Malvinas en el 1700: de ser un archipiélago lejano y marginal al centro del interés de la corona española
A 40 años de Malvinas

Malvinas en el 1700: de ser un archipiélago lejano y marginal al centro del interés de la corona española

La distancia con el eje de poder europeo jugó un rol fundamental en el desembarco y apropiación, aunque Francia, España e Inglaterra intentaron hacer pie en las islas que aún hoy reclama Argentina
2 de abril 2022 · 00:48hs

Desde el siglo XVI, las islas Malvinas integraban el conjunto de esos territorios distantes de Madrid, escasa o nulamente poblados, que conformaban la monarquía española.

Hacia 1760, no estaban habitadas por una población permanente, ni siquiera existía un establecimiento defensivo. Navegantes exploradores al servicio de una o de varias coronas intentaron ocuparlas y disputarle su dominio a la española: el agua de los océanos no era un obstáculo para navegantes que, además de advertir el valor estratégico que tenía la ubicación del archipiélago, lo pusieron en el foco de interés de las monarquías de las cuales obtenían financiamiento o favores. ¿Cuándo y de qué manera las Islas Malvinas entraron en la agenda grande de la política española? ¿Qué cosas se dijeron entonces sobre este archipiélago para muchos desconocido antes de tomar decisiones sobre su gobierno?

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Un archipiélago más en los vastos dominios del Rey Católico

Las islas Malvinas, del Atlántico Sur, las del Pacífico Sur y el corredor interoceánico, integraban el conjunto de esos territorios distantes de Madrid, pero también de las ciudades que la monarquía había instalado en territorio americano que además estaban escasa –o nulamente– poblados, pero que se consideraban incontestablemente alcanzados dentro de lo que los españoles concebían como "las indias occidentales".

Las discusiones por los primeros avistajes o por su inclusión en los mapas son apasionantes y comienzan en el siglo XVI, cuando fueron incorporadas a los primeros mapas y cartas de navegación. El archipiélago estaba incluido dentro de la jurisdicción española a causa de las bulas papales de finales del siglo XV y del tratado de Tordesillas (celebrado entre las coronas española y portuguesa en 1494). Este tratado fue muchas veces corregido a lo largo de los tres siglos siguientes, suscripto con otros nombres, pero referenciando siempre la cuestión de “límites” entre los dominios españoles y portugueses a uno y otro lado de la línea imaginaria. Si esa raya iba siendo empujada por la fuerza de las alianzas que hacían los portugueses o por las debilidades de los negociadores castellanos, para las islas, poco importaba: siempre quedaron comprendidas dentro de los dominios del rey de España.

Los historiadores del derecho nos han enseñado, con buenas razones, que para que unos acuerdos se cumplan tiene que haber al menos dos partes que reconozcan las reglas del juego sobre las cuales se apoyan. También que algunos pueden presentarse a sí mismos como “terceros perjudicados” por esos acuerdos. O incluso que pueden ignorar olímpicamente la fuente de autoridad sobre la que reposan. Quisiera ver la cláusula del testamento de Adán que excluye a Francia de la división del mundo. La frase, atribuida a Francisco I de Francia, es una manifestación temprana de lo que podían esperar los reyes de España: desconocimientos de autoridad, guerras, saqueos en alta mar, en fin, disputas a punta de pluma y sobre todo, de espada y de armas de fuego.

Desde el siglo XVII, las monarquías no católicas y otros actores con intereses concretos en dominar los mares –como la Compañía holandesa de las Indias Orientales, creada en 1602– había invertido dinero y esfuerzo en difundir argumentos para desconocer la legitimidad de aquellos títulos. Durante los dos últimos tercios del siglo XVIII, los mares del mundo, y por lo tanto sus litorales y sus islas, fueron escenario de una disputa mundial por el poder real –hoy se diría, por el poder fáctico–. Es el período de formación del capitalismo clásico, que algunos consideran también el final de la primera globalización –también llamada globalización temprana o arcaica– que finalizaría justamente en los años 1750/1760, cuando la revolución industrial exige la conquista de mercados para colocar todo lo que produce de sobra, y sus agentes lo gestionan cada vez más rápida y violentamente.

