Ellos se encontraron y en las solitarias planicies de la noche se encendió una tenue llamita azul.
Habían olvidado el rostro del amor. Habían dejado de esperar la primavera.
Habían recorrido los desiertos bajo el sol quemante y se habían mojado en la lluvia de la
soledad infinita.
Pero de pronto se abrazaron.
Se dieron un beso en la ciudad vacía y la luz que dieron a luz les señaló el camino hacia la
mañana siguiente.
En la mesa de un bar se rieron como adolescentes, con absoluta confianza, con la certeza de
que aquel instante era una ventana que al fin habían conseguido abrir.
Desde allí se veía toda la vida. (Y la vida era hermosa otra vez, como la playa al amanecer,
como la lluvia sobre el mar, como un Renoir recién pintado).
Salieron de la mano, con el gusto del café y del alcohol tibio en la boca, y con el sabor del
otro impregnado en los labios.
Se acostaron juntos.
Despertaron juntos. Se miraron en la claridad del día.
Se dieron otro beso. Él se quedó dormido.
Ella se fue y ya no volvió.