Antes que nada, me gustaría que nos contaras algo de tu formación como escritor: en qué momento sentiste que surgía la vocación y quiénes son los nombres que te marcaron, por ejemplo.
Bueno, por un lado creo que mi formación es bastante clásica, quiero decir, tuve mis lecturas de infancia (las fábulas, “Marco Polo”, “Moby Dick”, la colección Elige tu propia aventura, que fue tan leída en mi infancia), mis lecturas de adolescencia (de Stephen King a García Márquez, de Hermann Hesse a Bioy o Rimbaud o Pizarnik), y después fui leyendo todo lo que podía, compraba los libros en librerías de viejo, en pésimas ediciones, en el parque Rivadavia o donde fuera, por eso digo que ese trayecto ha sido bastante común y hasta tradicional. Recién a los veintipico empecé a leer literatura argentina actual. Pero por otro lado, tanto la música primero (he tocado en bandas punk, hardcore, pop, postpunk, y compuesto canciones desde los 15 y por más de veinte años) como el psicoanálisis después (me recibí en la UBA a los 22 y siempre me dediqué al psicoanálisis) estuvieron muy presentes en eso que sería mi formación, y creo que esos otros dos marcos de lectura, universos y prácticas, en todo sentido, han afectado y afectan de una manera más original esa formación, que de otro modo sería muy común. Por último, haber fundado y participado de Alejandría, a partir de 2005, me permitió entrar en el campo literario argentino y porteño a partir del under. Los ciclos de lectura fueron el under de mi generación.
Por fuera todavía de “El exceso” en sí misma, quedan dos interrogantes que me parecen importantes: ¿por qué y cuándo te fuiste del país? ¿Y cuál es tu trabajo en Francia?
Te diría que me empecé a ir en 2016, y me instalé en Francia a partir de enero de 2017. Me dedico también al psicoanálisis en Francia. Fue duro, tuve que aprender el idioma y homologar mi título, y por suerte conseguí las dos cosas. Bueno, el idioma, sobre todo el francés, sabrás que es una conquista eterna para un extranjero.
¿Por qué afirmás que “El exceso” es una novela política? Esa palabra, “política”, está muy desprestigiada, sobre todo en su vínculo con la literatura.
Tenés razón, y también por eso lo afirmo, o mejor dicho, insisto con la dimensión política. Porque me parece que es curioso que en una época tan ideologizada y moralista, el poder, la política, quede reducido a los escandaletes de turno, o a los discursos huecos cuando llegan las elecciones. Como si la gente –y en especial los escritores– hubieran abandonado el elemento político para la creación.
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Menem y la emblemática Ferrari.
Me genera curiosidad tu interés por esa época clave para la configuración de la Argentina actual, la década del 90 del siglo pasado, con la figura central de Carlos Menem: ¿por qué elegiste ese período para que fuera el telón de fondo de tu primera novela?
Bueno, supongo que siempre que se empieza a escribir, los episodios de la infancia y juventud, la imaginación y el recuerdo de esa época, es siempre lo que se tiene más a mano. Es la experiencia con la que se cuenta. Más allá de lo que fueron los 90 para todos (no sólo Menem, también De la Rúa), para mí fue mi adolescencia y primera juventud. Cuando subió Menem yo pasaba a séptimo grado, para diciembre de 2001 a mí me quedaba la última materia para dar en la facultad. Imaginate el cambio. De manera que en cierto modo “El exceso”, como toda primera novela, tiene algo iniciático. Creo que eso se advierte poco por el peso de lo político del ministro en la apertura de la novela, pero creo que en el último personaje, que cierra la novela, el elemento de la novela de iniciación está muy presente.
“El exceso” está vertebrada en cinco capítulos, cada uno de los cuales remite a un personaje. Pero todo gira en torno de “el ministro”, que se erige como un retrato velado (o no tanto) de uno de los “hombres poderosos” que prosperaron a la sombra del menemato: ¿te inspiraste en alguien, puntualmente, para construir esa figura siniestra?