Planes para el sur del mundo

Mientras que la monarquía inglesa no había dejado de expandirse en América durante todo el siglo XVII y los primeros años del XVIII, la paz posterior a la Guerra de Sucesión por la corona española (1700-1713) con triunfo para los borbones, era un mal negocio para la corona británica: las maquinarias de guerra, durante la paz, se oxidan. La oficialidad envejece. El flujo de los negocios que significa la guerra se interrumpe. Las economías se traban. Pero un incidente posiblemente menor y ordinario animó al rey Jorge II a modificar el status quo.

Corsarios de varias banderas no dejaron de asolar los mares en tiempos de paz. Garantizaban –por las buenas o por las malas– un movimiento forzado de mercaderías y de metales preciosos. También amenazaban soberanías, alentando rebeliones contra las autoridades o produciendo incidentes entre cortes que atravesaban por períodos de concordia. En 1731, un corsario que contrabandeaba en el Caribe con licencia británica tuvo un altercado con un guardacostas español. De regreso a Gran Bretaña, el supuesto damnificado presentó en 1738 un airado reclamo ante la Cámara de los Comunes. Denunció que aquél guardacostas le había cortado la oreja y el incidente dio paso a los almirantes belicistas que alentaban el regreso de los buenos tiempos de la guerra. En 1739, el rey autorizó el ataque a “objetivos españoles” en el Caribe. La sátira gráfica que lo representa merece la pena verse.

Este episodio, que en la historia de la navegación mundial está lejos de ser extraordinario –otros sufrieron amputaciones menos llevaderas y no se quejaron en ninguna Corte–, fue el inicio de la Guerra del Asiento, que los ingleses prefirieron llamar Guerra de la Oreja de Jenkins. Felipe V debió invertir mucho de las arcas americanas para defender sus plazas fuertes en el área, lo que implicaba no solo enviar recursos desde la Península, sino dejar de recibir los que debían llegar desde América –que se fortalecía, en términos literales–. Los éxitos en la destrucción de las flotas inglesas que intentaron el sitio de la Guayra (1739) o Cartagena (marzo y mayo de 1740 y marzo-mayo de 1741) no borraron las dificultades que habían tenido provocado los ataques ingleses a Portobelo y San Lorenzo (en marzo de 1739 y 1740 respectivamente). ¿Y qué tiene que ver esto con las Islas Malvinas? Bastante.

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Un best seller del siglo XVIII

El viaje realizado por el comodoro inglés George Anson entre 1740-1744 fue presentado y contado sobre todo como un viaje de circunnavegación. Una empresa científica, un logro de la humanidad. Cierto. Pero en realidad, la empresa formaba parte de los refuerzos que salieron tarde hacia la guerra del Asiento y, según cuenta el historiador galés Glyn Williams, fue una de las expediciones militarmente más desastrosas de la historia de la navegación británica.

En lugar de navegar directamente hacia el frente caribeño, las cinco embarcaciones de guerra que conformaban la expedición navegaron por el Atlántico Sur, bordearon costas del Brasil y del actual territorio argentino –en Mar del Plata, la playa Varese se llamó hasta hace algunas décadas playa de los ingleses justamente porque ahí tocó tierra parte de esta expedición– ya que el objetivo de las cinco embarcaciones de guerra que componían la flota era el de deteriorar el dominio español sobre los territorios americanos del Pacífico por todos los medios. Al llegar al sur del istmo de Panamá, debían apoyar a las flotas inglesas que combatían en esa guerra bajo la dirección de Edward Vernon.

El viaje de Anson fue un fiasco militarmente, pero pasó a la historia –e hizo ascender políticamente a su comandante– porque casi de rebote, y a bordo de una embarcación que no parecía resistir mucho más, capturó en 1744 al Galeón de Manila, quedándose con el mayor botín de toda la historia del corso. También dio origen a un libro que muchos consideran el betseller del siglo XVIII. En 1748 la Guerra finalizaba con un acuerdo: las tierras conquistadas volvían a quienes las gobernaban antes de empezar el conflicto y España renovó (temporalmente) los permisos de tráfico –derecho de asiento y navíos de permiso– para los británicos. Ese mismo año apareció la primera versión autorizada del libro, en la que se basan todas las versiones del viaje de Anson hasta hoy, firmada por Richard Walter –el capellán del Centurión, nave insignia de aquella expedición–. Muchos expertos aseguran que su publicación fue la que animó el redescubrimiento de las islas Malvinas, ya que Anson señaló ahí que eran una llave estratégica para controlar el Pacífico. El gobierno inglés notificó al español su intención de enviar en 1749 una expedición a las islas, lo que fue protestado inmediatamente por Ricardo Wall, embajador español en Londres, y la misión abortó –aunque los que conocemos el final de la historia sabemos que solamente se postergó–.

