En casa, dentro de un mueble que perteneció a mis abuelos, hay una botella de gin que tiene más de setenta años, regalo de una vieja amiga. Ese gin tiene 48 grados de alcohol, contra los 40 que se estilan en el escuálido presente. Y esa botella estaba rigurosamente guardada para el Negro Ielpi, que cuando venía a comer asado no lo acompañaba con el tinto espeso de rigor, sino que se sumergía en su copa de gin tonic durante toda la noche. Una pena, Negro, que la botella haya quedado finalmente sin abrir. No lo consideres un reproche, pero te fuiste antes de tiempo.
Rafael Ielpi, además de amigo de sus amigos y un hombre que amó a su familia por sobre todas las cosas, era de esa clase de tipos que la ciudad no podrá reemplazar. En cada una de las numerosas actividades que desplegó quedaron en evidencia tanto su rigor como su talento. Para decirlo con las palabras que corresponde decirlo, el Negro era un gran laburante. Y como historiador, como dirigente político, como funcionario cultural dejó una huella profunda y cálidos recuerdos. Aunque por sobre todas las cosas, y aquí vuelvo a apartarme de los eufemismos, el Negro fue un poeta del carajo. Yo sé bien que a él le gustaría esta definición, pese a que solía intentar contagiarme de su cautela.
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Existe un extendido hábito en esta ciudad entre quienes recuerdan a un referente cultural que ha partido para siempre: las imágenes se diluyen, de una manera u otra, en las meras anécdotas, o en los méritos morales, o en cualquier paparruchada. En realidad, el mejor homenaje a quienes se han ido de este mundo para no volver es entrar en su obra, recorrerla, valorarla, comentarla, ponerla en circulación. Y el Negro, si bien cometió el desliz de no escribir toda la poesía que hubiera debido, dejó dos libros que no serán olvidados. Lo curioso es que se trata del primero que publicó y el último: “El vicio absoluto” y “Fotos de familia”.
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“El vicio absoluto” fue editado por primera vez por la querida Vigil a fines de la década del sesenta. Hace unos años el Negro decidió reimprimirlo y me pidió que escribiera el prólogo. Vale la pena citar entero el poema que se llama igual que el volumen que lo incluye: “Vicio absoluto // Alcohol, transparencia única. / Noche: preparación del alcohol. / Dancemos calles a la hora del goce / estético de esta avalancha de noche, / seamos selváticos como siempre, / cautos como nunca. Siempre creando, / nunca ociosos o contemplativos, / siempre yendo, nunca esperando / lo que no vendrá hasta la mesa. / Ellos, los que perturbaron las horas / de la decencia, los capaces de todo / engaño en el momento más terso, / no descansan. Que nuestro vicio absoluto / sea este: la despiadada lucha sin tregua”.
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Y así será, Negro: nunca “ociosos ni contemplativos”, seguiremos luchando por lo que amamos, sin tregua. Eso sí: te vamos a extrañar. Mucho.