La mira de nuevo y piensa que no debe llegar a los treinta. Veintiséis, veintisiete años: no es la mitad de su edad pero casi. La ropa interior de los dos está al pie de la cama y el resto desparramado por el pasillo y él todavía no está seguro de cómo fue que llegaron hasta ahí, cómo salieron los dos de la penumbra tibia del bar, atravesaron las calles en un taxi tembloroso y aparecieron en su departamento. Hay una copa caída y una mancha de vino en la alfombra. Trata de pensar cómo era a esa edad. Trata de pensar si era feliz. Si a veces era feliz. Le parece que fue hace siglos.
Ella se da vuelta hasta quedar boca abajo en la cama, apoya el mentón en la palma de una mano y lo mira. Le pregunta cuánto hace que está solo. Él le da una respuesta vaga, imprecisa, que alcanza para entender que no hace tanto. Que todavía no hace tanto
—No lo pregunta: lo dice. Él siente, de golpe, muchas ganas de fumar; ganas de alzar una cortina de humo entre los dos, pero ya hace varios meses que lo dejó y no hay un solo cigarrillo en todo el departamento. Agarra la botella de vino de la mesita de luz y se levanta a buscar la copa caída. Bebe un trago en silencio. Cuando le ofrece la copa, ella le pregunta si tiene hijos.
—Una hija. Se llama Micaela. Tiene dieciséis. Voces Javier Núñez
—Yo a los dieciséis quería ser bailarina y arquitecta. Y me quería casar con el profe de gimnasia.
—Y al final qué fuiste.
—Ninguna de esas cosas. Pero sí me casé con el profesor de gimnasia. Más tarde, por supuesto. Igual no funcionó.
En algún lado suena una notificación en un celular. Ella mira en el suelo y en la mesita de luz. Al final se para y se pone la camisa de él para flotar descalza fuera de la habitación en busca del teléfono que quedó en el bolsillo de sus jeans o en la cartera. Él permanece en la cama viendo las luces de la noche que se filtran por la ventana abierta. Cuando ella vuelve, deja el teléfono en la mesita de luz.
—¿Te llevás bien? —le dice. Él la mira sin entender—. Con tu hija, ¿te llevás bien?
—A veces creo que me odia. A veces creo que es la edad.
—¿La de ella o la tuya?
Se queda callado un momento. Después, sin saber por qué, habla de la dificultad de las relaciones y el abismo de lo íntimo. Se ríe al escucharse. Pero insiste. Los hijos, la familia, el matrimonio, algunas relaciones, dice, nos obligan a mostrarnos en forma permanente. Sin máscaras ni corazas ni refugios. Desde el encuentro con otro, tarde o temprano uno acaba mirando en lo más profundo de sí mismo. Y siempre hay algo que no nos gusta, siempre hay algo que hubiéramos preferido no ver. Actitudes que preferiríamos borrar, cosas que nos gustaría no haber dicho. A veces parece que lo más fácil fuera mantenerse siempre en la superficie, dice al final.
Ella estira la mano para acariciarlo y él tiene una especie de reflejo de animal en guardia. El gesto es confuso, incómodo. Ninguno dice nada. Después se mete en el baño y, antes de salir, se mira un rato largo en el espejo y se pregunta qué está haciendo. Junta las ropas del pasillo. Ella sigue en la cama: sus ojos lo siguen por la habitación mientras se pone el bóxer y después el jean.
—No estás tan mal, ¿sabés? —le dice sonriendo, y lo toma de la cintura del jean para acercarlo hacia la cama. Le pasa los dedos por los pelos del pecho. Algunos tienen canas. Él la mira en silencio, de pie. Supone que en su cara se lee algo que acaso fuera sorpresa o quizás dolor porque ella entorna los ojos y se lo repite—: Todavía sos lindo. ¿Nunca te lo habían dicho?
—Claro. En otra vida. No sé.
Ella lo mira con una intensidad salvaje y repentina. Como si acabara de descubrir o de intuir algo más a lo que aferrarse. Tira de los brazos de él y lo besa en la boca una vez más. Muerde. Hay, en ese gesto, una especie de convicción o desafío.
Lo hacen de nuevo sabiendo que es por última vez. Que después de esto ya no volverán a verse. Lo hacen con precipitada rabia. O con rencor. Ninguno de los dos sabe qué buscaba esa noche. A lo mejor creían que era nada más que esto. Pero ahora que el momento pasa todo se extingue como la llama de un fósforo y se quedan en silencio, jadeantes, mirando el techo y de golpe saben que no. Entonces ella dice que esto es todo.
—Mirá que esto es todo —dice, sin darse vuelta, la mirada clavada en el techo de la habitación—. Este vacío que parece estar ahí desde siempre. Te vas a tener que acostumbrar.
Lo dice sin rencor. Con una tristeza blanda. Aunque tiene casi la mitad de la edad de él cree que puede explicarle cómo son algunas cosas de este mundo que él recién empieza a transitar. Tal vez tenga razón.
Él se levanta y atraviesa el pasillo. Abre el ventanal que da al balcón, sale al aire frío de la noche y siente unas ganas absurdas de llorar. Oye los pasos que se acercan. Ella le pone una manta en la espalda. Se refugia con él debajo de la manta. Igual la siente temblar.
—Si nos quedamos acá a lo mejor los veamos pasar —dice ella—. A los otros. A los que podríamos haber sido.
—Tal vez deberíamos gritarles. Decirles algo
—Como qué.
Dan un paso hacia la baranda y miran hacia la calle. Está vacía. Se quedan así, contemplando la vereda desnuda, los autos estacionados en el cordón, los edificios que se recortan contra el río invisible. Inmóviles, a oscuras y vulnerables. Como dos animales heridos.
—Lo vamos a saber —le dice él—. Cuando pasen, lo vamos a saber.