Así, en 1750, después de la publicación del libro de Walter-Anson y del incidente diplomático en Londres, el archipiélago saltó del inventario de los territorios olvidados a la categoría de tema de conversación recurrente entre miembros de la corte, el Rey, alguno de sus virreyes, gobernadores, jefes de sus fuerzas militares, grandes comerciantes, viajeros y asesores eruditos.

La monarquía, pensada desde la periferia

Como muchas veces ocurrió con cuestiones de la gran política española del siglo XVIII, la conversación sobre esta cuestión, que después se volvió crucial, comenzó en un lugar muy alejado de Madrid. La circulación de la información dibuja un circuito que va desde la periferia hacia el centro de la monarquía.

El 8 de abril de 1758, don Manuel Amat y Junient –que es muy recordado como virrey del Perú entre 1761 y 1776, pero que a la sazón era Presidente de la Real Audiencia de Santiago de Chile– envió al Secretario de Marina e Indias, el bailío Fray Julián de Arriaga, un manuscrito con noticias dadas por un "capitán holandés en 1599". El documento, que está alojado en el Archivo de Indias, en Sevilla, comienza con una presentación que hace el propio Amat, donde afirma que ya no se puede dudar de la existencia del archipiélago que algunos conocían como “Islas Nuevas” pero, desde 1754, se las conoce como “Malvinas”. También agrega que corría un rumor muy fuerte sobre la creación de una colonia inglesa.

Es interesante notar hasta qué momento las Malvinas fueron –casi siempre involuntariamente– confundidas con otras islas o como recipiente de diferentes nombres. A comienzos del siglo XVI aparecen en el mapa de Waldseemüller bajo el nombre de Insule delle pulzell (traducido como Islas de las vírgenes) y en la carta de Elcano de 1523 como Isla de los Patos o de Sansón. El mismo Amat, que era un funcionario de alto rango, las ubica en 1761 a 48º de latitud sur (al este de San Julián), lo que supone un error de más de tres grados al norte, grosero incluso en la época y, en este caso, casi seguramente las confundió con las inexsitentes islas Pepys.

Del borde al centro

Hacia 1760, los archipiélagos ubicados en el suroeste del océano Atlántico, frente a las costas patagónicas, no registraban una población asentada de manera permanente. No había en ellas ni naciones indígenas, ni "vecinos", ni casas pobladas. Navegantes exploradores al servicio de una o varias coronas intentaron ocuparlas y disputar esos dominios de la española. Eran a su manera frontera. Se dirá ¿frontera con quien, en la medida en que es una realidad asumida que el archipiélago que llamamos de Malvinas e Islas del Atlántico Sur estuvo siempre comprendido dentro de los límites fijados por todos los tratados entre España y Portugal? Eran frontera como posibilidad, frontera como borde, frontera como zona de roce.

Y fue a causa de estos roces que las islas entraron en la consideración de lo que denominamos la agenda grande de la monarquía.

Una ubicación estratégica

Cuando en 1758 Manuel Amat afirmaba que la ocupación de esas islas significaría grandes ventajas para cualquier Nación que la poseyera, estaba dando un consejo político al rey de España. No era diferente del que había hecho al suyo el propio George Anson, quien sin conocer las islas, hizo escribir en el libro resultante de sus diarios la importancia del archipiélago. Como lo notó Groussac, Anson no vio esto desde el primer momento: fue recapitulando sobre su viaje que se le ocurrió sugerir que esas islas podían ser un buen fondeadero para las naves que tuvieran que atravesar el cabo de Hornos.

Así, entre el consejo de Amat y la publicación del libro de viajes de Anson, la opinión de los españoles cambió de manera radical. Todos estaban advertidos acerca de las numerosas ventajas que un asentamiento en las Islas podía significar tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra.