La verdad que no. De hecho mis referencias para “El exceso” fueron sobre todo “Cicatrices”, mi novela favorita de Saer, y “El arca rusa”, la película de Alexander Sokúrov. Pero no, la construcción de Valle tuvo que ver menos con la realidad que con ciertos rasgos y gestos típicos de ciertas figuras de poder. Diría que el ministro es el más atemporal de los personajes. Y releyendo ahora la novela para la reedición, también me di cuenta de cuánto le robé a Onetti (risas).
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El paisaje que se vislumbra detrás de la historia es un espacio urbano tajeado por la desigualdad, que dispara sensaciones ominosas en el lector. Una frase me quedó retumbando: “...casas sucesivas sin la menor conexión ni identidad”. Vos naciste en Lanús… ¿Cuándo creés que comenzó a fragmentarse de manera tan brutal la sociedad argentina?
“Cuándo se jodió el Perú”, así empieza “Conversación en la catedral”, de Vargas Llosa, ¿no? Bueno, en realidad, vos sabés que en la Historia así como hay momentos clave, momentos de ruptura, después también hay continuidades de larga data. Pero es cierto que cada presente le debe un poco a la etapa anterior. Yo creo que la sociedad argentina y el país que tenemos hoy es el país que empieza con la democracia. Quiero decir, me parece que hay un corte ahí, me parece que la población argentina se ha duplicado desde entonces, y que a su vez, casi el 50 por ciento de la población está bajo la línea de pobreza. Por eso digo que estos 40 años de democracia ininterrumpida que celebramos deberían celebrarse con una fuerte autocrítica de todo lo que anduvo mal en estos 40 años, más allá de los signos partidarios. Y por otro lado, creo que el estilo de vida que tenemos hoy, tan consumista y corrupto, sin duda fue parido en los 90.
Otro personaje que me impactó fue “el custodio”, que es simplemente un sicario capaz de asesinar sin remordimientos, amante de las armas y la caza, un solitario absoluto. Me recordó al personaje central de “Últimos días de la víctima”, la novela de José Pablo Feinmann llevada al cine por Adolfo Aristarain, con Federico Luppi. Ese personaje, ¿fue una construcción puramente imaginaria?
Qué bueno que te acuerdes de ese libro de Feinmann y de esa película. Sí, fue pura imaginación y tiene esos rasgos. Un outsider, un freak en conflicto eterno con el padre, un asesino implacable a la manera del loco de la novela de Cormac McCarthy, “Sin lugar para los débiles”, que después hizo Javier Bardem en la película de los Coen. Pero también con ese toque criollo y corrupto, tan propio de la mano de obra desocupada de los parapoliciales.
En el marco de una precisa orfebrería narrativa, en la novela se perciben dos ausencias: la del humor y la de la esperanza. ¿Esa es una característica de tu mirada? Pienso en el epígrafe de Thomas Bernhard (nada menos) que precede a la obra…
Yo creo que humor hay. A través de ciertas anécdotas e ironías. La escena de las cortinas en la gobernación, la escena de cuando están en las termas con los gendarmes chilenos, pero es un humor oscuro, negro, cruel. Que también era el humor que predominaba en los 90. Eso y el absurdo. Mi generación creció con ese tipo de humor. Un humor muy cruel y absurdo. Respecto de la esperanza, bueno, la esperanza siempre queda del lado del lector, de la vida, a veces la literatura es oscura, para que la vida justamente sea mejor. Por eso me parece un error toda la censura y la política de la cancelación. Es muy importante que el arte sea siempre el terreno para elaborar y expresar las peores fantasías y miserias. La sublimación nunca alcanza, pero a la vez siempre sirve. Tanto a nivel personal como social.
Dos últimas, cambiando bruscamente de tema. La primera, ¿creés que los talleres literarios pueden formar escritores de valor? Y la segunda, ¿considerás que la crítica literaria continúa viva como máquina formadora de lectores?
