Pocos países en el mundo cuentan con un ingreso casi totalmente abierto a la universidad, y a la vez con gratuidad de la matrícula: en ese sentido, es la nuestra una condición excepcional a nivel mundial. Hay sitiales, como Australia y Asia sudoriental, donde la educación superior es un abierto negocio: van allí muchos estadounidenses —y algunos europeos— que tienen problemas para ingresar o egresar en sus países de origen, y la lucha empresarial por incluirlos —a altos costos en dólares cada un@— implica publicidades sobre ventajas edilicias, campus, comedores, y hasta salones de fiestas.
Afortunadamente, la tradición argentina resiste las tendencias privatistas a mercantilizar abiertamente la educación superior, aunque haya habido algunos esbozos en ese sentido, sobre todo durante etapas neoliberales (menemismo, delarruismo, macrismo): no han sido intentos que lograran imponerse estructuralmente. Pero nuestra gratuidad e ingreso abierto no garantizan la permanencia de los estudiantes en el sistema: en ese sentido, la diferencia porcentual de ingresantes sobre la población total que nuestro país sostiene no se extiende a una importante diferencia en el número de egresados. Por ejemplo, Brasil tiene restricciones reconocidas al ingreso (fue muy conocido el “cupo para negr@s” establecido en tiempos de Lula presidente, para favorecer a ese sector étnico), pero su cantidad de egresos cada 10.000 habitantes es de 60,1, mientras que en la Argentina es de sólo 55, 5 (*). Ello muestra una vez más que el ingreso abierto ayuda, pero es insuficiente: hay que trabajar más en tutorías y apoyos personales a los estudiantes, si es que se quiere democratizar la efectiva llegada a los títulos profesionales.
Claro que los títulos ya no son garantía de éxito social como en otros tiempos: son “capital cultural” objetivado (Bourdieu), que pierden valor cuanto más titulados hay. Esa es la gran paradoja de la educación: cuanto más se expande, menos vale lo que ofrece. En el límite, si algún día todos fuesen gradados universitarios —lo cual es por demás imposible—, el título valdría cero a la hora de ser elegido su portador como el preferido para un puesto de trabajo.
Pero ni todos en la vida quieren estudiar, ni es posible en sociedades segmentadas y con pobreza estructural que todos hagan estudios superiores. La democratización de la educación superior reconoce limitaciones económicas: con las perspectivas que dejó al país la desastrosa condición de haber acudido al Fondo Monetario Internacional, tenemos asegurada pobreza en la Argentina para varias décadas, aun cuando hubiera crecimiento sostenido en lo macroeconómico. De modo que la exclusión del sistema de un considerable sector social, se hará inevitable (si bien políticas inclusivas podrán atenuar esa condición, y políticas elitistas habrán de agudizarla).
Ello no impide que haya que redoblar esfuerzos, todo lo contrario: cabe sostener la gratuidad y libre ingreso, acentuar el acceso a becas, e intensificar las políticas que —incluso desde lo virtual— apoyen a los estudiantes con desventajas estructurales, a los fines de atenuar la fuerte deserción del sistema (la cual es imposible de reducir drásticamente, a partir de una amplia apertura del ingreso que sigue resultando deseable como política democratizante).
No faltan los “fans” del mundo virtual, que se han visto potenciados por la condición de la pandemia. La tecnocracia siempre acude a la idea de modernización, bajo la cual todo mágicamente se resolvería. De tal modo, las potencialidades —que las hay reales— de los aparatos y prácticas virtuales, tendrían fuerte efecto democratizador.
Y es cierto que virtualmente se puede llegar a los que están lejos, o se puede evitar el costo del viaje de quienes no pueden pagarlo para asistir a los centros universitarios en las grandes ciudades. Pero a no engañarse: cuando los estudiantes están compartiendo la misma clase presencial, todos reciben lo mismo. En las casas de cada un@, no es así: quien tiene un Iphone está en mucho mejor condición que quienes tienen celulares elementales o desactualizados. La calidad de los aparatos es diferente, así como el “clima cultural” que cada un@ tiene en su hogar, que en algunos casos puede ser letrado y en otros no.
Volver al cuerpo luego de la pandemia, se hace necesario. Con los cuidados indispensables, por supuesto. Pero mientras se pueda, hay que recuperar la sensibilidad, la mirada mutua, el reconocimiento interpersonal que motivan y promueven el deseo, incluso el de conocer. Hay que retomar la presencialidad, contra los profetas de la tecnocracia y del quedarse para siempre en casa, que ocultan con ello la radical desocialización y despolitización de la experiencia que se daría en ese aislamiento.
A potenciar la democracia universitaria, entonces, en el retorno a la materialidad de los cuerpos. Desde allí, atender a que la carrera ascendente de los títulos requiere, por ejemplo, ciudadanizar a los docentes y estudiantes de posgrado, hasta hoy sin derecho a elegir autoridades. Hay que potenciar democracia en la nueva presencialidad, la cual habrá de incluir —ya no como un opuesto— algunas actividades virtuales a su interior.
(*) OEI/Red Indices: panorama de la educación superior en Iberoamérica.