Malvinas, parte de la Francia colonial

En 1764 el secretario de estado del rey Carlos III se enteró, por uno de sus asesores, que las gacetas de Ámsterdam y París habían publicado a comienzos de julio que los franceses se habían establecido en Malvinas. El autor del informe decía que la información era de mucho crédito y que el asunto había sido mantenido en secreto, porque el Conde de Fuentes, flamante embajador de Carlos III en Francia, no conseguía sacarle nada concreto al duque de Choiseul, el ministro más informado e influyente de Luis XV.

Francia había enviado las fragatas el Águila y la Sphinx a Montevideo y de ahí habían ido a fundar un establecimiento a Malvinas. La corte francesa negó la operación hasta que fue inocultable. Cerrado el Caribe y el Atlántico norte para los franceses después de haber perdido la guerra en las costas del norte de América en 1763, el Atlántico sur había surgido como un plan para trasladar esas colonias expulsadas. Pero no lo había hecho a escondidas, sino que había contado con la aprobación de Choiseul y del propio Luis XIV.

Louis de Bougainville se asentó en una bahía al oriente de la isla de la Soledad el 31 de enero de 1764. En marzo fundó la colonia de Port Saint-Louis y el 5 de abril tomó posesión del territorio en nombre de su rey, Luis XV de Francia. Cuando España reivindico estas islas como parte de sus posesiones en América meridional, Bougainville recibió la orden de entregar su fundación y establecimientos a los españoles. El coronel francés escribió haber recibido “seiscientos diez y ocho mil ciento y ocho libras trece sueldos y once dineros que importa un estado que he presentado de los gastos que han causado a la Compañía de San Maló las expediciones hechas para fundar sus intrusos establecimientos en las Islas Malvinas de S.M.C.”

Pero todo esto no sucedía en un vacío de tiempo.

Según el historiador Paulino García Diego, los tratados de paz después de la Guerra de los Siete años había sido extraordinariamente duros para Francia. Gran Bretaña controlaba algunas islas clave en el Caribe (Dominica, Granada, san Vicente, Granadinas y Tobago), adquiría Canadá y los territorios al este del Mississippi –excepto el puerto y la isla de Nueva Orleans– y Francia recuperaba Guadalupe, Martinica, Santa Lucia y St. Pierre y Miquelon. Pero había cedido Luisiana y Nueva Orleans a España para compensar la perdida del Florida. En la India Francia recuperaba sus factorías pero renunciaba a mantener fuerzas militares en Bengala, evacuando también Sumatra. En Europa evacuaban Menorca –que volvió a manos inglesas a cambio de Belle Isle– y demolieron las fortificaciones de Dunkerque. España, por su lado, recuperaba La Habana a cambio de la Florida. Siempre según el mismo historiador, “la consecuencia sin duda de mayor importancia era que se había roto el equilibrio en América. Con la desaparición de Francia de la escena España quedaba sola frente a Gran Bretaña en el continente, cuando quedaba meridianamente clara su debilidad en el plano naval."

Malvinas, gobernación española: la cocina de la decisión

Esas situaciones eran perfectamente advertidas por los asesores del secretario de estado español. Otro de los informes que recibió en su despacho le advertía que la ubicación de Malvinas era sensible para continuar el contacto directo con Filipinas, y subrayaba que, aunque despoblada, era indispensable mantenerla bajo el dominio español sin cederlo ni siquiera a los franceses, que eran aliados. El informante escribió: Si los franceses se situasen, ¿quién les impediría hacer comercio ilícito con los reinos de Chile, de Perú, hacer el contrabando sin obstáculos? Si España perdiera el control de ese archipiélago con Francia, “nuestros mayores amigos'', ¿cuáles serían los daños que resultarían si la ocupan nuestros mayores enemigos, los ingleses? […] ¿Cómo se resistiría a una invasión marítima desde allí y a otra terrestre por Brasil?”. El informe recomendaba contener a los franceses, pero, al mismo tiempo, imitarlos y “darles las gracias por el pensamiento”.

Las Islas deben ser objeto de atención. El interés de los rivales del rey de España permitía ver en ellas detalles que hasta entonces no habían sido percibidos.

Una vez bajo la tutela del rey de España –aunque todavía no bajo su gobierno– en 1766, el archipiélago malvinense volvió a convertirse en un tema de preocupación. Los embajadores de Londres y de París hacían circular a través de los integrantes de la Corte que, a pesar de que los franceses todavía estaban en la Isla de la Soledad, algunas embarcaciones de bandera inglesa se habían asentado en una islita al oeste del archipiélago, la Saunders, y habían nombrado su asentamiento como Puerto Egmont.

