"Vamos, antes de que entremos en combustión espontánea", lo dijo en serio, con el rostro demudado, como si seguir en ese lugar fuera realmente peligroso. Hacía una broma, claro, no pensaba ni creía que él y su padre, con quién había ido de visita a Santa María del Mar, fueran a arder como pecadores en el infierno por no ser hombres de fe. Se quería ir, estaba cansado de tanta explicación, de tanta foto, de tanta historia que ya sabía, que ya había leído.
Sentado en el primer banco, con la cabeza gacha y las manos entrelazadas, parecía rezar, aunque lo que hacía realmente era aguantar el aburrimiento. Tenía 17 años y una vida frente a la pantalla de la computadora y los ojos rojos de matar zombies o soldados enemigos o invasores del espacio, siempre con la muerte en los talones, a las corridas, como si fuera al volante de esos convertibles de lujo que destroza por el simple placer de hacerlo en "Rápido y furioso".
No habían llegado hasta ahí por casualidad, lo habían hecho siguiendo los pasos de Arnau Estanyol, el joven protagonista de "La catedral del mar", la novela de Idefonso Falcones que acompaña la historia la iglesia que los bastaixos levantaron con las piedras que cargaron sobre sus espaldas desde la cantera real del Montjuic, a mediados del siglo XIV. Querían visitar el templo de los pobres, el que tiene en su altar un barco, la cruz y la virgen del mar.
Habían seguido también el andar errático de David Martin, la desgracia que, en las páginas de la novela de Carlos Ruiz Zafón "El juego del ángel", cobra forma de pacto con el diablo. Su camino recorre hasta el último rincón del Barrio Gótico, ese laberinto de callejones oscuros y edificios que se inclinan hacia adelante como si quisieran caerles encima a los desprevenidos que andan por el lugar sin saber a qué se atienen y que, por más alcen la vista, no les dejarán ver el cielo.
El barrio, que se esconde detrás de la bohemia para turistas de la Plaza Real, tiene un trazado antojadizo, intrincado, las calles se tuercen hacia un lado o hacia el otro, cambian de nombre o terminan en una plazoleta húmeda y silenciosa, Sant Felip Neri, que en las paredes conserva los rastros de la metralla franquista que, en plena Guerra Civil, se cargó a 42 inocentes, la mayoría niños, alumnos de escuela que murieron al caer el techo del sótano donde habían buscado refugio.
Con el estruendo seco de las balas resonando en los oídos, el llanto de los niños, los gritos desesperados, el sinsentido de la muerte, la ciudad vieja se revela desconcertante. Al voltear en una esquina, surge de la nada un Picasso de cartón piedra, remera a rayas azules y blancas, pantalones anchos, que custodia la entrada de la tienda El Ingenio, un prodigio de artículos para fiestas, cabezudos, disfraces, pelucas, que alimenta las fiestas callejeras desde 1938.
En un rincón, un poco por encima de las cabezas de la gentes que van y vienen en sus cosas, apuradas, hay un altar con velas rojas y flores marchitas. Es una ofrenda al martirio de Santa Eulália, que fue encerrada por los romanos desnuda en un barril clavado con cuchillos que dejaron caer por una cuesta. Es la virgen patrona de la ciudad, que da nombre a la catedral gótica, emblema de la Barcelona que buscan y encuentran los viajeros que llegan a Catalunya.
La fachada es imponente, 40 metros de ángeles, santos y gárgolas que se asoman de los muros con los ojos inyectados en sangre, las fauces abiertas, amenazantes, a punto de saltar a tierra para cobrar venganza. Son brujas, cuenta la leyenda, que fueron condenadas a quedar petrificadas como monstruos por los males que hicieron en vida. Figuras fantásticas de leones, unicornios y hasta de un león, que acechan en las alturas y que, cuando llueve, escupen agua desde los tejados.
En uno de los laterales del templo hay una callejuela, tan estrecha como un pasadizo, sobre la que cruza el Pont del Bisbe, la unión del Palacio de la Generalitat y la Casa dels Canonges, residencia del presidente de Catalunya. Abajo, en el centro, esconde una calavera atravesada por una espada dorada que, según cuentan los que saben, trae mala suerte a todo aquel que se atreve a mirarla a los ojos. Mejor entonces pasar rápido, sin alzar la vista.
Padre e hijo, que no le temen a las llamas del infierno, detienen su marcha y con una sonrisa cómplice desafían la maldición, bromean, se mofan de los que pasan con los ojos clavados en el piso. Una cena los espera en casa de una amiga, en el tercer piso de una coqueta casona de la calle Copons. Por las dudas, antes, pasan por la Casa de L'Arcadia y acarician el lomo de la tortuga de piedra del buzón que hay junto a la puerta. Dicen que hacerlo conjura el maleficio de la calavera.