—Para mí tendrías que ir, papá—, concluyó la mujer sentándose frente a él, en el sofá que de un salto abandonó la gata, al detectar el peligro de que aquella humanidad la aplastara. No respondió el viejo. Alzando el labio inferior, lo frotó varias veces contra el bigote blanco y un leve temblor de una de sus piernas anunció que meditaba la decisión como si estuvieran en juego vidas o el porvenir del planeta, y no la aceptación o la negativa a una invitación que juzgaba a destiempo, casi póstuma.
Ella, su hija del corazón, la mujer que lo cuidaba, salvo los sábados, ocho horas cada día, lo esperaba con los ojos fijos en los gestos del viejo. Así cavilaba también, pero frente a la página en el rollo de la Olivetti, si un personaje debía o no sonreír, si una mesa de billar debía describirse íntegra o sugerirse por el color del paño, entre otras nimiedades que le ocupaban, quizá, un par de horas productivas de sus tardes. Ese era el oficio de escribir, para él, así lo continuaba ejerciendo a pesar del montaje, del intertexto, del pop y del loco encuentro del paraguas y la máquina de coser, en cualquier mesa. Escribía, así, tratando de no mentirle a la realidad que estaba imaginando.
Un homenaje. ¿Un velorio en vida del velado, un espectáculo de falsa adulación y reconocimiento, un ajuste de cuentas con las injusticias del pasado? En cualquier caso, la universidad lo invitaba a disertar sobre literatura en uno de esos ciclos o jornadas que frecuentan académicos canonizadores y estudiosos obedientes; escritores celebrados por sus poses, sus irreverencias, sus transgresiones y, rara vez, por sus textos; críticos que inventan a sus criticados; invitados especiales y público en general. Un honor, supuestamente. Sí, lo interpretaba de esa manera, se daba cuenta, incluso hasta valoraba la deferencia de que fuera el referente principal de la institución organizadora quien cursaba la invitación, pero no terminaba de sentirse a gusto, cómodo, reconfortado.
—El decano te va a llamar a las ocho para confirmar tu presencia. Te dejo el teléfono en la mesita. El evento será en tres semanas: tenés tiempo de prepararte.
—O de morirme, y así el homenaje les sale perfecto—, retrucó mientras se estrujaba las ojeras con un pañuelo de tela, a cuadros.
¿Tenía que ir? Los escritores no necesitan la universidad; él no la había necesitado. Había escrito cuentos y novelas, más de diez libros en total, sin que la universidad los leyera; había dado clases en terciarios y escuelas, charlas abiertas en clubes y bibliotecas, entrevistas a radios y revistas… había ganado premios, en el país y afuera, sin que la universidad le concediera un diploma, un espacio en sus claustros, una línea en los programas de estudio de cualquier materia. Cierto que unos pocos, egresados de la universidad, habían publicado en algún diario, en alguna review, unas notas sobre él y su trayectoria, persistente; una reseña de su celebrada novela, o de alguno de sus volúmenes de relatos, o algunas glosas que lo inscribían, forzadamente, para él, en alguna caprichosa tradición o sistema. Pero ahí terminaba el vínculo y la duda era lícita: ¿tenía que ir?
Su hija, del corazón, vestida con insólito esmero —la falda negra y discreta, la blusa inmaculada y zapatos de taco chino— y hasta con una pátina de rouge en los labios, lo condujo en la silla de ruedas hasta el aula magna de la facultad. Se había dispuesto, en el acceso, un amable comité de bienvenida compuesto por las autoridades, que le ofrecieron unas manos escurridizas, y un par de docentes jóvenes que mostraban un afecto viscoso, próximo a lo reverencial. Esos dos se inclinaron para besarlo y remedar —con las previsibles complicaciones que presentaba su estar sobre la silla de ruedas— una suerte de abrazo. Entre efusividades y palabras ceremoniosas, el contingente ingresó al salón que acunaba las voces de los asistentes y una nube de aire frío.
