernández. Se elige un adversario desprestigiado, se arma una comisión de expertos bastante federal, que orilla la paridad de género, en la que participan juristas críticos del gobierno, pero a la que también se convoca al abogado de Cristina. La política, según Maquiavelo, es un terreno donde dominan las apariencias: más que ser, importa parecer.
El derrotero de la reforma judicial entraña al menos dos riesgos. El primero es que crezca la tensión entre la legalidad y la legitimidad de las modificaciones: la visión de un sector de la sociedad, no sólo del núcleo duro del macrismo, de que esos cambios pueden ser legales pero no deseables o válidos. El segundo es que también una amplia porción de la sociedad, incluso votantes del Frente de Todos (FdT), lean que la agenda de la política se divorcia de las demandas sociales, justo en el peor momento del combate a la peste y cuando los motores de la economía están lejos de encenderse por completo.
En ese escenario, algunos mensajes de la primera plana del kirchnerismo podrían adelantar una dinámica política más tensa. En la sesión del viernes pasado, el presidente del bloque del FdT en Diputados apuntó los cañones hacia el antecesor de Fernández: dijo que Mauricio Macri “es mucho mejor turista de lo que fue como presidente”.
No quedó ahí: ayer, Cristina y el ministro del Interior, Eduardo Wado de Pedro, cuestionaron la represión de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires contra quienes se manifestaban en el tercer aniversario de la desaparición de Santiago Maldonado y por la aparición de Facundo Astudillo Castro, mientras a pocas cuadras de allí se realizaba una protesta contra la cuarentena y la reforma judicial. “Wado tiene razón: para el gobierno (porteño) no todos los ciudadanos y ciudadanas son iguales”, fustigó la vicepresidenta.
En ese contexto, si la situación en los frentes sanitario y socioeconómico siguen deteriorándose, tal vez el presidente no tenga otra opción que recostarse sobre la grieta de la que reniega. La clave ahí será, como planteó la politóloga Esperanza Casullo, “elegir los conflictos y no que los conflictos lo elijan a él”.