“Hace falta que alguien escriba sobre la realidad”.
“Hace falta que alguien escriba sobre la realidad”.
Serio, casi solemne, mi amigo tiró la frase con la misma seguridad que tenía Batistuta cuando pateaba un penal.
Pero al artillero de Reconquista también a veces se le escapaba la liebre y la pelota volaba, caprichosa, por encima del travesaño.
Realidad, realidad.
“Realidad”.
¿Qué realidad?
¿La que reflejan (palabra mentirosa) los medios hora tras hora y, cada vez más, minuto a minuto? ¿La que se ve al salir a las calles de la ciudad, día a día, noche tras noche?
¿O la realidad del corazón, la que solemos esconder detrás de la mirada a la manera del mejor jugador de póquer?
Todas las respuestas se vuelven parciales.
A veces, son mucho más reales las manos de mi hija que los títulos de todos los diarios de la Tierra.
A veces, duele mucho más un amor en fuga que todas las tristes realidades sociales de la Argentina.
Y cuando eso ocurre, cuando los fundamentos del universo privado se desmoronan, cuando los actos más pequeños de la vida cotidiana se presentan como hazañas prometeicas, conviene dirigir los ojos hacia adentro y recordar las razones que sostienen el afán, las columnas invisibles sobre las que se apoya el deseo.
Cuando eso me pasa a mí (me pasó hace poco), suelo buscar la biblioteca y abrir ciertos libros. Ni abrirlos hace falta: alcanza con mirar sus lomos, con sentir su presencia cercana como un abrazo potencial, como un refugio cierto.
También están aquellos amigos que entienden de estas cosas y saben escucharte cuando te partís, cuando partís hacia la noche sin brújula que te oriente ni verdad que te proteja ni música que te cante.
En esos momentos la realidad –la “realidad” – se cierra sobre el pecho y se abre en pleno silencio como una rosa negra. En todas sus variables deja de ser puerto y se transforma en océano impiadoso. No hay mano que nos salve si nosotros no le permitimos abrirse. No hay abrigos en la intemperie.
Ya lo decía el poeta italiano Salvatore Quasimodo: “Y de pronto anochece”.
Sin embargo, después amanece. Se abren las ventanas y entra la luz del día, que alumbra otra vez la realidad, la “realidad”. Y los diarios nos cuentan de nuevo qué sucede. Y la televisión nos tranquiliza con la sonrisa beatífica de las locutoras que dan el pronóstico del tiempo.
Y la ferocidad del mundo –su verdadera cara– se diluye detrás del manto tibio de la apariencia, se oculta en el inmutable fluir de los hechos, se disfraza del impuesto que vence, del piquete agropecuario, de la tardecita en el parque, del partido de fútbol.
Pero aunque no la veamos ni escuchemos ni toquemos, sigue allí. Cuando quiere
nos lastima. Entonces despertamos del sueño de la realidad -la “realidad”-, nos miramos
al espejo y vemos el rastro de sangre.
Por Martín Stoianovich