En tiempos de encierro y aislamiento, las palabras pueden salvarnos. Las palabras que nos permiten construir lazos y crear puentes imaginarios, que nos acerquen a nuestros afectos. Las palabras que nos ayudan a expresar lo que sentimos y pensamos, que nos permiten comprender lo que otras personas tratan de decirnos. Las palabras que nos ayudan a comprender el mundo que habitamos e inventar otros universos posibles que puedan alojarnos. Las palabras que nos regalan la música y la literatura que nos alivian de los pesares, la soledad y la desesperanza.
Las palabras también sirven para decir, en voz alta o susurrando, que este tiempo no durará para siempre. Pero, mientras la distancia sea imprescindible para cuidarnos, sabemos que aún seguimos contando con las palabras que nos mantienen siempre a salvo.
Por eso, es necesario que las niñas y los niños puedan poner en palabras sus propias inquietudes o preocupaciones. Es imprescindible que las personas adultas seamos capaces de responder a sus preguntas diciendo la verdad y procurando hacerlo de una manera amorosa.
A veces podemos cometer el error de hacer silencio pensando que, de ese modo, protegeremos a las infancias. Es más, podemos convencernos de que es mejor que no sepan demasiado. De ser así, las niñas y los niños intentarán encontrar sus propias respuestas. Y es posible que, para lograrlo, apelen a la fantasía o la imaginación. Y, aunque ambas sean fundamentales para vivir, las infancias necesitan de personas adultas que respondan a sus interrogantes, para que tengan la certeza de que estamos aquí para cuidarlas.
Mientras la distancia sea imprescindible para cuidarnos, sabemos que aún seguimos contando con las palabras que nos mantienen a salvo
Por eso, lo mejor que podemos hacer es encontrarnos a conversar y compartir. No nos olvidemos que la literatura y el juego son nuestros aliados en este difícil momento, porque estos recursos nos permiten acompañarnos.
Comparto con ustedes la historia de Andrés, un niño que nos muestra que las palabras tienen poder.
Dolor de panza (*)
Andrés tenía la panza llena. Pero no de milanesas, helados, galletitas, papas fritas, pizzas, empanadas, fideos con salsa, sánguches de queso y jamón, caramelos, chupetines o arroz. Su panza estaba llena de palabras.
¡Es que Andrés se había tragado tantas! No sabía cómo decirlas, tenía miedo de usarlas. Por eso, se las comía. Y yo puedo entender a Andrés, porque algunas palabras son difíciles de decir. No todas las palabras son agradables, bonitas, alegres y sencillas. Hay muchas, pero muchas que son feas, tristes, molestas y complicadas.
Por esa razón, Andrés se había tragado un montón de palabras enojadas que quería decirle a su mamá y otro montón de palabras tristes que quería gritarle a su papá. Muchas palabras feas que quería contarle a su abuela, muchas palabras horribles que no pudo decirle a su maestra, y algunas palabras rarísimas que se quedó con ganas de decirle a un amigo.
¡Pobre Andrés! Tenía un dolor de panza tan pero tan grande que tuvieron que llamar al doctor. Pero el médico, que había mirado sus ojos antes que su panza, descubrió que a Andrés le dolía la panza por callar mucho y no por comer demasiado.
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Dolores de panza. Cuento de Fernanda Felice
Entonces el doctor le recetó menos silencios. A pie de página escribió: “Diagnóstico: dolor de panza por excesivo consumo de palabras”. Firmó y selló.
Andrés, que por suerte sabía leer, se sintió aliviado de no tener que tomar remedios. Y entendió que no tendría más remedio que largar todas o, por lo menos, algunas de esas tantas palabras atragantadas para aliviar su dolor.
(*) Relato incluido en “Cuentos desobedientes. Cuentos para cuidar las infancias” (Laborde Editor)