Pero cuando compraron los terrenos se toparon con el inconveniente de que gran parte de la parcela estaba usurpada. Eso abrió un largo proceso, con la asistencia de los gobiernos municipal y provincial, de reubicación de unas once familias. Así la escuela fue de a poco ganando espacios para construir salones, patios, baños. Todo lo necesario para extender el proyecto educativo.
“Somos una escuela gratuita y totalmente inclusiva, acá no se le cierra las puertas a ningún chico, esté en las condiciones que esté, y eso creo que fue reconocido por las distintas gestiones”, dice Horacio Magaldi, representante legal de la institución, que está en la Champa desde 2019. A la escuela hoy asisten unos 800 estudiantes, desde nivel inicial hasta secundaria. Un barrio dentro de un barrio.
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Ángel, Horacio, Pablo y Carmelo caminan por el patio de la escuela de Rueda al 4500. Dicen que la escucha es clave en el acompañamiento a las infancias.
Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital
De los que terminaron el año pasado en la secundaria, hay quienes hoy estudian enfermería, ciencia política, educación física y el profesorado de música, Magaldi los va enumerando con los dedos y se le dibuja una sonrisa. “Ellos saben que a la escuela pueden venir para buscar asesoramiento nuestro o de los profes, o materiales para sus estudios”. También destaca como otra riqueza del barrio el trabajo de sus organizaciones sociales. “Las he visitado prácticamente a todas y ahí me encuentro con la satisfacción de ver que en muchos casos las dirigen exalumnos”, cuenta.
Desde hace dos años la Champagnat sumó una Escuela de Enseñanza Media Para Adultos (Eempa) con una característica particular: asisten exclusivamente las mamás del barrio, sobre todo aquellas que tienen hijos e hijas en la escuela. Por eso es que funciona en el horario de la siesta, cuando sus hijos están en clases. Para que puedan terminar la secundaria sin tener que ir de noche al centro de la ciudad. “Hay muchísimas mujeres que han tenido que cortar sus estudios por la maternidad, por tener que salir a trabajar o por otros temas familiares, y ahora tienen la oportunidad de hacerlo”, dice Magaldi, para quien no se puede entender la dinámica de Villa Banana sin sus mujeres: “La red social del barrio se mantiene por las mujeres, son las que nos sostuvieron en la pandemia desde las casas, aún con los modos rudimentarios que teníamos de conectarnos con los chicos. Fueron ellas las que, cuando venían a la escuela a buscar el bolsón de alimentos, se llevaban las tareas para sus hijos. En muchos casos son sostén de familia y a la escuela siempre la han apoyado. Por eso sentíamos la necesidad de hacerles un reconocimiento”. En la primera promoción fueron una quince las que egresaron.
Pedagogía de la presencia
Los Hermanos Maristas pertenecen a una congregación católica fundada en Francia por el sacerdote Marcelino Champagnat. Realizan votos de pobreza, obediencia y castidad, pero no están ordenados —como los sacerdotes— para dar misa o confesar. En Rosario el colegio hoy asentado en calle Oroño lleva cien años de presencia en la ciudad y sus orígenes se remontan a la llegada de los maristas de España en 1923. Entre los rasgos claves que identifican el estilo educativo marista se destaca la pedagogía de la presencia. En Champagnat.org la describen como la necesidad de vivir con los chicos y compartir su existencia: “Para ser buenos educadores —dicen— es indispensable vivir en medio de los niños y que el tiempo que pasen con nosotros se alargue y prolongue. Una presencia preventiva”.
