Un hecho novedoso y disruptivo sucedió allá por el año 2011 en la capital del país: la apertura del Bachillerato Popular Travesti-Trans Mocha Celis, con el objetivo de promover la inclusión de personas trans y travestis en la educación formal, para subsanar la discriminación estructural que enfrentan. Sus alumnxs la llaman la “escuela ternura”, porque allí encuentran un espacio de afectos, cuidados y contención para continuar sus estudios. No es excluyente —no asisten sólo personas trans— y hoy cuenta con cinco promociones de egresadxs que obtuvieron sus títulos oficiales.
Replicando esa experiencia, Santa Fe inaugura este año su primera escuela secundaria travesti-trans en la capital provincial, con miras a multiplicarse en otras localidades. Esta noticia abre un debate: algunxs lo celebramos, como todo nuevo espacio educativo, en tanto que otrxs colegas estiman que una escuela “especial” implica un apartamiento de la orientación general hacia una escuela única inclusiva. La experiencia histórica, sin embargo, indica que muchas escuelas diferentes han surgido para responder a situaciones urgentes de exclusión. Y que, al visibilizar a un sector oprimido y permitir su inserción en el sistema educativo, abrieron el camino para arribar, finalmente, a su inclusión en la escuela común.
Hace 137 años el Congreso Nacional promulgaba la ley 1.420 —orgullo de lxs argentinxs— que establecía la escolarización obligatoria, común, gratuita y laica para todxs lxs niñxs a partir de los seis años. Pero otra cosa fue pasar del papel a los hechos. Los estadistas que levantaron su mano para aprobar una norma tan progresista también lo hicieron, contemporáneamente, para asignar como personal doméstico a niñxs capturadxs entre los pueblos originarios de la Patagonia, o habilitar el trabajo infantil en los ingenios de lxs sometidxs en las campañas militares del Chaco. Con el cambio de siglo, apenas un 30 por ciento de las infancias argentinas asistía a la escuela.
Las respuestas a la exclusión nacieron desde abajo, en particular de las audaces iniciativas de algunas maestras y maestros de entonces. Escuelas populares como la que creó en Morón la socialista Pascuala Cueto, los recreos y bibliotecas infantiles organizados por Fenia Chertkoff, la escuela al aire libre en el Parque Independencia de Rosario donde la maestra anarquista Haydée Maciel convocaba a los niños de la calle, o las escuelas de oficio que ideó Juana Blanco, son algunos ejemplos de espacios educativos diferentes que, dando una respuesta urgente a lxs más vulneradxs, visibilizaban la exclusión, facilitaban la toma de conciencia por la sociedad y acicateaban al Estado para asumir sus obligaciones.
Hacia mediados del siglo XX, la irrupción impetuosa del subsuelo de la Patria dio un nuevo impulso al proceso inclusivo. Podemos recordar la acción de notables educadoras como Blanca Cassagne Serres, Haydée Frizzi y María Tizón, ahora en forma mancomunada con un Estado que reasumía aquella promesa inicial de educación para todxs. Millares de niñxs de todo el país llegaron a hogares-escuela que les brindaban afecto, cuidado y refuerzos escolares, y garantizaban al mismo tiempo su asistencia a las escuelas públicas. Avance al que se sumaba la multiplicación de escuelas rurales, la expansión del nivel inicial, la llegada masiva de los sectores populares al nivel medio a través de las escuelas de fábrica y la Universidad Obrera Nacional.
También hubo períodos de retroceso. La dictadura cívico-militar en los setenta, y los gobiernos neoliberales después, multiplicaron las villas de emergencia y barrios de relegación recreando, nuevamente, grandes bolsones de infancias empobrecidas con el correlato escolar de repitencias y abandonos. El compromiso del Estado, que sólo llegó tras la crisis del año 2001, se sustanció en la triplicación del presupuesto educativo y la construcción de escuelas y nuevas universidades. También contribuyeron iniciativas surgidas desde abajo, como los bachilleratos populares, talleres como los de Rubén Naranjo y Claudio Pocho Lepratti en Rosario, el complejo educativo del barrio Alto Comedero en Jujuy, la Universidad del Mocase (Movimiento Campesino de Santiago del Estero), o los profesorados de enseñanza primaria Dora Acosta en el barrio Padre Carlos Múgica —ex Villa 31— y Pueblos de América en la Villa 21-24 de la Ciudad de Buenos Aires (Caba).
La dinámica entre la acción popular y la del Estado se verificó también en el abordaje educativo de la niñez con discapacidades. Las primeras escuelas para sordomudxs fueron creadas por pionerxs como Carlos Keil, José Facio o María Ana Mac Cotter, así como las de ciegxs fueron erigidas por Francisco Gatti, Angela Arce o Cecilia Grierson. Representaron un gran avance para miles de chicxs que hasta entonces estaban condenadxs al ostracismo hogareño o la reclusión en internados y hospitales. Luego, en 1959, otra maestra visionaria, Elina Tejerina, logró dar un gran paso al establecer la concurrencia de lxs niñxs ciegxs a las escuelas comunes. Podríamos hacer un recorrido semejante respecto de las infancias de los pueblos originarios, cuya inclusión en las escuelas comunes resultó ser expulsiva hasta que se llegó a considerar el papel irreemplazable de sus lenguas maternas para cualquier aprendizaje.
Volvamos al punto de partida. El colectivo travesti-trans es hoy otro subsuelo de la Patria. Segregadxs y hostilizadxs por la sociedad desde la niñez, excluidxs del mercado laboral, violentadxs por la policía, su promedio de vida ronda los 35 a 40 años. La ley Nº 26.150 de educación sexual integral (ESI), la Nº 26.743 de identidad de género y otras de similar tenor alientan nuestras esperanzas de arribar a una escuela realmente inclusiva. Sin embargo, como indica una reciente investigación en escuelas primarias rosarinas, el marco normativo que suponen las leyes citadas no implica una garantía de respeto irrestricto a las identidades LGTB+. Ya que coexiste con posiciones fundamentalistas, que adscriben a un sistema sexo-genérico binario —masculino y femenino— y que “descargan violencias sobre los cuerpos feminizados y los disidentes”.
El secundario travesti-trans nace por necesidad de lxs estudiantes, es una respuesta inmediata al deseo de continuar su educación en un contexto más favorable. Es voluntario: cualquier joven travesti-trans puede elegir inscribirse allí o asistir a una escuela común. Escuchemos las voces de lxs protagonistas, y celebremos el nacimiento de un nuevo espacio educativo en medio del difícil contexto de la pandemia. Ello no implica renunciar al objetivo de una escuela inclusiva. Como apunta el viceministro de Educación provincial Víctor Debloc, “hay que seguir trabajando en la transformación que requieren las instituciones educativas para ser ámbitos inclusivos, libres de discriminación”.
Apostamos a acercar el día en que ya no haya niñxs en la pobreza, en que las diferencias de etnia o género pierdan toda relevancia a la hora de pensar la educación. Ese día ya no habrá subsuelos en nuestra Patria, y el sol calentará por igual el cuerpo y el alma de cada unx de nuestrxs niñxs.