El policial está más de moda que nunca. Porque conviene decir la verdad: el policial siempre estuvo de moda. Aun en las épocas de oro de la literatura "seria" ―es decir, no asimilada en ningún sentido al mero entretenimiento o el pasatismo― el género gozaba de numerosos cultores y/o fanáticos, que en la Argentina se reflejaron en colecciones legendarias como El Séptimo Círculo (creada por la inefable dupla B-B, Borges-Bioy) o Serie Negra (dirigida por Ricardo Piglia).
En los últimos tiempos, este nicho tan particular de la ficción se vio sacudido por la irrupción de nombres europeos, liderados por Stieg Larsson y el ya fallecido Henning Mankell. Pero Italia también aportó lo suyo. En este caso, el mascarón de proa del buque se llama Andrea Camilleri.
Camilleri es un simpático veterano (tiene ¡92! años) que ama la cocina, aunque admite que sólo sabe preparar huevos fritos (ojo: hacerlos bien no es tan fácil como parece). De la mano de su gran creación, el comisario Salvo Montalbano, se ha convertido en pasión de multitudes. De hecho, es el escritor italiano que más libros vende.
Montalbano (a quien llamó de esa manera en homenaje a su amigo español Manuel Vázquez Montalbán, que se alejó de este mundo en el 2003) es todo un personaje: honesto hasta la médula, riguroso y fanático de los sicilianísimos platos que le deja preparados su mujer de servicio, su apego a la ley no le impide proceder por fuera del reglamento cuando lo considera necesario. Al mismo tiempo, su filosa inteligencia y alta capacidad deductiva no se convierten en un obstáculo a la hora de los puños y las balas.
Con esta fórmula, más una destreza innegable a la hora de construir tramas, Camilleri está acostumbrado a seducir al lector desde las primeras páginas. Se trata, claro, de un lector que busca pasar un rato agradable sin que se le interpongan demasiadas complicaciones. Que puede ser, llegado el caso, prácticamente cualquiera de nosotros.
En la última novela de Camilleri que se distribuyó en la Argentina, La pirámide de fango, el buen Montalbano ve interrumpidas sus trascendentes digestiones por el misterioso crimen de un contador, que esconde tras de sí nada menos que una confabulación mafiosa para adueñarse de contratos de obras públicas. Con la corrupción de la política como previsible trasfondo, la historia transcurre de manera vertiginosa: este reseñador se apoderó de la novela pasada la medianoche, en compañía de una amistosa medida de escocés (bebida que por suerte también consume Montalbano), y no la soltó hasta las cuatro y cuarto de la madrugada, 219 páginas y dos whiskies más tarde.
Se debe confesar que el rato pasado fue amable. Más allá de trucos demasiado gastados en el género ―como largos e inverosímiles diálogos, necesarios para aclarar aspectos oscuros del argumento― y un final que carece de la credibilidad necesaria, el libro tiene encanto y fluidez, dos cualidades nada desdeñables.
Si lo que se busca es otro nivel de densidad, siempre en los marcos del género, se hará bien en recurrir, por ejemplo, al gran James Ellroy, que desborda el policial para ingresar en terrenos más hondos. Ese es el caso, también, de los grandes clásicos, leáse Hammett, Chandler, Cain, McDonald, Goodis, etcétera.
Pero el veterano Camilleri merece una oportunidad. Al menos, para compartir con él una pasta n'casciata mientras se sueña con el mar azul y una vida libre de la maldad y de la pena.