Creo que los talleres literarios siempre existieron, lo mismo que los talleres en todas las artes, justamente porque el arte se transmite de una manera que no puede ser institucional. Finalmente ir a un taller es ir al encuentro de un maestro o maestra, de alguien que tiene más experiencia, de alguien que puede transmitir mucho de la política y de la técnica que hay en el arte, y que además ofrece las insignias de sus propios gustos y manías. Muchos autores de mi generación hemos tenido experiencias en talleres literarios (Castillo, Laiseca, Hebe Uhart, Heker, Chitarroni, etcétera). Eso no implica que haya escritores que sean totalmente autodidactas. En cualquier caso, casi siempre un escritor cuando empieza tiene alguna figura tutelar, alguien a quien mostrarle lo que escribe y escuchar su lectura.
Y creo también que todavía hay buenos críticos, buenos lectores. Pero creo que fuera de la crítica académica, que casi siempre se cierra sobre sí misma, la crítica a nivel medios, reseñas, etcétera, ya no tiene en absoluto el lugar que tenía hace veinte años o más. Cuando cambia la época cambia el modo de leer, y eso es lo que está pasando. Por eso el tema no es tanto que se lea menos sino cómo se está leyendo.
Así escribe Edgardo Scott: el comienzo de "El exceso"
Valle mira su cara en el espejo. No mira su expresión, no mira a través del rostro algo que se encontraría más allá, en alguna cavidad, en algún interior sentido sólo por él. Mira la superficie, la máscara ineludible que lo muestra y recubre a la altura de la cabeza. Abre la boca y le enseña los dientes al espejo. El ministro Augusto Valle posee una dentadura blanquísima, inmejorable. Son dientes genuinos; son, acaso, la mejor herencia que ha obtenido de su madre. Sus dientes poseen un esmalte brillante y amarfilado. Son dientes parejos, alineados, pero identificables uno por uno. Y si bien Valle no sabe nombrarlos a todos, sabe que las muelas, las que mastican, están atrás, y que antes de los cuatro del frente vienen los colmillos (entonces se le ocurre que los colmillos serían como los caballos en el ajedrez, ocuparían la misma posición –salteando los peones, claro– y siempre y cuando los dientes o la boca misma fueran un ejército de juguete).
Valle se acerca aún más al espejo y recorre con el dedo índice todo el frente, todo el lado exterior de sus dientes superiores. Los mira al detalle, regocija- do. Los dientes de abajo, en cambio, no le interesan. Los dientes de abajo no sonríen ni convencen; no salen en las fotografías siquiera. Sus dientes de abajo forman una ojiva estrecha, están un poco apiñados y resultan indiscernibles unos de otros. Pero los dientes de arriba, en cambio, tienen presencia e identidad. Valen en conjunto, pero valen también por separado, pieza por pieza. Valle no percibe la metáfora, no registra en su devaneo dental ningún símbolo. Si lo hiciera, enseguida desecharía la fór- mula, porque Valle desconfía de las metáforas. Los dientes superiores, para él, son sólo dientes, piezas dentarias. Y si algo representan, en todo caso, es un secreto orgullo, porque a su edad todavía los tiene todos y los tiene sanos.
Valle ahora pasa revista con la yema de su dedo índice, que resbala despacio, como paseando sobre el caminito apenas humedecido, de dientes siempre brillantes y blanquísimos. Sabe que no es un hombre hermoso. Sabe, a su vez, que no es feo. Su mayor de- fecto es que acaso ha engordado mucho en el último tiempo. Por otra parte, tiene ojos no muy grandes ni expresivos, una nariz redondeada, cejas comunes, y su cabello es fino y débil y, ahora, un tanto escaso. Todo eso, reunido y dispuesto de la manera en que está dispuesto, conforma una impresión, y es aquella impresión la que dice que no es un hombre hermoso ni tampoco desagradable. Él cree, sin embargo, que el paso de los años lo ha favorecido. Es muy probable que tenga razón.
