Por Laura Vilche
Su último libro "Filósofa punk. Una memoria" salió al año pasado, es el último de los 36 que publicó. Habla en nombre propio y "pone el cuerpo" de su vida en cada página.
Esther Araceli Díaz es hija de padres iletrados, doctora en filosofía, epistemóloga y una de sus marcas académicas es la gastritis crónica. Es escritora de 36 libros, reciente actriz premiada con el Cóndor de Plata como revelación de una película sobre su vida (La Mujer Nómade, liberada en las redes sólo hasta el próximo sábado). Psicoanalizada desde hace décadas: antes de la pandemia desde el diván y ahora por teléfono. Ex monja de clausura, no por búsqueda de Dios sino de libros, ex peluquera, ex hippie, ex esposa de un hombre golpeador; ex profesora de la UBA, donde en la década del 80 abarrotaba el aula magna del CBC con alumnos seducidos por una docente que les hablaba de Kant vestida con campera de cuero, remeras de Six Pistols y piercing; ex consumidora de drogas pesadas, hoy sólo fuma marihuana y bebe vino tinto sólo una vez al mes, ex amante de cientos de hombres siempre menores que ella, madre de dos hijos fallecidos, un intento de suicidio, abuela y feminista. Punk.
¿Le parece bien la presentación o me falta algo?
No, así está bien.
De este modo comienza el diálogo de esta mujer de 80 años que esperó el llamado telefónico de La Capital pintándose las uñas. Es una de las tantas intelectuales que cuestionó por “represivas” a las medidas de cuidado hacia los adultos mayores de 70 años, que se intentaron aplicar en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, gobernada por Horacio Rodríguez Larreta (otra de las tantas voces críticas fue la de la psicoanalista Eva Giberti, de 91 años).
En la ciudad porteña se pretendió que esa franja etaria pidiera permiso al 147, incluso para hacer las compras, antes de salir del aislamiento social preventivo obligatorio fijado a nivel nacional desde el 20 de marzo pasado.
“¿Qué vida quieren cuidar?”, se preguntó Díaz. “¿Una vida encarcelada? ¿Pasible de ser reprimida, descalificada, descartada? Temen aglomeraciones de viejos y viejas, ¿Por ser los que vamos a morir? ¿No quieren mirarse en ese espejo? ¿O nos quieren anular como personas, quitándonos la dignidad de la autodecisión para tener más respiradores?”, cuestionó la medida y por elevación a la sociedad toda frente a lo que considera un “senecticidio” y un “darwinismo social exacerbado” frente a la pandemia, de manos de una sociedad “antiviejos”.
“Que se ocupen de quienes realmente necesitan ayuda directa, quienes están sin asistencia en albergues y no están siendo testeados, que no nos traten de imbéciles, la mayoría de la personas de grupo de riesgo entendemos la situación, la mayoría estamos capacitadas para cuidarnos, no somos débiles mentales”, agregó. Y las quejas llegaron y hoy justamente el gobierno de esa ciudad actualizó las medidas para mayores y geriátricos.
Ninguna abuela
Díaz vive sola por elección y dice estar sobrepasada de trabajo virtual en estos días en que la obligan a estar confinada como a todos, pero aún más por pertenecer al grupo de riesgo de “adultos mayores”.
Comenta que a esa categoría referida a la ancianidad tanto como a la de “tercera edad” o “vieja” se las banca, pero no tolera que cualquiera diga “abuela”, “abuelo” o sus derivados en diminutivo.
“No lo digo ahora porque soy vieja, siempre, desde mis 40 años luché contra la gente que les quita el nombre propio a las personas mayores. Los únicos que tienen derecho a decirle ‘abuelo’ a una persona son los nietos, en el siglo XXI llamarnos así es quitarnos identidad, es tratarnos con desprecio, incluso me molesta cuando se lo oigo decir al presidente (Alberto Fernández) a quien voté; si quieren ser tiernos con los viejos no nos digan ‘abuelos’, pregúntennos el nombre y si no lo saben dígannos señor o señora”, sentenció esta mujer que dice que a su edad le duele todo el cuerpo pero no renuncia al placer sexual ni al deseo de decidir cómo morir antes de ser atrapada por la coronavirus o cualquier otra “maldita enfermedad”, tal como la llama.