El trabajo de los cuatro hermanos es integral en toda la escuela. Una presencia activa en el recreo, en el comedor o en donde se los necesite. Incluso si tienen que ir a la casa de algún alumno que falta varios días seguidos. Pablo Ridarachi —el más joven— llegó en 2019 y está en la coordinación de la pastoral, para asistir a los estudiantes y a las familias. También acompaña al grupo juvenil que funciona los sábados por la tarde. Carmelo Maggioni llegó a Villa Banana en 2021, cuando el país lentamente comenzaba a salir de la pandemia. Antes había estado en una escuela agrotécnica. Dice que por ello en la Champagnat da una mano en el cuidado de plantas y también hace las veces de abuelo de los chicos: “Estoy en la contención afectiva y en tratar de estar cerca de los chicos. Ya fueron demasiados años como profesor de matemática, física y química en distintos colegios, ahora disfruto ser más el abuelo de los chicos, poder charlar con ellos en el patio y estar para lo que necesiten”.
Emeterio Pérez Mayor es, de los cuatro hermanos maristas, el que está hace más tiempo en Rosario. Más conocido como “el hermano Ángel”, llegó a la Champa en octubre 2015. Pero para quien recién lo conoce, lo que primero llama la atención es su acento. Es español, nació en un pueblito cerca de Burgos y lleva 67 años “viviendo en el Río de la Plata”, como le gusta decir. Si tiene que describir su trabajo en la Champagnat, dice que acompaña al personal del mantenimiento, para que las maestras se ocupen solo de lo pedagógico y no tengan que preocuparse por una puerta que no cierra, o un vidrio roto que no fue reparado.
Enfrente de la casa de los hermanos maristas, en la esquina de Valparaíso y Rueda, hay una canchita de fútbol donde los chicos del barrio juegan casi a diario. El potrero donde gritan goles de infancia. Carmelo cuenta que cada tanto algún nene golpea agitado la puerta de la casa para pedir un vaso de agua, refrescarse y volver corriendo a la canchita. “A veces también se sientan en la puerta y se quedan charlando, porque se sienten acompañados, queridos y no cuestionados. Sienten esta casa como un lugar donde están protegidos”, dice el hermano marista. La canchita de la esquina está encajonada entre dos paredones: en uno, un mural de Messi con los brazos abiertos, en el otro una frase: “Somos mucho más de lo que dicen de nosotros”.
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Una imagen de Marcelino Champagnat preside el comedor de la escuela.
Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital
La vida breve
La violencia, las balaceras, la narcocriminalidad y las muertes. Los maristas de la Champagnat hablan de los dolores del barrio. Carmelo toma la palabra y recuerda que apenas llegó sintió un cachetazo que aún recuerda con dolor: “A mí me tocó de entrada, a la semana que estaba acá, ver cuando se incendió una casilla con cuatro personas adentro. Estaba la mamá y tres chicos —de 5, 12 y 18 años— que eran alumnos de la escuela. Y cuando eso se desató al primer lugar al fueron a tocar el timbre fue a nuestra casa, un domingo a la madrugada. Ahí dije «ah, acá hay que hacerse cargo del barrio también»”.
De su primer año en la escuela, Horacio Magaldi menciona el crimen de Pamela Soledad Gómez, una chica de 13 años y alumna de la Champa que en abril de 2019 murió víctima de una balacera en la que también hirieron a otros dos adolescentes. “Era una chica preciosa y con muchas ganas de progresar”, recuerda. El golpe fue duro para el barrio, para la escuela y para Magaldi, que lloraba cada vez que veía la foto de la adolescente. Aún conserva vínculo con la familia de la joven víctima.
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dolor. Familiares y allegados de Pamela protestaron frente al CJP.
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“Cada hecho de este tipo —dice Magaldi— son desgarros, dolor e impotencia. Estamos en una sociedad sumamente violenta, y particularmente en los barrios de Rosario hay mucha rabia contenida. Hay frustración de los chicos y de los grandes, y eso por algún lado tiene que descargarse. La sensación a veces es la de un combustible en el ambiente que se puede prender por cualquier cosa”. Por eso trabajan con la consigna de transformar a la escuela un lugar seguro. Aun así, no están exentos de lo que sucede del otro lado del cerco que bordea a la institución. “Hay una narcoeconomía en el barrio, tenemos 800 alumnos y no vamos a creer que no tenemos familias o chicos que están en eso, es parte de la realidad que entra a la escuela”, dice el representante legal.
