Una de las categorías recurrentes que más anudó en la investigación académica al irrumpir la pandemia tuvo que ver con indagar acerca de la distopía, como modo de intrusión de lo indeseable y como flagelo para un imaginario en una sociedad.
Por José Tranier (*)
Una de las categorías recurrentes que más anudó en la investigación académica al irrumpir la pandemia tuvo que ver con indagar acerca de la distopía, como modo de intrusión de lo indeseable y como flagelo para un imaginario en una sociedad.
En ese desconcierto de voces provenientes de diferentes arcos políticos, aquello que más tensionaba —y nucleaba— al repertorio antidocente, tenía más que ver con una mirada política en torno a la falsa dicotomía entre presencialidad o virtualidad.
Sin embargo, la idea de escuela como institución representante de la función educadora oficialmente articulada al Estado jamás se puso ni en alerta ni en discusión. Por el contrario, la pandemia demostró lo insustituible de su función y materialidad. En cierto sentido, y más allá de las diferencias en los diversos puntos de enunciación, podríamos decir que la sociedad toda “la veía”: uniendo historia, vivencias y representación políticas en un mismo tejido de memoria, volviéndola indispensable como contingencia para el destino social, político y escolar, tanto de una Nación como para una comunidad.
Con la irrupción local de las banderas libertarias al Estado, la educación pública vuelve a padecer otro inédito round que la violenta. Como reto, gesto y manifestación. Ya no limitado al conflicto dado entre actores políticos en puja involucrados de manera clásica, sino posiblemente respaldados por la única creencia del voto como vía sublime de legitimación. Aquello que se desliza de forma impune tiene que ver ahora con la libertaria idea de poder subrayar y declarar su inutilidad.
La relojería mediática de este especial engranaje para operar invalidando lo público suele poner el acento en profetizar en quién supuestamente tiene el especial don de mirar: quién la ve o quién no la ve. Llevando así a recordarnos al presumido mecanismo de embuste con el cual opera la narrativa del cuento de Hans Christian Andersen “El traje nuevo del emperador”, publicado en 1837. Aquel Siglo XIX tan política y libertariamente añorado.
Es en este contexto donde podríamos revelar, al igual que lo hace el cuento, la existencia de pequeños gestos e indicios motivados por el clima de época, que buscarían “estar siempre a la altura” para que esa apariencia de convalidación se retransmita y tenga lugar. De allí que, cuando ahora nos toca confrontar y hablar de la escuela y de la educación para estos tiempos convulsionados, sea frecuente escuchar: “¿Así que sos docente? ¿qué tipo, de los que faltan o los que van? ¿qué historia enseñas?
Sean ustedes bienvenidos entonces a una nueva distopía. Un sigiloso anhelo en la búsqueda ladina de una impugnación ideológicamente inferida, puesta al servicio de una racionalidad para una desmentida de la educación pública y de la institución escolar como amplificadora de la libertad del sujeto a lo largo de nuestra historia.
A pesar de esto, sabemos muy bien que esta distopía no llegó para quedarse. Quizás tan solo sea una dolorosa prueba, una más de las tantas otras que también nos han tocado atravesar en la historia política y de la educación. El hecho de tener que dar cuenta la multitud de razones que encierran las escuelas y las universidades públicas para existir y renacer, nos marca una nueva frontera, una nueva agenda y un nuevo camino, pero de un viejo escenario que creíamos pedagógica y políticamente superado.
Sin embargo, al igual que aquel niño al final del cuento de Andersen —cuando es el único que se atreve a decir lo que todos ven: que el rey está desnudo— , siempre será necesario insistir y no desistir frente a lo verdadero. Volver a aprender a mirarnos, mirarse y volver a mirar. No a una falsa razón ni al propio ombligo, sino que la medida de aquel que “la ve” o “no la ve” estará mediada por la honestidad en la propia búsqueda y capacidad para reaprender a visualizarse en una existencia hermanada y colectiva, que siempre garantiza públicamente la escuela. De no poder hacerlo, seguiremos caminando obtusos y presumiendo elegancia, pero desnudos. Por más que creamos que estamos vistiendo el mejor de los trajes.
(*) Doctor en Ciencias de la Educación (UNR)
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