Confiesa que en estos días puede escribir sin parar desde la mañana a la tarde, pero como muchos en esta cuarentena debió apelar obligadamente a la modalidad virtual.
Eso no es todo. También hace gimnasia y luego de tres lifting y uso de botox que no niega para nada, cuida su imagen con cremas “hasta que la plata alcance, si no apelaré a lo que pueda”, confiesa. Además se tiñe con sus propias manos la cabellera renegrida porque su peluquero no puede visitarla. Así echa mano al oficio que ejerció en el pasado, antes de ser académica y luego de separarse.
Ejerció una actividad mediada de shampúes y ruleros que no sólo le permitió el sustento sino armarse su primera biblioteca. Antes no había podido. Sus padres, iletrados, conservadores y con escasos recursos económicos, no la habían dejado cursar más que el primario, por ser mujer.
El mandato que debía cumplir era casarse con un “doctorcito”. Se negó metiéndose en un convento de Carmelitas donde pensó que podría leer a sus anchas. Cuando vio que ese no era el camino, contrajo matrimonio con un cajero, alcohólico y golpeador, padre de sus dos hijos, del que finalmente se separó.
A pesar de revivir sus destrezas de estilista, Díaz no mantiene a raya por estos días su corte a lo Sid Vicius. Lo tapa con un turbante para salir “presentable”, según dice, en las videoconferencias que da recluida.
Y como ahora nadie puede trabajar en su casa, la filósofa también se cocina y limpia como hacía tiempo no lo hacía; escucha música, jazz o electrónica, lee, baila puertas adentro y habla con amigas y amigos. Una vida siempre agitada que sigue definiendo como punk pero no de manera impostada ni meramente estética.
“Simplemente transgredo, no fui ni soy como se espera que sea, menos ahora en esta sociedad antiviejos, de senecticidios o viejofobias donde aún más se discrimina a la mujer vieja”.
¿Por qué aún más?
Porque a la mujer siempre se nos discriminó. Nos han quemado por brujas y nos han matado al nacer por no considerarnos productivas. Somos un ejército de millones de mujeres invisibles que sostiene la gran economía desde la casa y en particular, puedo decir que en 45 años como titular docente en la Universidad nunca un profesor, y hablo de intelectuales, me pidió permiso para llevar a un hijo o hija a un médico, sí las profesoras. Pero volviendo a las viejas y jubiladas: siempre se nos descarta, no se nos valora, somos como flores marchitas. Desde los cuentos tradicionales las brujas son ancianas, viejas, feas y sin dientes porque tienen más de 40 años, dejan de ser fértiles y deseantes para la sociedad machista. Hace poco el director del museo Malba (Eduardo Costantini), de mi edad, se casó con una mujer 50 años más joven que él. Pero si yo digo que me gusta tener sexo con un hombre joven, o me filmo en la película teniendo un orgasmo se arma un problema. Nos han hecho creer que por viejas se acaba la calentura.
La película sobre su vida empieza justamente con una frase en torno a la edad: “Cuando yo era chica -dice en off- creía que a los 50 años comenzaba la vejez y por lo tanto la muerte”.
¿Hoy qué piensa de eso?
Eso lo digo en la película (dirigida por Martín Farina) y en mi último libro “Filósofa punk. Una memoria”. Es que cuando yo era pequeña una mujer de 50 años era una viejita, hoy día una mujer de 80 como yo no lo es y en particular mucho en mi vida lo hice a partir de los 50: a esa edad me doctoré (su tesis se titula “La ontología histórica en la temática filosófica contemporánea. Comunicación, poder y ética en la obra de Michel Foucault”) y también a partir de esa edad comencé a gozar del sexo.
¿Aún sin recursos simbólicos y económicos se puede?
Sí, aún con carencias. En todas las universidades públicas hay clases y talleres para la tercera edad gratis y también hay ofertas de este tipo en centros culturales. Las “viejitas” tenemos alternativas. Una mujer una vez, se acercó a mí tras una charla y me contó que tenía 73 años, que había quedado viuda y extrañaba tener sexo. Le dije que intente con juguetes sexuales. Me contestó como límite económico que era jubilada, a lo que le contesté: ‘pero tiene dedos, señora, usted tiene cinco órganos sexuales en cada mano’. Las mujeres podemos tener orgasmos con cualquier parte del cuerpo por eso debemos experimentar, aún las personas más viejas y pobres que quieren pasarla bien, pueden encontrarle la vuelta.
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¿Siente que nació en un país equivocado, Esther?
No, he viajado por todo el mundo y ojalá pueda volver a viajar tras esta pandemia como turista o docente, pero debo reconocer que me pongo contenta cuando vuelvo a Ezeiza. Si algo extraño por lo que estamos viviendo es la posibilidad de caminar, de volver a los besos y a que nos miremos por la calle. En los países del primer mundo la gente es invisible. La primera vez que estuve en Estados Unidos, y mirá que era un bomboncito de 30 y pico y deseable para el machismo, me sentí invisible, nosotros somos más cariñosos y si alguien choca a otro por la calle se disculpa o al menos se sonríe.
Usted tiene una forma de contar su vida donde pone todo sobre la mesa: infancia, abusos, sexualidad, cuenta la relación de su madre con su ex marido, la muerte de tus hijos. ¿Esto te jugó a favor o le trajo problemas en la vida?
Me jugó a favor, “lo personal es político” dice una frase que rescato. El sufrimiento en sí mismo no tiene valor, el cristianismo le dio un valor para dominarnos mejor pero en sí no sirve para nada. Como diría Spinoza "es una pasión triste". A mí me tocó sufrir muchísimo, un poco por mis elecciones, la culpa por no haber dedicado más tiempo a mis hijos por haberme abocado a la carrera. Ahora ya no es una carga para mí, me recuperé de ese sufrimiento. A veces me preguntan por qué me expongo tanto y digo que es porque vivo en estado de parresía, lo digo todo y francamente. Cuando mi hija murió tras treinta años de sufrimiento, por padecer de esquizofrenia y consumir drogas, sentí culpa como cualquier persona a la que se le muere un hijo. Pero escribir sobre eso y contarlo, también en la película, fue un alivio. (Pierre) Bordieu en un artículo muy anterior a las redes sociales que se llama “¿Por qué publicamos?”, lo dice: lo hacemos porque es tan pesado, que si bien nos arriesgamos, nos sacamos una carga de encima a través de esa compulsión por publicar, porque compartimos con el otro; entre varios hombros podemos llevar la carga que uno solo no aguanta. Son sabidurías que da la vida.
¿Muchos creen que de esta pandemia la sociedad sale mejor? ¿Usted que cree?
Hegel decía con una hermosa metáfora “el ave de Minerva emprende su vuelo al caer el día” , dando a entender que el búho de la amante y amiga de la sabiduría de día no ve nada y sale de noche. Esto es decir que la filosofía no es predictiva y sólo alcanza el entendimiento tras producirse los hechos. Entiendo que ahora somos requeridos como profesionales del pensamiento rápido, cosa que no me gusta porque la semana pasada pude pensar algo que ya hoy no acuerdo, pero esta pandemia demostró que necesitamos teoría, pensar sobre la marcha y proyectar y, en ese sentido, no creo que esta sociedad salga mejor ni peor. Como decía Nietzsche y de acuerdo a lo que se vio en esta pandemia, creo que habrá transmutación de todos los valores. Si vemos a personas amorosas y solidarias denunciando a médicos y enfermeros y a barras bravas tumberos realizando tareas solidarias, creo que vamos a salir diferentes sin lugar a dudas. Pero no me atrevo a decir cómo.