Un monumento, un colectivo descapotable, banderas. Muchas banderas argentinas. Cotillón y redoblantes. Euforia, mucha euforia. Demasiada. La adrenalina reventando el termómetro de las emociones y todos los condimentos necesarios de una noche inimaginable. Una copa y ella, una Maga que la atesora contra su pecho. Luciana Aymar, la única hija dilecta de Rosario en este equipo, tiene una bandera celeste y blanca envuelta en el cuello y una galera con los mismos colores. Claro, cómo no va a tener una galera. La noche del 11 de septiembre no termina nunca. O sí, pero continúan los festejos en las primeras horas del 12. Las Leonas campeonas del mundo por segunda vez en la historia no quieren que esto se termine. Como tampoco lo quieren esa chicas que lloran y corren sin parar, que se trepan en algún lado para verlas más cerca. Que a esta hora, ya tienen toda la pintura de la cara corrida, desparramada, seca, sin brillantina, más los pelos revueltos. Y están casi sin voz. Porque gritaron todo el día en el día inolvidable en el que este fenomenal equipo argentino tocó el cielo con las manos en la Cuna de la Bandera.
No es un capricho empezar este relato de atrás para adelante. Para nada. Porque ese monumento, el emblema más importante de la ciudad, el ícono de la bandera latió con ellas desde el primer día. Incluso antes. Previo a la inauguración del Mundial de Hockey 2010, Las Leonas Macarena Rodríguez y Romina Vatteone izaron la insignia patria y específicamente el 27 de agosto, dos días antes del inicio de la competencia, esa explanada se tiñó de celeste y blanco para recibir a los mejores 12 equipos del mundo en lo que fue el escenario de la apertura oficial. ¿Alguien imaginó alguna vez que una chica iba a deslizarse con un palo de hockey por una de las paredes del mismísimo monumento, sobre su torre central? Quizás pocos. Pero ese guiño de los organizadores dio indicios de lo grande que podía ser eso que venía: la Copa del Mundo.
Durante más de dos semanas Rosario respiró un aire especial, entremezclado con el olor de pastizales, sabana y llanura. Fue el hábitat natural de Las Leonas. El ambiente perfecto para que ellas se sintieran idóneas cada vez que les tocaba entrar a la cancha de un Estadio Mundialista especialmente construido para la ocasión. En las peatonales, en los bulevares, en el centro, pero también en los barrios. En la cancha y en los bares, en cada negocio, en cada vereda. En todos lados se hablaba de estas chicas que copaban vidrieras, publicidades, se convertían en plotters y además deslumbraban con un hockey excepcional, de altísimo vuelo. Volaban, estas Leonas volaban. Como volaba en el aire esa sensación de que, amén de que los otros once seleccionados también querían ser campeones, esta copa iba a ser para Argentina. No había manera de que se les escapase.
Y ese estadio, el Mundialista, que hoy lleva el nombre de Luciana Aymar, reina madre de todo ese asunto, jugó su partido. Poblado cada día, tímidamente al principio y desaforado después hasta convertirse en una locura para el hockey mundial. Es cierto que Las Leonas son quizás uno de los seleccionados más queridos y que cuando van al interior del país las ciudades se ponen un poco patas para arriba. Pero nunca como en Rosario 2010. Literalmente, esas tribunas latían. Y eternizaron en esos días el tarareo y bailecito cada vez que sonó el himno nacional argentino que ahora es clásico cada vez que se presentan. Pobres jugadoras holandesas el día de la final ante Las Leonas, cuando el sonido se tornó estremecedor. Más de una habrá querido salirse de los botines ahí mismo. 15 mil personas y muchas otras afuera llorando por no conseguir una entrada incluso a cualquier precio y un 3 a 1 en el partido definitivo para ganar la copa. Y explotar de una vez por todas.
Ahí está ella ahora, Luciana Aymar de nuevo, en el medio de la cancha. Las autoridades de la Federación Internacional le entregan el trofeo preciado. Capitana y figura, va a levantar la copa a pocas cuadras de la casa en la que nació. Es el foco de todos. Llora, sonríe, la besa y la rinde en tributo a esas compañeras sin con las que nada de esto hubiera sido posible. Las gradas estallan, hay gente que salta a la cancha, que las quiere tocar, que llora, llora, llora y aplaude hasta quedar con las palmas rojas. Otros saltan, miran al cielo. ¿Puede el deporte emocionar así, hasta la médula? Sí. Puede.
Trece kilómetros separan el Estadio Mundialista del Monumento Nacional a la Bandera. Las Leonas se suben a un colectivo descapotable y emprenden la vuelta al centro, donde concentraron por casi 20 días. Pero no paran en el hotel. Van hacia el ícono de la argentinidad, punto neurálgico de festejos y reclamos. Las siguen decenas de autos, cuerpos salidos por las ventanillas, banderas que flamean más plenas que nunca. Algunos corren a ese colectivo, lo corren hasta donde dan las fuerzas. Como hormigas, la gente va saliendo de casas y bares y se para en el medio de la calle para entregarles saludos, aplausos o simplemente tirarles besos. Ellas ahí arriba, extasiadas pese a tantos torneos ganados, levitan en el aire como heroínas de una historia fantástica.
Llegan al Monumento. Hay más gente que toda esa que las siguió en el trayecto. Están también los que no pudieron conseguir una entrada o no pudieron pagarla y los que, en eternos días hicieron guardia en la puerta del hotel detrás de un vallado sólo para contemplarlas por segundos, pero también para ser la inyección anímica previa a cada partido. En la calle Las Leonas son de todos. Y están ahí, a corazón abierto agradeciendo por esos tiempos que jamás olvidarán. Por eso ella, otra vez, levanta el trofeo en señal de ofrenda. Es Lucha Aymar para toda su gente y el título del mundo para todo un país.
Durante el Mundial, Rosario abrazó a Las Leonas de una manera increíble. Las abrazó con orgullo, con amor, con reconocimiento y placer. Las quiso, las cuidó y fue parte activa en la consecución de un sueño. Desde entonces el afecto creció, para siempre. Volvieron muchas veces más después de ese torneo y de esa noche infinita. Y algo quedó claro. Más allá de los nombres, ese vínculo es inquebrantable. Las Leonas y Rosario construyeron una historia de amor.