Más allá de la ciencia, los avances sobre una posible vacuna y los millones invertidos por los gobiernos de los países centrales —así como algunos magnates—, por ahora la pandemia del coronavirus apela fundamentalmente a los lazos solidarios para evitar la expansión del virus. Obliga a tener en cuenta la presencia del otro que, en muchos casos, tal como sucede con personas mayores o con patologías de base, son más vulnerables: pueden enfermarse más fácilmente e incluso morir. Sin embargo, es el Estado el que debe poner límites ante el individualismo exacerbado. Conductas que la psicóloga, titular de la cátedra de Teoría Social de la UNR y magíster en Salud Pública, Marisa Germain, asegura “rayan con la estupidez humana”, pero que se explican en décadas de “culturas neoliberales que favorecieron la creencia de que se puede sostener la propia existencia en grados de absoluta autonomía respecto de los soportes colectivos”. Lo que hace la pandemia, afirma Germain, “no es más que actualizar la idea de que por muy solos que creamos que podemos vivir, estamos todos en el mismo barco”.
—La pandemia obliga a cuidarse uno y a los otros. La consigna “Quedate en casa” no es sólo para cuidarse uno mismo, sino para cuidar a los demás, más débiles. ¿Cómo estamos ante un escenario como este que apela fundamentalmente a los lazos solidarios?
—Estamos mal, muy mal y por varios motivos. Primero porque la cultura que viene prosperando desde los años 90 en la Argentina, pero también a nivel internacional, es una cultura que favorece la radicalización del individualismo. Las culturales neoliberales favorecen lo que (Manuel) Castells llamó “el individualismo por exceso”, que no es más que aquél que cree que puede sostener su propia existencia en grados de absoluta autonomía respecto de los soportes colectivos. Y está convencido de esto porque el dinero y la formas sociales de este capitalismo neoliberal favorecen esta creencia. Lo que en ese marco hace la pandemia es actualizar una idea muy vieja de las ciencias sociales, que es la idea de que, en realidad, por muy solos que creamos que podemos vivir, estamos todos en el mismo barco.
—Esa es una idea que se fue diluyendo...
—Sí, esa idea que fue muy fuerte en los contextos de guerra y posguerra, y estaba muy presente en la vida colectiva del siglo XX, se fue perdiendo. Y otro elemento importante en términos históricos es la extinción de las grandes epidemias y las enfermedades infectocontagiosas que hubo incluso hasta las décadas del 60 y 70, como la epidemia de polio. La extinción de eso nos hace avanzar en la creencia de que estamos libres de la relación con los otros, en contraposición a la epidemia que incluso en el marco de la cuarentena deja en claro que no podemos esquivar el vínculo con los otros, que no podemos vivir sin esos vínculos, y lo deja en claro de modo patente y angustiante a la vez. Lo que veníamos viendo en los últimos 30 años del siglo XX es que parecía que habíamos zafado de esa relación, porque las enfermedades infectocontagiosas más grandes habían retrocedido mucho e incluso desaparecido. Y me parece que estamos mal preparados porque las formas en que cambió el modo de tratarnos van cada vez más en la dirección que nos pensamos como individuos que priorizan sus propios deseos y necesidades, descuidando el vínculo con el otro. Lo que acá no se percibe y la pandemia reintroduce, y en Italia es donde ya más se percibe, es la necesidad de los vínculos comunitarios y solidarios para enfrentar estas restricciones.
—Allí aparece el rol del Estado, que es el que marca además esas restricciones.
—Acá es cuando se vuelve a mirar el Estado como la encarnación de la autoridad y la potencia de la vida colectiva, porque lo aparece es la apelación del Estado a la vida colectiva. Se cansan los gobiernos de advertir que sólo con el Estado no alcanza, también debe haber responsabilidad ciudadana, y remarcan: “Acuérdense que si nosotros no nos responsabilizamos del vínculo con el otro, la vamos a pasar mal, muy mal”. Y ahí aparecen los modos de comportamiento que vemos que rayan la estupidez de todos esos conciudadanos que hacen caso omiso a las advertencias.
—Y que en este caso, no son los sectores iletrados y más vulnerables.
—De ninguna manera, porque lo que se juega allí es la omnipotencia del dinero. La idea de que hay una superioridad económica que te da inmunidad en lo social. Es el juego entre la inmunidad y la omnipotencia, que no les permite entender que además de ser un ataque al otro, es también un boomerang. Entonces aparecen queriéndose comprar respiradores artificiales propios, que no es más que una forma paroxística del individualismo, además de una fantasía loca.
—A ese contexto se suma el miedo, la persecución de ese otro que como vector de la enfermedad puede resultar una amenaza.
—La denuncia para nosotros, en la Argentina, tiene una connotación y un peso diferente en relación a nuestro pasado de persecución política durante la última dictadura. Entonces, la denuncia no es un paso fácil y natural. Resulta posible para quienes de alguna manera compartieron ideológicamente posiciones con la dictadura, para quienes no hay una carga de delación y, por eso, pueden juntar la lógica de la denuncia con un elemento protectivo y de apelación a la autoridad del Estado. Entonces lo que en otro momento fue “sacame los pobres que me molestan”, ahora, con la pandemia, puede ser cualquiera que me pone en riesgo, y no aparece ningún elemento solidario en la denuncia, sino un rechazo xenofóbico.
—Una actitud segregatoria.
—Michel Foucault decía que el principio de la razón del Estado está justamente en las grandes epidemias. Uno de los principios que permitieron extender esa razón, como principio totalizador y organizador del Estado fueron las grandes enfermedades en función de la preservación de la vida. No creo que haya elementos totalitarios en los que ejercen la autoridad para preservar la vida colectiva, creo que es un principio de supervivencia. Sí vemos en estos días una autoridad fuerte de un Estado que dice esto sí y esto no, pero hay que saber distinguirlo.