Las necesidades son múltiples y a veces —advierten— desde las estructuras del Estado los tiempos se desgastan en reuniones que demoran la toma de decisiones. A modo de ejemplo, mencionan la respuesta que espera una familia con niños en situación de calle. Chicos que arrancaron en salita de 4 o 5 con necesidad de un estudio neurológico que terminan séptimo grado y no se lo hicieron. O una nena que vive con una mamá con adicciones. “Es un vacío que nos duele mucho”, dicen.
Pero la angustia, el dolor o la impotencia los chicos no solo la manifiestan hacia afuera sino también contra ellos mismos mediante autolesiones. Horacio Magaldi hace el gesto de frotar con fuerza una goma de borrar imaginaria en su brazo izquierdo. “La moda de la goma de borrar”, dice. Fregarla contra el brazo hasta que salga la piel, hasta que lastime.
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Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital
Termómetro social
La sala de la vicedirección de la primaria está a pocos metros de la entrada por Rueda, cerquita del patio. Allí está sentada Florencia Acosta, vice hace una década y en la escuela desde hace 25 años. Empezó allí apenas recibida, haciendo reemplazos en el jardín y luego en la primaria, hasta que titularizó en 2001. En estos 25 años vivió y acompañó desde la docencia las transformaciones de la escuela y del barrio. “Ambos son termómetros de cómo está la sociedad, porque si hay crisis en el país eso repercute en el comedor, que enseguida se llena de chicos”, dice Acosta. En el caso, inverso, cuando la realidad socioeconómica mejora, la cantidad de comensales baja. O las casas que se levantan en los pasillos del barrio empiezan a mejorar porque los padres, en su mayoría albañiles, empiezan a tener trabajo y a poder entonces construir una piecita de material en lugar de chapa.
“Hoy lo que nos golpea fuerte es el tema de la droga y el narcotráfico, porque los chicos muchas veces quedan en el medio, o porque hay problemas de consumo a nivel familiar”, se lamenta la vicedirectora. Frente a esta realidad, para Acosta la clave es el trabajo de la escuela en junto a otras instituciones del barrio para pensar soluciones particulares para cada caso puntual. Un trabajo casi artesanal. Mientras habla con La Capital recuerda que en pocos días tendrá una reunión en el Centro de Salud de la zona por la situación de un alumno muy chico con problemas de consumo de sustancias, que pertenece a una familia numerosa con dificultades para económicas para acompañarlo. “Los recursos a veces son acotados, pero la ventaja que tenemos es que conocemos mucho a las familias, tenemos alumnos que son nietos de exalumnos y eso hace que el vínculo con las familias sea cercano”, apunta.
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Florencia Acosta está en la escuela desde hace 25 años y hoy en la vicedirectora de la primaria.
Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital
De golpe la puerta de la vicedirección se abre y Alejandro, un nene de la primaria, entra a dejar unas hojas. Con él también entran gritos y carcajadas que vienen desde el patio. Allí está Ezequiel Núñez en plena actividad de educación física con los nenes y nenas de tercer grado. El profesor tiene 31 años y fue alumno de la Champagnat. En 2010 fue parte da la primera promoción de egresados del secundario de la Champagnat —la Escuela Nº 3.161— y siete años más tarde se integró como docente y tutor. “La escuela —dice Ezequiel Núñez— hizo un montón por mí. Fue un pilar muy importante en mi vida. Soy de una familia de clase baja pasé hambre y me ayudar a terminar mis estudios. Acá se labura muchísimo, de una manera que cuando era alumno no tenía ni idea que era así. Por eso ahora como docente trato de devolver un poquito de lo que me dieron a mí”.
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Ezequiel Núñez fue alumno y ahora es docente en el colegio marista.
Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital