Es extraño que alguien se alegre al abrir un paquete y encontrar inmortalizada en el cartoncito
a la cara de un referí. La pasión no tiene aspecto de esos prolijos señores, seguramente
engominados en cabellos y almas, con cara de cualquiera menos de alguien que pasa tardes en una
cancha de fútbol.
Esa figu nunca es la difícil y nadie dudaría en cambiarla por otra cualquiera, hasta por una
repetida. No es muy de futbolero llevar en la billetera, o atesorar en el cajón de las medias, un
cartoncito en honor a Horacio Elizondo. Tampoco es usual ver en el banco de una plaza a un
orgulloso abuelo relatándole a su nietecillo tiernas historias, mientras le muestra la figurita de
Guillermo Nimo.
El fubolero no confía en los botonazos, arbitrarios jueces que privilegian el respeto a las
leyes del juego a que gane nuestro equipo. Seguro que cuando eran pibes, cuando la profe iba al
baño les pedía a esos que anotaran en el pizarrón el apellido del compañerito malo que tiraba
tizas.
Pero, hace poco, el vendaval propagandístico del movimiento del nacionalismo futbolístico nos
vendió que no podemos admitir un triunfo mundialista sin argentinos y debimos fanatizarnos con el
pitar del cuerpo arbitral.
En la historia de tan ecuménica justa atlética quedó estampada la memoria de don Horacio
Elizondo y sus jueces de línea: Rodolfo Otero y Darío García, próceres criollos que impartieron
justicia en aquella final entre Italia y Francia, en 2006. Pero no se registraron aglomeraciones en
el Monumento a la Bandera, ni cuando Elizondo expulsó al francés Zinedine Zidane por cabecear al
italiano Marco Materazzi.
Por no perder publicidades y horas de televisión, los promotores del show describieron al
colegiado como un artista, que con un diminuto instrumento de viento convoca a estruendosos
festejos o a una multicolor suelta de puteadas. No hay músico que con apenas un silbato intérprete
hasta la leve intensión violenta de un defensor.
Por tomar decisiones cruciales bajo la vista de millones y correr 90 minutos sin ligar un pase,
los árbitros merecerían un lugar entre las figuritas.
Pueden enfrentar al gentío y ser respetado, pero al salir del perímetro del paraíso terrenal, se
quedan sin impunidad. Orgulloso de su prestigio, el mismo Elizondo aceptó impartir su oficio en un
cruce de representativos de Fuerte Apache y Ciudad Oculta.
Entre ásperos monoblocks del oeste porteño, el prestigioso juez dirigió el encuentro, sin que se
registrara violencia alguna. Pero, al irse del predio comprobó que le habían afanado el reloj que
había ganado en el Mundial. De todas formas, el hecho no fue caraturalado como delito, sino como
justa venganza por nunca escuchar advertencias como: “¡¡La hora referí !!”.
Mañana, Figurita 5: La linegirl