El presentador, presumiblemente sin mala fe, resumió su obra y su carrera en unos diez minutos, en los cuales sobraron epítetos y los lugares comunes que plagia quien ha leído las contratapas de los libros y no, qué crimen, los libros. Era excusable: quizá, hasta que se había programado el homenaje, el presentador afable solo conocía el nombre del viejo y algún que otro cuento trasplantado a una antología regionalista. Como fuera, el leve aplauso que retumbaba en los vacíos del salón marcaba que, para él, la tarea estaba cumplida. El micrófono deslizándose sobre la mesa, arrugando el mantel, provocando el trepidar de los vasos y del agua que contenían, señalaba el cambio de guardia, que era su turno, que le tocaba hablar a él, por primera vez en la universidad, para esa treintena de personas, autoridades incluidas, que lo estaban homenajeando.
Saludó. Dijo buenas tardes. El presentador le acercó el micrófono. Hubo un acople que hasta él, como su incipiente sordera, sufrió. Dijo de nuevo buenas tardes. El presentador le hizo una seña a una chica que se dirigió a un rincón para manipular la consola de sonido. El silencio se extendió por la sala como una culpa impúdica. Entonces pudo decir buenas tardes y lo escucharon. Lo escucharon, aunque nadie responde al saludo de una voz que baja del estrado.
Y por fin… habló. Primero, recordó su niñez, sus orígenes familiares, el almacén del padre en el suburbio que ahora había devorado el centro; las lecturas iniciales, la escuela, los maestros que lo habían iniciado en la literatura. Después, sus primeros escritos, la publicación de una novela que rezumaba vanguardismo, sus otros textos, el impacto de uno en particular, en la década del sesenta. Hablaba despacio, con lentitud, como si le pesara arrastrar el lastre de los recuerdos, como si los exhumara del fondo de una memoria descompuesta. Entonces se acordó de Vittorini, Carver, Cheever. De la ciudad revolucionada contra la dictadura. De los hombres que se reunían en los billares y las mujeres que, en las penumbras, resplandecían. Trazó una errante biografía, y citó, con inexactitudes disculpables, a Calvino, a Borges, a Arlt. Habló dos horas de corrido, de literatura, de la vida.
El puñado de presuntos estudiantes, caras somnolientas con lentes de marco, pelos revueltos y gestos de suficiencia, para él, un manchón de caritas anonadadas por la horrenda literatura contemporánea leída desde las pantallas de las PC o los celulares, y por la soberbia juvenil, se estremecieron en las sillas celebrando con la kinesis el final de ese monólogo que en nada se parecía a los teóricos de bibliografía presumida. Muchas gracias… conmovedor, maestro; estamos agradecidos de que haya aceptado bla bla bla… El moderador recuperaba el micrófono, la voz y algo así como la sonrisa. Él, el viejo, se hundía en su silla de ruedas, la mirada perdida. Bueno, es el momento de las preguntas… a ver… ¿alguien quiere hacerle una pregunta al escritor, a la figura que hoy nos honra con su visita…?
Una mano blanca, lívida, se alzó en el vacío. A ver…
—Yo quería saber, desde el punto vista deleuziano, y desde el último Barthes, aunque también desde los trabajos de Levinas, que podrían cruzarse con los conceptos de ambos pensadores franceses, si considera que sus novelas… Pero no es lícito que olvidemos el giro autobiográfico de los últimos veinte años en la literatura argentina, entonces, reponiendo este marco teórico, en fin, lo que me interesa poner en discusión, sin profundizar los deslindes y vinculaciones, es si usted cree que sus novelas…
El viejo lanzó una acuosa mirada de auxilio a la primera fila. Su hija, la del corazón, se paró rápidamente, incluso antes de que el puntilloso estudiante alcanzara a darle forma a la pregunta, y avanzó, elegante, hacia al estrado, dispuesta a tomar la silla de ruedas y salvar, salvar al hombre que por primera vez había recibido el homenaje de la academia.