Los libros guardan tesoros. Pero no me refiero solamente al contenido de sus páginas. A veces, en su discreto interior, oculto entre las hojas, reposa un secreto.
Los libros guardan tesoros. Pero no me refiero solamente al contenido de sus páginas. A veces, en su discreto interior, oculto entre las hojas, reposa un secreto.
Me acuerdo de una tarde de principios de la década del ochenta. Yo ya era un inveterado cazador de libros. Andaba suelto como el viento por las calles del centro, con el pelo largo como se usaba en la época, fumando un cigarrillo. De pronto apareció a mi derecha, por San Juan a metros de Maipú, un sucucho atrapante: no demasiados pero tentadores volúmenes agrupados en la parte trasera de un salón de ventas, como una reliquia perdida en medio de los objetos efímeros de la modernidad. Estaban juntos, como si resistieran en equipo el paso del tiempo, como si abrazándose intentaran guarecerse de la tormenta del futuro. Los vi y fui hacia ellos. Funcionaban como un imán en el fondo sombrío del local. Eran una primavera intacta y escondida.
Se había muerto, evidentemente, un inglés o un descendiente de ingleses. Y alguien se había deshecho, implacable, de sus posesiones literarias. La biblioteca entera, que había terminado por recalar en ese tugurio, estaba compuesta por obras escritas en la lengua de Shakespeare. En ediciones exquisitas y más que centenarias, yacían olvidados Shelley, Byron, Keats, Wordsworth, Tennyson. Mi poca plata sólo me permitió comprar (pese a que no eran caros, el dueño del negocio no sabía lo que tenía) una edición de Byron de 1867 y otra de Wordsworth publicada a fines del siglo XIX. Pero el máximo tesoro era Tennyson. Y no por los edulcorados poemas sino porque entre las páginas fileteadas en oro descubrí deslumbrado un lirio seco y un rectángulo de seda de algún vestido femenino, aún perfumado. Dejé la joya, no podía pagarla. ¿En qué manos habrá terminado?
Como dije, los libros guardan tesoros. Eso es lo que comprendió hace poco mi amigo el poeta Silvio González gracias a un ejemplar ya amarillento de "Crónicas marcianas", del querido Ray Bradbury, que compró en una librería de usados. Y es que al abrirlo cayó inesperadamente al suelo ante él una hoja de papel doblada, ya gastada en los bordes. Cuando la recogió intrigado y la abrió con delicadeza, leyó un texto que lo emocionó. Y que me sacudió también a mí, cuando me lo mostró una noche en su casa de Arroyito, donde ya habíamos pasado del vino tinto al whisky.
El papel en cuestión, una hoja rayada de un barato cuaderno de espiral, contenía un mensaje escrito a mano por una mujer y fechado el 11 de agosto de 1970, exactamente a las 20.10. La desconocida "ella" que lo escribió le dice a un "él" también desconocido: "¿Sabés que soy la mujer más feliz del mundo? ¿Que te amo como nunca antes? ¿Que ya no sé cómo hacer para no ponerme a gritar VIVA EL MUNDO? ¿Que quisiera ser una gallina y tenerte calentito todo el día debajo de mis plumas? ¿Que si vos no existieras yo tampoco existiría? ¿Y que sos un amor grandote y chiquitito? ¿Y que PPTQMMM? ¿Y que soy toda tuya? ¿Y que sos todo mío? ¿Y que te amo? Ahora lo sabés. Bar San Martín, con un café que se enfrió".
En la transcripción de esta maravilla he respetado el uso que su autora ha dado a las mayúsculas, eminentemente expresivo. El lector sabrá deducir por cuenta propia el nada enigmático significado de las letras "PPTQMMM".
No tiene sentido hacer comentarios. Apenas, algunas preguntas: ¿estarán vivos la mujer que escribió la carta y el hombre a quien le estaba destinada? ¿O habrán sido barridos por la ola inmisericorde de los años setenta? Y si aún vivieran, ¿seguirán juntos? Quién sabe. Lo único que queda claro es que hace falta mucha confianza en la vida y una poderosa luz interior para escribir "viva el mundo". Aunque el café se haya enfriado.
Junto al mensaje de amor había un boleto de la desaparecida línea 210 (que iba a Alberdi, los coches estaban pintados de celeste), el número 58539, serie I-496, que costó $0,17. ¿Viviría en Alberdi la escritora? ¿Viviría allí el objeto de su deseo? De nuevo: quién sabe. También el lugar donde la carta fue escrita, el bar San Martín, es parte del remoto pasado. Estaba en Santa Fe e Italia.
Con Silvio, esa noche, quedamos conmovidos. A mí, lo admito, se me cruzó por los ojos alguna lágrima. Pero la conclusión del encuentro fue obvia: otra copa, con el correspondiente brindis. Y entonces, él fue más rápido. Dijo: "Salud. Viva el mundo".