“Venimos de desgracia en desgracia”, dijo el ministro de Economía, Sergio Massa el martes pasado. Repasó los sucesos que tensionaron la economía argentina en los últimos años: la crisis macrista que explotó en 2018, la pandemia, el impacto de la guerra en Ucrania y la sequía más grave de las últimas dos décadas. Y por si esto fuera poco, la seguidilla de tropiezos en bancos de Estados Unidos y Europa pone al mundo ante el riesgo de un nuevo temblor financiero global.
Massa presentó esta queja durante en el acto en el que presentó un plan de asistencia para pymes exportadoras por $ 12 mil millones. Allí dijo que el modelo de desarrollo para la Argentina es la exportación, en un contexto en el que la falta de divisas tiene contra las cuerdas al Banco Central y a la economía en general. En ese discurso, el ministro de Economía recogió el guante de un comentario que había realizado Cristina Fernández de Kirchner el viernes anterior, durante su reaparición pública en la Universidad de Río Negro.
En ese ámbito, la vicepresidenta llamó a dejar de obsesionarse con los números del déficit fiscal y mirar los de la cuenta corriente, que miden la cantidad de dólares que ingresan al país. Pocos días después, Massa mostró su acuerdo con la idea de que los países que se desarrollan son los que cuidan su balanza comercial.
Hasta allí las coincidencias. En su conferencia de Río Negro, Cristina arremetió contra el acuerdo firmado con el FMI y llamó a un acuerdo multipartidario para renegociarlo. Un paso más en la interna del Frente de Todos y en la construcción de la agenda electoral. En esos momentos, el ministro de Economía negociaba justamente con el staff del organismo la aprobación trimestral de la implementación del acuerdo. Con una readecuación. El lunes el Palacio de Hacienda anunció que el Fondo aceptó reducir el objetivo de acumulación de reservas para 2023, teniendo en cuenta la fuerte caída en el ingreso de dólares que sufre la Argentina por la sequía.
Pero, y aquí apareció el primer punto de tensión pública entre Massa y el kirchnerismo, esa flexibilización tuvo su precio. El Fondo demandó enfáticamente hacer más ajuste para cumplir con la meta fiscal de 1,9% del PBI para este año, con el foco puesto en los aumentos de tarifas. Un tema candente, cuando se esparcen las protestas por los cortes de luz en medio de la ola de calor.
El FMI se ensañó con el gasto fiscal, también, como represalia contra la aprobación parlamentaria de la moratoria previsional que permitirá que unas 800 mil personas que tienen la edad para jubilarse pero a la que sus empleadores no le hicieron los aportes, acceder a un plan de pagos para acceder a la jubilación. El nuevo régimen fue promulgado en la semana, luego de una tensa pulseada entre La Cámpora, Massa y el presidente Alberto Fernández.
Que el acuerdo con el Fondo exige una renegociación permanente quedó en evidencia con la nueva revisión. La sequía hoy, como la guerra el año pasado, profundizó la escasez de dólares en el Banco Central, cuya acumulación es uno de los principales ejes del acuerdo firmado para repagar la deuda que dejó Mauricio Macri. Pero los efectos de la seca no se agotan en sustraer, según quién haga las estimaciones, entre u$s 14 mil y u$s 20 mil millones ingresados por exportaciones.
El impacto de la sequía es devastador en la actividad económica, que es el principal activo que tiene para mostrar hasta ahora el actual gobierno. Y con ese freno viene la desaceleración de la recaudación impositiva, que a su vez compromete el cumplimiento de la meta fiscal pactada con el Fondo.
El efecto de la sequía, que ya se está haciendo sentir en los impuestos de Santa Fe, trastoca todos los planes. Incluso la estrategia de política económica y, electoral, del ministro de Economía. Si Massa asumió como el estabilizador de una crisis política en medio de una puja distributiva desmadrada, con la misión de “ordenar las cuentas” y coordinar expectativas, la pantalla del primer trimestre del año parece mostrar otras urgencias.
La sequía promete trocar las perspectivas de crecimiento económico en una dura caída. Y si a eso se suma el riesgo de una nueva crisis global, la misión del ministro de Economía podría verse obligada a mutar hacia un perfil más parecido a la gestión que también le tocó transitar desde otro lugar en la crisis 2008/2009. O, más acá en el tiempo, a la que se llevó adelante en 2020. Es decir, blindar la economía real de los efectos de un duro proceso recesivo. Algo que no va de la mano con compromisos de más ajuste en el gasto público.
El ministro de Producción de Santa Fe, Daniel Costamagna, se acercó a ese diagnóstico, cuando pidió al gobierno nacional “medidas excepcionales” para evitar la caída de empresas por la sequía “similares a las que se tomaron para sostener la producción durante la pandemia”. En aquel momento, el Estado volcó 7 puntos del PBI en aportes de todo tipo para contrarrestar los efectos de la cuarentena. Desde el pago de sueldos, hasta créditos blandos, diferimientos impositivos y aportes no reembolsables. Casi todo financiado con emisión monetaria porque, tras la crisis macrista, no había acceso al crédito.
Pero también hubo otras medidas en ese momento de pandemia, menos recordadas ahora, como el establecimiento de precios máximos y el congelamiento de alquileres y tarifas de servicios públicos, entre otras medidas para evitar la especulación. Aquel año en que la economía cayó casi 10%, la inflación de 2020 desacelerara del 54% al 36%.
Lo que pasó después de esa crisis pandémica es otra historia. Lo cierto es que Massa, que vino a reparar los efectos de la pelea política oficialista sobre la economía con una suerte de plan de estabilización, recibió un mazazo hace unos días con el dato de inflación del mes de febrero, que fue del 6,6%. El escenario de crisis subió de nivel y la política del aterrizaje suave y la paritaria permanente con los distintos grupos de presión económica encuentra su límite. La sequía y la caja de pandora que se abrió con la quiebra del Silicon Valley Bank probablemente obliguen a un cambio en la estrategia.