El timbre y el celular empezaron a sonar al mismo tiempo. Con insistencia. Eduardo Trasante y su esposa Carolina habían llegado hacía minutos y estaban en la planta alta de su casa de pasillo, en San Nicolás al 3600, cambiando a la beba de ambos. “Buscamos al Edu. Venimos de parte de Caty”, le dijeron a la mujer cuando fue a atender. En plena pandemia, estaban acostumbrados a recibir pequeños grupos de gente a celebrar cultos religiosos. Y la mención a Caty, hija del pastor, animó a Carolina a entreabrir la puerta. Eso bastó para que dos hombres con armas entraran a la vivienda y mataran con dos tiros al pastor evangelista. “Entraron como si nada y se fueron como si nada”, contó este miércoles la mujer al brindar su testimonio, desgarrado pero firme, en el segundo día del juicio por el crimen del ex concejal.
Es la primera vez que se conocen detalles de lo que qué pasó adentro de la casa de Trasante cuando dos sicarios entraron preguntando por él y le dispararon sin decir más que su nombre. Hasta aquí se sabía lo que captaron las cámaras del barrio: en una secuencia de siete minutos, los atacantes pasaron en un Peugeot 308 robado días antes, lo estacionaron en un pasaje cercano y llegaron hasta la casa caminando. Después de matar a Trasante se fueron en ese auto, que apareció abandonado la madrugada siguiente en barrio Tablada.
“Fue terrible. No solamente por quién era Eduardo, mi compañero y papá de mis hijos, sino por la impotencia de ver los disparos, de ver la sangre y no poder hacer nada por él”, expresó Carolina Leones en su declaración de tres horas ante los jueces Paola Acosta, Pablo Pinto e Ismael Manfrín. Ella fue testigo directa de lo que pasó esa tarde del 14 de julio de 2020. Desde ese mismo día ingresó a un programa de protección de testigos. Vive con custodia y se tuvo que mudar con sus tres hijos lejos de Rosario.
El tribunal juzga a Alejo Leiva, Facundo López, Brian Alvarez y el condenado por narcotráfico Julio “Peruano” Rodríguez Granthon. Los acusan de haber comprado el auto usado por los sicarios ante órdenes del Peruano, preso entonces en la cárcel de Piñero. Si bien los autores materiales no fueron identificados y se desconoce el motivo del ataque, afrontan un pedido de prisión perpetua como partícipes necesarios del asesinato.
Luego de algunas interrupciones por cuestiones técnicas y del litigio, la mujer comenzó a declarar. Con el paso de las horas, un clima sobrecogedor se apoderó de la sala, desierta de público en la planta baja pero colmada en la grada superior por compañeros de militancia de Trasante en el partido Ciudad Futura.
Carolina y Eduardo se conocieron en 2013, cuando ella comenzó a asistir a reuniones del culto religioso que él celebraba en San Martín y Uriburu. El era padre de cinco hijos y para entonces ya había perdido a Jeremías, una de las víctimas del triple crimen de Villa Moreno de enero de 2012. En mayo de 2014 matarían a tiros a su hijo Jairo tras una pelea a la salida de un boliche céntrico. Cuando asesinaron a Eduardo en 2020, llevaban cuatro años y medio en pareja, tres años de casados y habían tenido una beba.
Ese día, contó Carolina, arrancó como todos: Eduardo se levantó temprano a preparar el desayuno y el mate. Vivían con la hija menor del primer matrimonio del pastor, los dos hijos de ella —una nena de 11 años y un chico de 9— y la beba de ambos. Ese mañana además estaban otra hija de Trasante y una amiga de los nenes. Salieron temprano para realizar repartos de un emprendimiento de ella, que había quedado con su hermana en visitar la tumba de su madre en el cementerio La Piedad. Eduardo las llevó en auto.
Se reencontraron pasado el mediodía y a eso de las 14.30 volvieron a la casa de calle San Nicolás, apurados porque ella tenía que dirigir una reunión de mujeres en la iglesia. “Eduardo se puso a cambiar a la nena. Los demás chiquitos estaban en su habitación. Empezó a sonar el timbre y mi celular, que yo había dejado en un mueble de la cocina. Le grité a mi nena que fuera a ver quién tocaba el timbre”, contó Carolina. Su hija fue hasta la puerta pero volvió enseguida: “Mamá no sé quiénes son. Son dos varones”.
“En medio del caos, preparando los bolsos y a la bebé, el timbre y los ruidos, la reté y fui yo. Cuando miré por la mirilla no los conocí. Pregunté qué querían y me preguntaron : «¿Está el Edu?». Dijeron que venían de parte de Caty, la hija de Eduardo. Era muy normal que la gente tocara el timbre o preguntara por él en casa por su rol espiritual”, siguió contando Carolina con un temblor en la voz.
>>Leer más: ¿Quién mató a Eduardo Trasante?: una pregunta que a dos años del crimen sigue sin respuesta
Apenas destrabó la puerta y la entreabrió, los atacantes entraron. Un muchacho muy joven que parecía menor de edad, alto, delgado y “rubiecito”, de buzo con capucha gris y un barbijo mal colocado, le apuntó con un arma. El otro, petiso, de más edad, pelo negro, también armado y con barbijo, fue quien “llevó adelante toda la situación”. Llevaba una campera negra con inscripciones en blanco y una gorra de lana. Enseguida se adelantó a caminar por el pasillo.
Ese pasillo de unos cuarenta metros se le hizo “eterno” a Carolina, que rogó por la vida de sus hijos. “A vos y a tus hijos no les va a pasar nada”, le avisaron. Al llegar al patio, donde se abren dos entradas hacia la casa, el mayor de los agresores ordenó: “Vení, llamalo, hacelo que baje”. Carolina hizo una breve pausa para llorar, pero enseguida recordó cuáles fueron sus palabras: “Eduardo, ¿podés venir?”.
En el comedor, con un atacante a cada lado y en diagonal a la escalera caracol de la casa, vio que Eduardo alcanzó a bajar dos o tres escalones y se agachó a mirar quién estaba. “El más petiso le dice «Ey, Edu», levanta la mano y dispara. Eduardo tiene el reflejo de levantar la mano, agachado, y pega un grito. Esta persona, que había un paso para atrás, se vuelve y enseguida se escucha otro disparo. El cayó automáticamente debajo de un escritorio que teníamos al pie de la escalera”. El primer tiro dio en la mano del pastor, el segundo en la cabeza.
Carolina intentó pedir ayuda pero su celular, el que había sonado tanto, había desaparecido de la casa y nunca se encontró. Salió a la calle, gritó y la asistieron algunas personas. En medio del shock decidió adherirse al programa de protección y ese mismo día, con ropa manchada de sangre, se fue de Rosario: “Fue literalmente agarrar a mis hijos y una bolsa de pañales e irme, sin saber adónde”.
“Mi vida cambió totalmente. Eduardo era el sostén del hogar, tuve que dejar mi casa, perdí una vida entera”, dijo Carolina, y contó que desde ese momento su vida es un “calvario”: “Mis hijos nunca más van a poder vivir en esta ciudad a la que mi esposo le entregó la vida porque volver a Rosario es dolor. Vivimos con mucho miedo de lo que nos pueda pasar”.