En agosto de ese año, el secretario de estado marqués de Grimaldi consultó a sus ministros más cercanos sobre ese rumor. El embajador español en Inglaterra (Príncipe de Masserano), le hizo llegar una papeleta confirmando que los ingleses se habían establecido en la zona "...para comerciar ilícitamente con el Perú, y para facilitar sus empresas contra nosotros estando en guerra." El embajador español en Francia le escribió que, en aquella corte, no se veía con buenos ojos que España hubiera reaccionado con firmeza ante a la ocupación francesa demorara una reacción enérgica contra la de los ingleses.

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¿Qué hacer con las Islas?

Las posturas sobre qué hacer con Malvinas diferían ligeramente, pero todos recomendaban una intervención enérgica e inmediata contra el establecimiento inglés en Puerto Egmont tanto como prudencia en las formas. La inconveniencia de iniciar una nueva guerra con Inglaterra y la inferioridad a la que podría someterse la Armada española de tener que enfrentar a la inglesa en los mares de Europa también está presente en todos los escritos.

Para el ministro Arriaga, los ingleses estaban ganando la batalla por controlar los mares con el propósito de perjudicar el comercio legítimo de España en todo el globo, pero recordaba que ese no era el único problema: igualmente dañinas eran las intervenciones de las compañías holandesas, danesas y francesas, incluso en posesiones más cercanas que Malvinas. El ministro sugería al rey que evitara a toda costa un nuevo frente de guerra, pero defender el conjunto. Animaba al rey a que movilizar las fuerzas residentes en el Sur de América para que las costas de esa región fueran patrulladas y defendidas.

No obstante la moderación y prudencia recomendada por la mayor parte de los secretarios y distintos miembros de la Corte que mandaron su opinión para decidir qué hacer con las islas, dos dictámenes aconsejan al rey que dé instrucciones claras al virrey peruano recordándole que la conservación y la defensa de estos territorios estaban a su cargo. Se le recomienda que el recorrido de verificación lo hagan embarcaciones que ya están en Buenos Aires o Montevideo, y se siga un inventario de recursos navales existentes y una ponderación de posibles refuerzos.

El 29 de agosto, el ministro Muniáin hace llegar su dictamen. Entiende que los ingleses han violado el tratado de Utrecht y plantea tres opciones: disimular aguardando tiempos felices; rechazar el establecimiento con otro o disponer una escuadra que destruya la de los Ingleses, siempre y cuando no generase movimientos negativos en “los mares de Europa”.

Después de diálogos y ampliaciones solicitadas por Grimaldi, el final es conocido: el 4 de octubre de 1766 se ordenó al capitán de navío Don Phelipe Ruiz Puente partir desde el Ferrol con dos fragatas para posesionarse de las Islas Malvinas y ejercer el gobierno de ellas bajo las órdenes del de Buenos Aires.

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Del borde al centro

A pesar de su presencia en las cartografías de los siglos XVI y XVII, hasta la década de 1750 el archipiélago malvinense y las islas del Atlántico Sur formaron parte de las regiones más alejadas del mundo conocido.

El final de la Guerra de los Siete Años en 1763 supuso un giro brutal en materia de defensa del imperio. Eso permite conectar las disputas por los litorales americanos entre Francia, Inglaterra, Holanda y España con los gobiernos territoriales del Río de la Plata antes de que se convirtiera en virreinato.

Malvinas se transformó. Su valor estratégico se modificó y, a partir de entonces, las discusiones sobre el “qué hacer” con el gobierno y la población de esas islas forma parte de un nudo que tiene que ver nada menos que el control de las rutas interoceánicas y las estrategias para imponerse a las otras potencias en pleno despegue del capitalismo. El archipiélago, considerado hasta 1750 parte de los confines del mundo, experimentó un movimiento pendular para ocupar entre 1764 y 1774 un lugar central en la escena de las disputas entre las tres monarquías europeas con mayor presencia colonial en el globo. Pasaron de ser consideradas un desierto inhabitable a ser retratadas en un espacio geopolítico clave.

(*) Darío G. Barriera es Investigador Principal del CONICET – Vicedirector del ISHIR (CCT Rosario) – Prof. Titular de Historia Americana Colonial en la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR, donde dirige el Programa Malvinas y Atlántico Sur.

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