La Antártida, con sus rigores extremos y aislamiento total, ha sido escenario de epopeyas que marcaron los hitos que las personas son capaces de romper. El sólo hecho de poder llegar con naves y herramientas tan rudimentarias para enfrentar un territorio sumamente inhóspito tras haber atravesado los mares más furiosos e inclementes, da una idea mínima de las enormes dificultades que se salvaron. Y sin embargo, se conocen (o recuerdan) historias que reavivan el asombro sobre esas empresas. Para el caso, está la increíble cirugía de apéndice que un médico ruso debió concretar, siendo él el paciente.
Durante una expedición a la Antártida en 1961, el médico Leonid Rógozov, de 27 años, se sintió cansado y débil. Y comenzó a sentir un fuerte dolor en el lado derecho del abdomen.
En ese tiempo, una evacuación de emergencia resultaba imposible. Lo más cercano eran varios días de navegación hasta llegar a un hospital equipado. Por lo que a Rógozov no le quedó más remedio que operarse con la ayuda de espejos y ayudantes que le alcanzaran los instrumentos. Y todo eso con apenas anestesia local.
El hijo del médico, Vladislav, refirió a Sara Lentati de la BBC de Londres cómo el enfermo superó semejante desafío y las adversidades que enfrentó en el intento.
“Era una condición médica que había tenido que operar muchas veces, y en el mundo civilizado es una operación de rutina. Por desgracia en ese momento él no se encontraba en el mundo civilizado. En cambio, estaba en medio de un desierto polar”, explicó Vlasdislav.
Rogozov formaba parte de la sexta expedición antártica soviética, en la que un equipo de 12 personas había sido enviado a construir una nueva base en el oasis Schirmacher, una meseta de 25 kilómetros de largo y 3 de ancho libre de hielo ubicado en la Antártida oriental.
La estación de Novolazarevskaya quedó establecida a mediados de febrero de 1961, y con la misión terminada el grupo quedó varado (y aislado) por el crudo invierno. El viaje desde Rusia había demandado 36 días por mar y el barco de relevo no regresaría hasta el siguiente año. Las nevadas y las ventiscas hacían imposibles los vuelos.
Rogozov sufrió la crisis a fines de abril de 1961. El sabía que su apéndice podía reventar en cualquier momento, y que si eso ocurría muy probablemente moriría. Además, era la época de la Guerra Fría, las potencias occidentales y orientales estaban enfrascadas en una carrera que comprendía el desarrollo nuclear, los viajes al espacio y la ocupación de los polos, lo que imponía una enorme presión en los equipos científicos de distintos países. La muerte del médico hubiese sido una publicidad muy negativa para Rusia.
Rogozov tomó su decisión: se iba a realizar una autoapendicectomía antes de morir sin hacer nada. “No pude dormir en toda la noche. ¡Me duele como el demonio! Una tormenta de nieve azota mi alma, gimiendo como 100 chacales”, escribió en su diario.
“Todavía no hay síntomas evidentes de perforación pero una sensación opresiva de presagio pende sobre mí? eso es todo? tengo que pensar en la única salida posible, operarme a mí mismo? Es casi imposible? pero no puedo simplemente cruzarme de brazos y darme por vencido”.
Rogozov elaboró un plan detallado de cómo desarrollaría la operación y le asignó funciones y tareas específicas a sus colegas. Designó a dos ayudantes principales, un chofer y un meteorólogo, para entregarles el instrumental médico, posicionar una lámpara, y sostener un espejo con el que se guiaría para hacer cortes y suturas. El director de la estación también se encontraba en la sala, en caso de que alguno de los otros se desmayara.
“Era tan sistemático que incluso les dio instrucciones de qué hacer si él perdía la conciencia, cómo inyectarle adrenalina y practicarle respiración artificial”, recordó Vladislav.
A las 14 del 1 de mayo de 1961 comenzó al intervención. Rogozov fue capaz de administrarse un anestésico local en su pared abdominal, pero una vez que hubiera hecho la incisión, el apéndice tendría que ser extraído sin más anestesia para poder mantener la cabeza lo más clara posible.
“También tenía miedo. Pero cuando tomé la aguja con la novocaína y me puse la primera inyección, de alguna manera entré en modo de cirugía, y desde ese momento no me di cuenta de nada más”. Rogozov tenía la intención de utilizar el espejo para ayudarse a operar pero encontró que ver todo invertido era un obstáculo mayor, así que terminó trabajando al tacto, sin guantes.
Al llegar a la parte final y la más difícil de la operación, casi perdió el conocimiento. “El sangrado era bastante pesado, pero me tomé mi tiempo? Al abrir el peritoneo, dañé el intestino y tuve que coserlo”, escribió Rogozov. “Me sentía más y más débil, mi cabeza comenzó a girar. Cada cuatro o cinco minutos descansaba 20 ó 25 segundos”.
“¡Finalmente aquí está, el maldito apéndice! Con horror noté la mancha oscura en su base. Eso significa que un día más y hubiera estallado. Mi corazón reaccionó y se ralentizó notablemente; mis manos parecían de caucho. Bueno, pensé, va a terminar mal y lo único que va a quedar es un apéndice extirpado”. Pero no falló. Después de casi dos horas había completado la operación. Instruyó a sus asistentes de cómo lavar los instrumentos quirúrgicos y sólo cuando la habitación estuvo limpia y ordenada se tomó los antibióticos y las pastillas para dormir.
Rogozov volvió a sus tareas normales sólo dos semanas más tarde y en abril de 1962 fue evacuado con el equipo vía aérea.
Rogozov regresó a su casa convertido un héroe nacional. Su historia de supervivencia fue una herramienta poderosa para la propaganda soviética, junto con la hazaña de Yuri Gagarin, quien se convirtió en el primer hombre en el espacio.
Rogozov fue galardonado con la Orden de la Bandera Roja del Trabajo.
Murió el 21 de septiembre de 2000, a los 66 años, en San Petersburgo.