Como sucede en muchos casos, de niño, su timidez y su carácter dócil lo hacían apocado y lo alejaban de ser un niño vistoso, travieso o divertido. Uno de esos niños que divierten o llaman la atención de los adultos. Además, Valle era muy flaquito y esmirriado. Siempre le daban menos edad de la que en verdad tenía. Un ratoncito, tentó una maestra de sexto grado, con dulzura e ingenuidad brutal. Una laucha, remató un compañero, para toda la clase. La maestra no pasó por alto el incidente; retó con dureza al niño y retó a los demás por reírse. Pero ya era tarde, era imposible el retorno sin marcas. Desde entonces, laucha, o lauchi, fue su estigma durante el fin de la primaria. Y como una laucha supo reco- rrer o instalarse en las esquinas y zócalos del aula; supo perderse en el resto de la clase, hasta lograr ser apenas una cabecita más; una cabecita igual a todas, ocupando su casillero entre las series de bancos. Lo rescataban sus buenas calificaciones, pero, por otro lado, esas mismas buenas calificaciones carecían de gracia o valor para sus compañeros. Valle recuerda que no era el único; a muchos otros les sucedía lo mismo: eran felicitados por la maestra, pero ig- norados por sus pares. Y en aquel tiempo nadie se fijaba en sus dientes. Las niñas preferían la simpatía o la audacia, la transgresión o hasta algún impulso desmedido y violento, a la obediencia, la bondad, o la belleza misma. Además, pensaba Valle, a las niñas nunca les podría gustar una laucha.
Valle sintió una grandísima felicidad cuando sus padres, al ponerlo al tanto de una mudanza, le dejaron entrever la necesidad de un cambio de colegio. Pero una vez enterado temía que en el nue- vo mundo aquella laucha también lo persiguiera. Aterrado, Valle se miró con insistencia al espejo durante aquel verano, esperando la metamorfosis. No sabía si aquella transformación lo terminaría de liberar o de hundir; si gracias a ella dejaría de ser una laucha (para adquirir de una vez y por completo la humanidad) o si, por el contrario, empezaría por fin a estrechársele del todo su cráneo, le brotaría una cola como de tanza, se le afilarían los dientes y le crecerían esos repugnantes bigotes de alambre. De cualquier modo, Valle quería que para bien o para mal la metamorfosis fuera definitiva. Que de una vez por todas su cuerpo y su carácter adoptaran una forma inalterable; no seguir padeciendo la indefini- ción, la ansiedad y la esperanza.
El verano pasó. Valle comenzó las clases en su nuevo colegio y fue comprobando, no sin des- confianza, que la laucha había quedado atrás, que evidentemente se había mantenido fiel al aula y a los pasillos del antiguo colegio O a los tirantes y agujeros de su casa. Y, por el contrario, su cuerpo, ajeno a la rumia de ideas, había crecido y mejorado bastante en esos meses. Tanto como para que aquella infamia –si bien nunca desaparecería del todo– no lo acompañase en su nuevo mundo. Valle aceptaba la condición: podía tolerar que el alma del roedor, los fantasmas de la laucha permanecieran limitados al pasado y a los reflujos de su memoria, si a cambio desaparecían de la realidad.
La boca de Valle creció a la perfección. A lo largo de los años, muchas mujeres se lo hicieron notar. Una boca perfecta, suelen halagarlo. Incluso en la adolescencia, Valle comprendió aliviado que las apariencias eran muy importantes, que nunca daba lo mismo un cuerpo que otro, una boca que otra. Todo detalle era no sólo visible, sino también se- ñalado y expuesto rápidamente. Cualquier carencia o exceso era una condena, porque ya de por sí todo tendía a deformarse, a la caricatura inmediata y cruel. Y, aunque su cuerpo ahora era otro que en la primaria, Valle confirmó una vez más que era mejor pasar desapercibido, resguardarse, perma- necer callado. Así estaría a salvo de los escarnios periódicos. La laucha había regresado, pero victo- riosa. Él sabía disimularse en los rincones, a ras del suelo, en los pliegues de silencio e indiferencia. Y ahora había beneficios en la conocida estrategia del roedor, porque los mismos rasgos y actitudes que antes habían sido su cruz lo protegían y hasta rei- vindicaban. Eran los compañeros que se exhibían, los rechazados. Eran los llamativos, los líderes, los que hablaban mucho y pretendían imponerse los que, después de una temporada de fervor, caían uno tras otro. En cambio, los de su especie, los ocultos, los tibios gozaban, si no de simpatía, al menos de cierta indiferencia.